Las palabras cambian de significado con el paso del tiempo.
Y, a veces, llegan a tener, incluso, connotaciones contrarias. Esto debería considerarse normal (por razones obvias) cuando se producen modificaciones sociales significativas en el ámbito religioso o en el político, pero es que, en otras ocasiones, también sucede con expresiones que nada tienen que ver con la religión o la política.
Recuerdo muy bien, por ejemplo, que cuando yo era niño se hablaba del "amor propio" como una virtud muy positiva en el terreno escolar.
En el famoso colegio de la calle Fuencarral, al que empecé a asistir con apenas tres años, compartiendo aula con niños de edades muy superiores a la mía (en otra ocasión hablaremos de los espectaculares métodos de enseñanza de aquella peculiar institución, tan pequeña como revolucionaria), mi profesora siempre insistía en que yo era el más listo de la clase. Sin embargo, solía completar su dictamen con la afirmación de que, si bien era indiscutiblemente cierto este hecho, Pepito Tejedor tenía mucho amor propio.
A mí no me acaba de hacer feliz una comparición en la que mi supuesta inteligencia (fruto, sin duda, de un flagrante favoritismo hacia mí de la señorita María Teresa) se equiparaba, en la práctica, al gran interés por conseguir buenas notas que aquel chico delgadito, pequeño y con cara de querubín, que respondía al nombre de Pepito Tejedor (cuando alguien se refería a él nunca utilizaba de forma independiente su nombre o su apellido), ponía para estar siempre entre los primeros. Sin que él tuviera ninguna culpa (y, mucho menos, mis profesoras, que me tenían un evidente "enchufe"), acabé cogiendo una cierta manía a todos los niños cuyas cabecitas estaban coronadas por una cabellera de rubios rizos, como era el caso de mi compañero Pepito Tejedor.
El "amor propio", en aquellos días, se entendía como afán de superación. Y era, desde luego, muy apreciado por cualquiera que se dedicase a la enseñanza.
Los aficionados a las carreras de caballos entenderán bien lo que quiero decir si les traigo a la memoria el caso de Maspalomas, un purasangre del Marqués de la Florida que tenía "mucho corazón", en contraposición a Reltaj (del Conde de Villapadierna) cuya "clase" era notoria.
Con estos antecedentes en mi recuerdo (y gracias, claro está, al dichoso Pepito Tejedor), es lógico que durante toda mi vida haya tenido una idea clara y rotunda de lo que significaba "tener mucho amor propio".
Aquellos eran tiempos, todo hay que decirlo, en los que no se manejaban conceptos tales como "autoestima" y otros similares que hoy están muy en boga (sobre todo, por culpa de los horrorosos manuales de "autoayuda" que proliferan en las librerías desde hace ya unos cuantos años). De hecho yo no recuerdo haber conocido en mi infancia a nadie que no se estimase a sí mismo, sino, más bien, todo lo contrario... aunque es probable que los cambios en los ideales sociales y materiales del último tercio del siglo pasado hayan impulsado sentimientos nuevos, poco frecuentes en épocas en las que nuestras necesidades eran más razonables y prudentes.
Pero, últimamente, he empezado a fijarme en otra acepción del "amor propio" en la que no había reparado y que, sin embargo, existe. Me refiero a la literal: amarse a sí mismo.
Esto es algo que, a lo largo de la historia, todas las corrientes filosóficas y religiosas sensatas han recomendado amortiguar, porque sus excesos corrían el riesgo de derivar en narcisismo, egoísmo, egolatrismo... y un montón de cosas más, todas ellas terminadas en "ismo".
Lo curioso es que hoy esta literalidad no parece estar mal vista. Las cosas cambian. Y la semántica nos enseña que el significado de las palabras evoluciona. Claro que también aparecen nuevos vocablos (algunos horribles, como "emblemático", que siempre me ha tenido atormentado y menciono aquí pese a no tener nada que ver con el tema que nos ocupa), muchos de ellos barbarismos, como "selfie", al que sí podríamos llegar a encontrar alguna relación con el título de este artículo...
Yo estoy a favor del "amor propio" literal, pero no soy partidario de sus excesos. He conocido a gente que se quiere tanto a sí misma (los peores no son los que "están encantados de conocerse", sino los que lo disimulan) que no duda en despreciar los más elementales principios de la lealtad para destruir a los demás y, en especial, a quienes han demostrado tener un concepto más amplio del amor que el limitado a lo propio.
Y es que, la mayoría de las veces, un excesivo "amor propio" literal es insano. Menos en el caso de Pepito Tejedor, claro, para quien el sentido de la expresión (él nunca la usó, eran sus profesoras las que la utilizaban) era muy distinto. O no, ¡quién sabe!
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