jueves, 21 de enero de 2016

Los molinos del diablo

Como ya hemos hablado del tiempo en varias ocasiones, ahora tan solo nos referiremos a una de sus declinaciones más nocivas, consecuencia (en mi opinión) de no ser capaces de administrar su verdadera naturaleza, si es que la tiene. Y digo esto último porque, en la vida cotidiana, damos tan permanentemente por verdadera su existencia real que casi lo tratamos (al tiempo) como si fuera un ser y no un concepto.

Demostrado ya por la ciencia que viajar en la dimensión del tiempo es posible (en teoría), la forma en que deberíamos considerarlo y enfrentarnos a él es fuente constante de controversia. Bien es cierto que lo que los científicos aseguran es que ese teórico viaje en el tiempo sería, en todo caso, hacia el futuro y que, para conseguirlo de una forma eficaz, 'bastaría' con desplazarnos a una velocidad próxima a la de la luz, ya que de hacerlo a otra notablemente inferior, el avance obtenido contra el viejo Cronos sería imperceptible.

Pero no son estas cuestiones tan técnicas las que me preocupan, sino otras mucho más cercanas y menos científico-filosóficas. Dice Mindán (mi filósofo favorito) que siendo inexistente el presente por su infinita fugacidad, solo hay futuro y pasado, lo que nos llevaría a poder comparar al tiempo con un inmenso reloj de arena, en el que el futuro sería la parte superior y el pasado la inferior. Claro que (tal vez por desgracia, aunque esta duda es irresoluble) sin la posibilidad de darle la vuelta cuando la parte superior esté vacía y la inferior llena. Bueno, esto es algo que no puede suceder por la infinita dimensión de ambos recipientes... o sea, que a lo que yo me refiero es a que no se puede retroceder o avanzar a voluntad, ya que el futuro está siempre en la parte superior y el pretérito en la opuesta.

Cuando no existían los relojes, el hombre era más libre. Había citas, sí, pero se fijaban 'dentro de tres lunas', o 'cuando el sol despunte por el horizonte'. Y en las culturas más avanzadas se quedaba, por ejemplo, 'el próximo día de mercado'.
Mucho más sensato y razonable que lo que pretende que hagamos la sociedad contemporánea, y que no es otra cosa más que vivir bajo la tiranía de la prisa.
La prisa es nociva para casi todo. Y, además, la prisa es descortés. No es de extrañar, por tanto, que en muchas civilizaciones antiguas fuese considerada como una falta de pudor, una muestra de impaciencia... agresiva, a fin de cuentas, hacia la intimidad ajena. Una actitud imperativa y arrogante, próxima a la indecencia, a la obscenidad moral, al atosigamiento... a lo que hoy llamaríamos acoso.

Queda claro, por tanto, que no me gusta la prisa. No la considero sana ni portadora de las virtudes propias de una prudente y buena consejera en la toma de decisiones, o capaz de acudir al rescate de la sensatez y la razón.
Siempre me ha parecido más recomendable que sea la montaña la que vaya hasta Mahoma y no a la inversa, por mucho que resulte más sencilla la segunda opción. Saber esperar es una de las asignaturas en la que menos aprobados se dan en nuestros días. Hay que perseverar en ella, porque estudiando con aprovechamiento y diligencia, se consigue. A ser posible, escapando de la esclavitud obsesiva a la que nos someten esos artilugios que una tribu del norte de África llamaba 'los molinos del diablo'. 

Esos molinos que unos llevan en la muñeca y, otros, incrustados en su corazón, que es peor.

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