El mundo está lleno de necrópolis.
Las hay de todo tipo, desde cementerios de elefantes hasta nucleares. Casi siempre esconden en su seno el recuerdo de un tiempo que fingió ser mejor y glorioso... aunque, tal vez, fue triste y melancólico.
También hay cementerios humanos, claro está. Algunos de ellos de insólita belleza, como Les Alyscamps, en Arles; el de Ballybunion, en Irlanda... o el de Chamonix, al pie del Mont Blanc. La mayoría encierran historias condenadas al olvido que, en su día, parecieron inmortales y eternas, pero que, muy pronto, pasaron de la intensa luz del futuro a la oscura penumbra de las sombras.
Lo que allí reposa parece estar aguardando a que algo extraordinario suceda, a que el silencio se transforme en esperanza y la soledad se trueque en movimiento.
Sin embargo, nada de eso suele suceder y las soleadas mañanas de primavera pronto son dominadas por inviernos interminables. Inviernos que acaban borrando las cicatrices de la tierra y perturban la posición original de las estrellas, colgadas en un firmamento que parece flotar sobre la memoria de un pretérito cada vez más imperfecto.
A mí, entre tantos cementerios, los de neón son los que más me impresionan.
En ellos se guardan los signos de una luz tan artificial como poderosa. Una luz que despertó emociones dormidas y las elevó hasta el, a veces, imaginario mundo de los sentimientos, despertando, con sus brillantes reflejos, la voluntad perdida de tantas y tantas almas que sintieron renacer lo que su apagada vida había, prematuramente, sepultado.
Pero, como digo, la potente luminosidad de los grandes rótulos de neón es artificial. Antes de morir, su colores nos trastornaron con su especial belleza, porque los colores de las luces de neón son diferentes a los demás. Tienen un tono pastel, ligeramente difuminado, cuyo cromatismo fluorescente es inútil buscarlo en ningún otro cuerpo, ya sea terrestre o celestial.
No es fácil encontrarlos. Existen, pero la mayoría están ocultos en el interior de nosotros mismos. Son letreros engendrados por una luz propia que escribía mensajes rojos, verdes y azules que asomaron, iridiscentes, por nuestras pupilas, manteniendo, mientras estaban encendidos, un sordo zumbido de abejas dentro del pecho. Un zumbido que todos conocemos bien porque lo hemos oído mientras permaneció vivo el fuego líquido producido por el noble gas.
Y es que el neón brilla, incluso, por el día, a diferencia de otras luces, que solo pueden apreciarse de noche, cuando las fuerzas del espíritu son escasas y la conciencia se entrega, agotada, al poder de los sueños.
Los cementerios de neón dan mucha pena. Siempre pienso que su luz fue fatídicamente traicionada por algún error absurdo que nunca debió producirse. Y deseo que una mano amiga y generosa sea capaz de devolverlos a la vida.
Creo que, para hacerlo, puede bastar con enchufarlos, de nuevo, a ese impulso, quizás adormecido, que no ha dejado de latir en una corriente cuya tensión jamás llegó a ser apagada del todo por el persistente soplo del amargo viento del silencio.
1 comentario:
Eso ha estado muy bien. Hay belleza en ello, sí.
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