La inercia es una propiedad que tienen todos los cuerpos. Una propiedad que provoca su bien conocida tendencia a mantener su estado de reposo o movimiento.
Según nos dice la física, la inercia puede ser mecánica y, también, térmica. En este segundo caso, la inercia se traduce en una determinada resistencia a modificar su temperatura.
De lo que no habla la física (y es normal que no lo haga, pues no es de su incumbencia) es de la inercia cerebral.
Este tipo de inercia es, normalmente, mucho más poderosa porque el tensor de inercia que debemos utilizar para calcularla de forma correcta es muy superior al de la física. Además, su resultado práctico viene condicionado por una fórmula metafísica, en la que la constante fundamental (P), por la que hay que multiplicar las otras magnitudes que influyen en el grado de resistencia al cambio, es equivalente al cuadrado de los prejuicios del individuo en cuestión.
La inercia del cerebro es tremenda. Pocas fuerzas de la naturaleza son tan potentes y, a su vez, tan nocivas para el ser humano.
Cuando la temperatura es alta y la masa cerebral reducida, sus efectos son muy dañinos. Y si entran en juego ciertos intereses personales que suelen ofuscar la razón (distanciándola de lo verdaderamente importante y acercándola, en consecuencia, a lo superfluo y pasajero) el efecto final puede ser catastrófico, porque la fuerza necesaria para modificar la inercia cerebral tendría que ser de una potencia descomunal.
Y, claro está, la cantidad de energía que se precisa para generar una fuerza anímica de tal intensidad suele superar a la acumulada por quienes tratan de conseguirlo.
La inercia mental (también se llama de esta forma) produce tristeza y desencanto a los que la observan desde fuera. Y como su resistencia al cambio es inversamente proporcional al sentido común y al buen juicio, nada bueno suele resultar de sus consecuencias.
Yo he visto a personas con la mente tan paralizada por los prejuicios que se encuentran, materialmente, impedidas para poner en marcha su cerebro y razonar hasta comprender que las cosas no son como las construye la superstición o la ignorancia, sino como la lógica y el conocimiento de la realidad determinan.
Pero también he visto lo contrario: mentes aceleradas por la ira, el odio y la soberbia, imparables, en su oscura y desenfrenada carrera, hasta por la más clara y meridiana luz de la razón.
Unas y otras son buenos ejemplos (buenos como lo que son, ejemplos, pero malos en sí mismos, desde luego) de los efectos de la inercia cerebral. Una inercia metafísica que hay que romper si queremos movernos mental y emocionalmente dentro de la dimensión de la sensatez y, en último término, de lo que es mejor para nosotros mismos y para quienes nos rodean.
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