martes, 19 de mayo de 2015

Mi amigo Claudio

Mi amigo Claudio tuvo una novia española. Eso fue hace mucho, sí, pero él aún se acuerda de ella. Si no me equivoco (puede que sí) aquello sucedió en Jávea, al pie del Montgó, hace ya cerca de cuarenta años.
La novia también recuerda a Claudio (solo en determinados momentos y bajo estrictas condiciones, desde luego), pero ya casi tiene olvidado el problema que, mucho tiempo después, Claudio tuvo con una gamba (una gamba italiana, claro).

No es que Claudio fuese un paradigma de fidelidad, pero, en cualquier caso, le hubiese resultado imposible retener a su novia española. Y, aún menos, desde Turín. Él sabía muy bien que con ella en la distancia no había nada que hacer, por lo que, sin sufrir demasiado, decidió que lo mejor era ser práctico y concentrar su atención en las demás chicas guapas que había en el mundo (muchas, sin duda alguna). Como Claudio no estaba nada mal y, además, era (es) muy simpático, nunca tuvo problemas en ese aspecto y se pasó las siguientes décadas rodeado de chicas y, con el paso del tiempo, de mujeres algo menos jóvenes, aunque siempre atractivas. Hoy, Claudio sigue siendo un excelente amigo y una gran persona. Me alegra ver que es feliz.
Su novia española también era una buena chica. Eso sí, se equivocó... se equivocaba. Con los puntos cardinales y esas cosas. Porque las buenas personas también se confunden. La vida es complicada y no se puede mantener la clarividencia en todas las ocasiones.

A veces surgen montañas al borde del mar, como la roca basáltica de Le Morne, en la lejana isla de Mauricio, un monte inesperado en el paisaje, al igual que Ifach o Gibraltar... tan cerca de la costa que llaman poderosamente la atención. Despistan tanto que provocan errores graves, errores los cometemos todos, con rocas y sin rocas. Pero se pueden corregir, siempre y cuando no nos ciegue el orgullo, ese personaje pequeño y ruin que se esconde debajo de la camisa y se dedica, con frecuencia, a intentar convencernos de que la razón solo está de nuestro lado y nos insiste, sin desmayo, en esa teoría de la culpabilidad ajena, tan dañina para alcanzar la felicidad.

Si yo supiera cómo hacerlo, se lo advertiría a la novia de mi amigo y la vida volvería a tomar su curso normal. El mar y el cielo recuperarían ese color turquesa pálido, tan característico de quienes muestran una voluntad positiva, y la gran roca, descompuesta en tonos violetas, dejaría de ser un obstáculo insalvable.
Luego, al cabo de un rato de haber pensado en ello, me doy cuenta de que todo es una utopía, porque, como aseguran los que más saben de estos temas, lo más probable es que yo esté muy despistado y, en realidad, la novia española de mi amigo Claudio no fue más que el reflejo imaginario de una sinfonía fantástica... como la de Berlioz. En su segundo movimiento, naturalmente.

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