Estuvimos una vez, hace ya muchos años, en una pensión de la costa levantina en la que mi amigo Agustín aseguró haber visto cucarachas con botas.
Yo no llegué a verlas (las botas, porque las cucarachas sí las ví, desde luego), pero no dudo de su palabra, teniendo en cuenta el tamaño de los blatodeos en cuestión.
Aquel verano, en el que tanta tabarra nos dieron (con botas o sin ellas) las cucarachas (unas marrones y voladoras, otras negras y noctámbulas), tuvo lugar una anécdota, ilustrativa de ciertos especímenes de la raza humana, que hoy sigue siendo recordada, superando el paso del tiempo.
Por algún motivo, Agustín y yo habíamos decidido pasar unos días en la playa de un pueblo que ya no era el tranquilo rincón solitario que había sido un par de décadas atrás. De hecho, estaba ya en avanzado proceso de convertirse en un afamado destino veraniego, aunque, todavía, le quedaban unos cuantos años de desarrollo por delante para llegar a alcanzar su discutida (pero innegable) fama mundial, de la que hoy es políticamente incorrecto alardear.
El caso es que allí también estaban pasando el verano un par de amigos: El Duende (el Duende que Camina, el Espíritu que Anda) y El Obseso, en cuyo armario abundaban las docenas de calcetines de color azul marino, pero poca cosa más. Ambos demostraban estar tan aburridos como nosotros, por lo que se me ocurrió acudir, en busca de consejo, a un compañero del Ramiro quien tenía (sus padres) un bonito apartamento con terraza en el edificio más alto y famoso de la primera línea del paseo marítimo.
Mi compañero se llamaba Pieduro, un buen tipo que, años más tarde, llegaría a salir con la infortunada Lolín Queraltó, hija pequeña de don Antonio. Lo malo era que yo ignoraba que Pieduro, además del bonito apartamento, tenía un hermano: El Agradable.
El Agradable era un personaje imposible de soportar. Su mera compañía conseguía sumirte en una profunda depresión de la que resultaba ocioso intentar escapar. Por si fuera poco, era pegajoso como una lapa y su personalidad cansina era contagiosa y crónica.
Todos tratábamos de huir de su presencia sin el menor disimulo, incluido su hermano, claro está, pero aquella tarde yo estaba medio dormido sobre la arena de una playa casi vacía, mientras mis amigos nadaban, alejados de la orilla, esperando el momento oportuno para salir del agua sin ser avistados por El Agradable.
A mi lado reposaba, pacífico, un periódico leído y arrugado, medio cubierto por una arena que estaba tomando el color gris de una tarde tediosa y apagada. De pronto, sin previo aviso y como surgido de la nada, El Agradable apareció junto a mí. Traté de coger el periódico y fingir que lo leía atentamente, en un acto reflejo de lucha por la supervivencia... pero fue inútil. El Agradable se había sentado a mi lado y miraba por encima de mi hombro con inusitado interés.
–¡Un crucigrama! –gritó (El Agradable no sabía hablar, solo gritaba)–. ¡Vamos a hacerlo!
Sin fuerzas para enfrentarme al destino, separé el diario de mi cara todo lo que pude, tratando de evitar la invasora presencia del grotesco rostro que se colgaba sobre mi hombro derecho, haciendo gala de su habitual impertinencia.
–A ver –siguió–... 'Horizontales 1: Animal'... cuatro letras... ¡Ya está!, ¡"rana", es "rana"!
No pude evitar volver mi asombrada mirada hacia el emocionado gesto de El Agradable, que ya se apresuraba a escribir en los cuadraditos de la primera línea (con un bolígrafo aparecido, como él, de la nada) las cuatro letras del "animal".
Es preciso aclarar, para el buen juicio del lector, que el citado crucigrama estaba aún completamente en blanco, por lo que yo no era capaz de comprender los motivos que impulsaban al hermano de Pieduro a estar tan convencido de que no cabía otra posibilidad que no fuese "rana". "León", "gato", "asno", "mula" (reconozco que estas dos últimas palabras me vinieron con gran rapidez a la mente mientras observaba los aspavientos de El Agradable) y muchas otras opciones tenían tantas posibilidades de ser la respuesta correcta como las tenía "rana", pero El Agradable ya había grabado las cuatro letras con ese estilo característico de escribir, en el que la lengua asoma por un lado lado de la boca, distinguiendo a quienes deben hacer un importante esfuerzo para esmerarse en la escritura de cuatro simples letras mayúsculas sobre un papel.
Sin embargo, yo era un completo inocente: lo peor estaba por llegar.
–¡NOOOO! –chilló con voz estridente y aguda–. ¡No puede ser "rana"! ¡Es imposible!
Y empezó a afanarse en unas tachaduras que echaban a perder cualquier futuro intento de volver a escribir en aquellas pequeñas cuadrículas.
Mi intención, como es lógico, era la de mantenerme en el más absoluto de los silencios, ya que entablar una conversación con El Agradable era siempre un riesgo difícil de controlar, pero la situación me superó: si era absurdo asegurar que la palabra correcta era "rana", aún lo era más garantizar que no podía serlo...
–¿Por qué es imposible? –pregunté en un tono casi imperceptible.
–Pues porque una rana no es un animal –sentenció El Agradable con solemnidad–. Es... no sé... como un insecto... o algo así.
Me levanté despacio. Doblé cuidadosamente el periódico y dirigí mis pasos hacia el mar con la misma parsimonia que lo hiciera, en su día, Luis II de Baviera cuando se introdujo, lentamente, en el lago de Starnberg para no volver a salir vivo de él.
Agustín y yo regresamos a nuestras cucarachas y apenas salimos de nuestra pensión durante los días que nos quedaban de vacaciones.
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