viernes, 3 de octubre de 2014

Dos veces breve

Considero preciso dejar clara, a modo de preámbulo, mi admiración por Baltasar Gracián, a quien siempre he considerado unos de los grandes de nuestra literatura y, también, del pensamiento filosófico, materia esta última en la que no se le suele considerar, en mi opinión, de forma injusta.
Por si no fuera suficiente lo dicho, quiero añadir que comparto, plenamente, sus enseñanzas sobre la manera de afrontar las muy diversas circunstancias y situaciones que nos va presentando la vida, algunas previsibles y una buena parte, de todo punto, inesperadas. 

Cuando él habla de las bondades de la brevedad, se refiere, sin ninguna duda, a la conveniencia de eliminar lo superfluo y concentrarse en lo esencial, algo que, por mi profesión de publicitario, he tenido que aplicar en el desarrollo de una actividad en la que es imprescindible practicar la síntesis, por motivos tanto de eficacia como de economía.
Tampoco está nada mal seguir ese principio en las conversaciones insustanciales y los circunloquios innecesarios, por lo que me gustaba tener sobre mi mesa de despacho un cartel bien visible que rezaba: "Que tus palabras sean pocas. (Eclesiastés 5:2)".
Cierto es que, en ocasiones, ponía nerviosos a mis interlocutores, pero no deja de ser un hecho que, gracias al mensaje que el pequeño (aunque explícito) cartelito de sobremesa transmitía, he conseguido evitar muchas pérdidas de tiempo (y de paciencia), así como acortar reuniones estériles, lo que me ha permitido gestionar un poco mejor las muchas ocupaciones a las que tenía que atender.

Pero, desde luego, todo esto no es óbice, obstáculo o impedimento para que nuestras vidas pasen a través del tiempo con excesiva velocidad. Velocidad que se acelera, aún más, en los momentos buenos. Es inevitable la sensación que todos experimentamos de que las cosas buenas tienen una menor duración aparente de la que, en realidad, tienen.
Y esta percepción no está reñida, ni siquiera, con aquello que se extiende durante períodos largos de tiempo. Todo acaba siendo breve. Y lo bueno, dos veces breve.

Porque hasta lo malo termina resultando más corto de lo que es. La vida es corta, demasiado corta para desperdiciarla con actitudes rencorosas, soberbias o irreflexivas que nos condenan (a veces, de forma perpetua) a reducir o, incluso, eliminar de nuestra existencia muchas cosas, situaciones, sentimientos, emociones y personas que se pierden en el limbo de una tendencia hacia la pereza orgullosa, apartándonos de lo que, verdaderamente, queremos.
El silencio suele ser un abismo en el que nos precipitamos (en su doble acepción, por cierto) y del que resulta muy complicado salir, entre otros motivos porque nos creemos que para hacerlo es preciso escalar unas paredes altas y verticales, casi inaccesibles. Pero, muchas veces, esto no es necesario, ya que, normalmente, hay un camino alternativo, suave y sencillo de seguir. Suele estar señalado por un letrero con una flecha que indica el sentido, junto a tres sencillas palabras que dicen: "Nunca es tarde".

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