sábado, 20 de septiembre de 2008

El Día de...

Odio los "días de".
Sí, me refiero, claro está, a esas absurdas y casi siempre cursi-ñoñas atribuciones artificiales y arbitrarias de determinados temas a ciertos días del calendario.
Viene esto al hilo de la "celebración" de uno de los más tontorrones de todos: San Valentín.
En España, aunque a algunos les cueste creerlo, es ésta una fecha con poca tradición. Antiguamente se llamaba "El Día de los Enamorados" (como la empalagosa película de Tony Leblanc y Conchita Velasco), lo que, a todas luces, era aún peor. Y, la verdad, es que nadie lo tenía muy en cuenta. Eran tiempos en los que ni venía Papá Noël, ni existía el Halloween, ni a las camisetas las llamábamos "t-shirts".
Pero lo que me molesta no es que nos llenen los escaparates de corazones desde finales de enero, no, sino esa presión comercial que nos hace parecer unos canallas a todos los que se niegan a regalar rosas o bombones en ese día. Bien es cierto que hasta El Corte Inglés se resistió, durante muchos años, a semejante paparrucha (supongo que a don Ramón Areces lo de San Valentín le parecía una solemne tontería), pero, al final, tuvo que claudicar, que los tiempos están muy duros y un empujoncito comercial al final de las "terceras rebajas", no venía nada mal...
Pues no señor, quienes compran flores (bombones menos, porque engordan) cuando les da la gana y no el 14 de febrero por "imperativo del guión", hacen muy bien.
Claro que lo de San Valentín no deja de ser una simple cursilada, sin mayor trascendencia que la comercialización del papanatismo universal, comparado con otros "días de".
Porque, vamos a ver, que nadie me diga que no es indignante que exista, por ejemplo, el "Día de la Mujer Trabajadora", mientras los otros 364 días del año (365 en los bisiestos, como éste) podemos seguir explotándolas a gusto. O el "Día de los Mayores" (un día es un día, ya les dejaremos abandonados en verano -con el perro, eso sí-, para irnos de vacaciones). O que tengamos a bien sacar a comer a mamá en el "Día de la Madre" (todos los demás días del año que siga fregando y dándose la paliza, que para eso es ama de casa, ¡qué caramba!).
También es muy apropiado, en estos tiempos que vivimos, el "Día de Medio Ambiente", "El Día Sin Coches", "El Día Sin Tabaco", "El Día de las Mujeres Maltratadas"... y cien mil monsergas más que no sé si están organizadas para acallar nuestras conciencias colectivas o porque alguien cree que la Humanidad, aparte de molesta, es hipomeningítica.
Uno muy fuerte es el "Día del Hambre en el Mundo". Pone los pelos de punta sólo pensar que tenemos la caradura de organizarlo, sin pestañear.
¿Cuándo llegará el "día" (nunca mejor dicho) en el que queden abolidas todas estas estúpidas celebraciones, porque todos seamos solidarios y conscientes de que sólo empezaremos a resolver tantos y tantos problemas que estamos creando en el mundo, cuando los tengamos presentes en nuestro comportamiento diario?
Hasta entonces, no me sorprende que siga habiendo gente rara, como mi amigo Mala Estrella, que lo que celebre el 14 de febrero sea la matanza entre bandas rivales de gangsters, ocurrida en el Chicago de 1929.
¡Qué pena!

miércoles, 28 de mayo de 2008

Un sueño raro

Como Martín Lutero King, yo también tuve un sueño. Pero el mío fue un sueño rarísimo.

El protagonista de mi sueño era un importante industrial, fabricante de productos de consumo, cuyas marcas competían en un mercado que se había endurecido notablemente en los últimos años.
Pues bien, el hombre estaba enfermo. Y como muchos otros enfermos del insólito país de mi sueño, organizaba un concurso de médicos para elegir entre ellos al que sería su médico de cabecera durante los siguientes meses. En contra de lo que pudiera parecer lógico, multitud de doctores acudían entusiastas a la convocatoria y, no conformes con no cobrar ni un duro por ello, invertían cuantiosas sumas, de sus propios bolsillos, en hacer análisis, radiografías y otros complejos estudios clínicos del prospecto de paciente.
Yo, como es habitual durante los sueños, no sabía que estaba dormido y, convencido de estar en plena vida real, no daba crédito a lo que veía. Pensando que todos se habían vuelto locos, yo hablaba con los médicos de mi sueño, tratando de convencerles de lo disparatado de su actitud, pero, para mayor asombro mío, todos ellos me decían que lo que hacían era lo normal, que casi todos los enfermos hacían lo mismo y que la clase médica ya estaba acostumbrada a semejante práctica.
Sin embargo, todo esto no era más que el principio de la locura colectiva: al concurso de médicos siguió otro de farmacias para la compra de las medicinas, uno de enfermeras e, incluso, uno de practicantes...
Por cierto que, como el enfermo no quedó contento con las ofertas de las farmacias, se fue a hablar directamente con los principales laboratorios farmacéuticos para que le vendiesen a él directamente las aspirinas, la penicilina y las cataplasmas que él presuponía le iban a recetar los médicos.

Como era de esperar, el resultado final fue un poco caótico: las medicinas estaban ya compradas antes de resolver el concurso de galenos, una enfermera (la que tenía mejor presencia física, aunque nula experiencia en atender enfermos) había sido contratada para medias jornadas en días alternos y un practicante apañadito en precio (bien es cierto que con las jeringuillas un poco sucias y las hipodérmicas tirando a oxidadas) iría todas las mañanas durante diez días a poner las inyecciones que, tal vez, el médico seleccionado recetaría.

En mi sueño, a mí me parecía que todo esto era empezar por el final y, en un acto de atrevimiento, le dije al importante industrial que estaba jugando inconscientemente con su propia salud y que con la salud no se debía jugar. El, mirándome por encima del hombro, me contestó que, haciéndolo así, se había ahorrado una cifra próxima al 15% del total que había pensado utilizar en curar su dolencia y que un ahorro tan significativo justificaba un procedimiento que yo juzgaba anormal y, desde luego, explicaba un pequeño cambio en el orden natural de tomar las decisiones...
Total, que nadie me hizo caso. Ni siquiera cuando manifesté mi indignación por el hecho de que el industrial enfermo eligiera finalmente no al mejor doctor, sino al que le recetó unos medicamentos más parecidos a los que él, previamente, ya había comprado.

No sé si merece la pena decir que, siempre en mi sueño, el enfermo empeoró de manera radical tras el desafortunado tratamiento y, como yo me temía, no tardó mucho en pasar a mejor vida.

Un sueño raro, sí. Pero yo me desperté de él con la curiosa sensación de que, a pesar de lo aberrante del caso, a mí todo eso me sonaba, me parecía conocerlo, haberlo vivido de alguna manera en la realidad...
Aunque, pensándolo bien, no puede ser. Disparates tan enormes sólo pueden pertenecer al fantástico mundo de los sueños.

lunes, 31 de marzo de 2008

Esto es el lápiz

Durante más de treinta años he trabajado en agencias de publicidad. En este tiempo, he sido testigo y partícipe de la evolución técnica, profesional y social de la publicidad española, que ha pasado de ser una simpática desconocida a jugar un papel de cierta importancia en la sociedad actual. O, por lo menos, a ser una actividad de moda y de apariencia atractiva, aunque, desde luego, igualmente desconocida por la gran mayoría de los que (ahora sí) se permiten emitir juicios categóricos sobre ella.
Este florecimiento desbordante de los últimos lustros, que ha contado con el decidido respaldo del mundo publicitario internacional, nos ha elevado hasta un peligroso nivel de autosuficiencia y egolatría colectivas (un poco perjudicadas, eso sí, hacia el cambio de milenio). Poco a poco, los publicitarios españoles de hoy casi hemos llegado a convencernos de que somos una bien dosificada amalgama de sutiles estrategas, raciales ejecutivos de naturaleza agresiva y, por supuesto, brillantes creativos de genio singular. No discuto que es posible que algunos lo sean (menos de los que lo aparentan y muchísimos menos de los que están íntimamente seguros de serlo), pero el verdadero riesgo de creérnoslo tanto es que nos vemos abocados a una desenfrenada carrera hacia el más difícil todavía, que nos puede confundir (de hecho, lo hace con frecuencia) de camino. Y, a veces, nos confunde tanto que o nos detenemos a reflexionar con el firme propósito de analizar nuestra fulgurante ascensión con un mínimo de modestia y sensatez, o alcanzaremos la gloria por la vía del surrealismo más agudo. Aunque bien es cierto, por otro lado, que estos últimos años de crisis han contribuido a bajarnos un poco los humos.

Fue en el examen de ingreso a la Escuela Oficial de Publicidad cuando sucedió.
El profesor responsable de conducir el ejercicio estaba de pie, en lo alto de un pequeño estrado, frente a un nutrido y variopinto grupo de aspirantes a alumnos de publicidad. Tal vez lo decidió tras una cuidada observación de quienes llenábamos a rebosar el aula del Instituto Nacional de Publicidad, aunque bien pudiera ser que su conducta fuera lógica consecuencia de sus muchos años de experiencia en la enseñanza o, simplemente, falta de confianza en la raza humana, arropada con buenas dosis de cinismo. Es igual, el caso es que se dirigió al colectivo de examinandos con voz segura y tono grave y monocorde:
- Buenas tardes. Soy el encargado de dirigir estas pruebas de ingreso. El examen va a ser muy sencillo, así que no se preocupen; pero les ruego que no dejen de rellenar sus datos personales con precisión y exactitud. Para que nadie tenga problemas, les explicaré cómo hacerlo con todo detalle, paso a paso. Por favor, presten su máxima atención a lo que les voy a decir.
Su audiencia guardó un escrupuloso silencio y todas las miradas se concentraron en él.
- Esto es el lápiz - dijo con solemnidad, mientras levantaba un lápiz normal y corriente a la altura de su cabeza -. Y esto es la mano - continuó, sin inmutarse, alzando su mano abierta.
En la sala se produjo un levísimo murmullo de expectación.
- Pues bien, el lápiz se coge con la mano - siguió, llevando a cabo la acción, a medida que ésta era descrita por sus palabras -. ¿Todo claro hasta aquí? ¿Alguna pregunta?
El murmullo se elevó de tono. Las sonrisas se generalizaron en los rostros de los presentes. Uno de los aspirantes levantó el brazo desde las últimas filas.
- ¿Sí? - inquirió el examinador.
- Por favor, yo tengo una pregunta. ¿Hay que cogerlo con la mano derecha o con la izquierda?
Las risas fueron ya abiertas, no exentas de cierto nerviosismo por lo inusitado de la situación. Pero el profesor no movió un solo músculo de la cara y, en contra de lo que muchos esperaban, no sólo no se enfadó, sino que dio la impresión de que apreciaba la pregunta.
- ¡Ajá! He aquí una pregunta de interés. Mucha atención, por favor. Este es un detalle muy importante y no deben equivocarse.
Algunos se removieron, algo intranquilos, en sus asientos. Otros quedaron inmóviles, desconcertados por la parsimoniosa reacción del hierático examinador, quien prosiguió:
- El lápiz deberán cogerlo todos con la mano derecha. Eso sí, con excepción de aquellos de ustedes que sean zurdos, quienes habrán de cogerlo con la mano izquierda. ¿Lo han comprendido todos?

No creo necesario alargar el relato de cómo continuó el examen. Baste decir que aquel singular profesor (cuyo nombre nunca llegué a conocer) siguió desarrollando su técnica hasta el final; sin perder la compostura en ningún momento y consiguiendo mantener un excelente orden burocrático, tarea siempre compleja en ese tipo de convocatorias, multitudinarias y heterogéneas.

Durante mucho tiempo, yo le consideré un guasón recalcitrante, sin otro objetivo que el de tomar colectivamente el pelo a un montón de estudiantes bisoños. Ahora estoy convencido de que mi apreciación era de todo punto errónea: aquel individuo era un sabio. Un sabio que, con consciencia de ello o no, había llegado a la trascendental conclusión de que lo más seguro y económico es dirigirse siempre a los demás (y muy especialmente cuando “los demás” son un colectivo amplio y desconocido) con exagerada precisión y sin dar nada, nada en absoluto, por supuesto o sabido de antemano.

Desde que me he dado cuenta de ello, he seguido esta doctrina con fervor. Y puedo asegurar que nunca me ha fallado. El método es muy simple: hay que empezar siempre explicando que “esto es el lápiz”.