Llorar en El Pardo es inútil. Yo no lo recomiendo.
Además, por mucho que se llore, el campo no lo agradece. En verano, el monte sigue igual de seco.
Hay quien dice que El Pardo es como una prolongación de la calle de Alcalá, aunque a mí me extraña porque, a primera vista, parece que la dirección es la contraria... aunque ya se sabe que casi todos los caminos van al mismo sitio: a las catacumbas (para llegar a las de Roma hay que dar un pequeño rodeo, pero para ir a las habituales, no tanto).
A Menorca, sin embargo, sí se puede ir por Alcalá (de hecho, la calle de Menorca está muy cerca). Y a Biarritz... también.
Todo lo demás está lejos. Menos Ávila, claro, cuyas murallas no son lo suficientemente altas para proteger a los desprevenidos de los ataques de esos corsarios y filibusteros vocacionales que, dejando anclados sus azules bajeles en la costa mediterránea, se adentran, sigilosamente, en las nobles tierras castellanas para coger por sorpresa a sus incautas víctimas.
Por todas estas razones y alguna más, no sirve de nada llorar en El Pardo.
Blanca Barbier, por ejemplo, se decepcionó mucho cuando lo conoció, allá por los años sesenta, al compararlo con los verdes prados de su Vizcaya natal. Ni siquiera fue suficiente para ella ver unos cuantos ciervos en libertad correteando entre las encinas.
Claro que en aquellos lejanos tiempos no se lloraba en El Pardo. Y, si te pisaba un quinto mientras buscabas tejidos o novedades en el piso superior al cuarto, tampoco se lloraba. Han cambiado mucho las costumbres desde entonces.
Bien es cierto, en cualquier caso, que no son las féminas las que suelen llorar. Es evidente que no todas son tan fuertes como la pequeña Manuela, capaz de dar un buen mamporro al primero que la moleste, pero llorar, lo que se dice llorar, lloran muy poco.
Así que El Pardo se ha ido convirtiendo, con el tiempo, en un lugar tranquilo. Seco, pero tranquilo. No es que esté prohibido llorar, pero ya no se lleva.
Tampoco falta quien ha visto llorar a los ciervos. Algo que, nos aseguran, nada tiene que ver con la famosa berrea, que se produce en septiembre y no en agosto (lo cual, a nosotros, nos parece perfectamente justificado, ya que si agosto produce llanto, lo de septiembre debería ser catalogado, cuando menos, como tempestad lacrimógena). Frente a un gran ciervo que llora, siempre hay alguien que le observa con frialdad, pensando más en el viaje que va a emprender al día siguiente que en los molestos fluidos que surgen de los lagrimales incontrolados que, eso sí, se vigilan con impasible disimulo para evitar que ensucien la blanca camiseta veraniega (dicen que las manchas de lágrimas de cérvido salen muy mal incluso del algodón, así que no digamos de la seda).
Pero bueno, todo esto son detalles insignificantes para ser tenidos en cuenta cuando se avecina un nuevo y marinero verano azul, repleto de baños de madrugada en calas solitarias en las que la piel tersa y desnuda se sumergirá bajo esas aguas de color turquesa, acariciadas por la luz transparente y silenciosa de una mañana alejada por completo de los procelosos peligros del puerto... salvo que ese solitario hippie que nos observa desde la arena sea...
Llorar en El Pardo es inútil. Un defecto propio de gente sensible. Gente que debería ser erradicada de la sociedad del siglo XXI, una sociedad que no puede permitirse el lujo de seguir albergando en su seno a personas con emociones y sentimientos.
Y que, además, tienen la poca consideración de expresarlos en el lugar inadecuado y en el momento menos oportuno: ¡Justo cuando van a empezar las vacaciones!
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