Hubo un tiempo en el que los carros se cargaban de paja. Lo sé muy bien. No porque lo haya visto en el campo, sino porque Millet los pintaba y, después, Van Gogh los reinventaba, trasladándolos a su personal estética impresionista.
El trabajo en el campo siempre ha sido duro. Antes más, claro, porque la ayuda mecánica era muy escasa. Sin embargo, los grandes maestros de la pintura nos enseñaban, con frecuencia, unos campos con el esfuerzo humano convertido en arte. Algo parecido a lo que hace la propia naturaleza, que suaviza para el observador el trabajo del hombre. Siempre y cuando, ese hombre no seamos nosotros mismos, desde luego.
En las tardes calurosas, tras la faena, se dormía la siesta. Era una siesta dorada, como las suaves y tersas gavillas que se acababan de manejar con esmero.
Y, si la mies era de oro, los sueños eran de platino en aquellos campos renacidos de la tarde.
Yo no sé quién empezó a cargar los carros con ira. Me lo imagino, pero no lo sé, a ciencia cierta.
Lo que sí sé es que los carros cargados con ira no son buenos, así que la maldad empezó a adueñarse de unos campos que aspiraban a ser tan eternos como imposibles. Poco a poco, se fue generando una perversión oculta y nocturna, que iba sustituyendo la fe por vanidad y codicia, la esperanza por deslealtad y la generosidad por ambición.
Los carros se llenaron de ira. De una ira escondida bajo el polvo y las semillas.
Fue entonces cuando los carros se volvieron contra sus amos.
Las vigas se convirtieron en lanzas; los estacones en rejas; los tentemozos, dentellones y tesadores se revolvieron con violencia y furia... justo cuando sus amos estaban sumidos en el más profundo de sus sueños.
El campesino no pudo comprender lo que estaba ocurriendo. Toneladas de odio habían sustituido a la paja dorada por la que tanto se había esforzado.
No era fácil de entender. De nada sirvieron sus años de dedicación, de trabajo, de amor...
Un carro cargado de ira es un arma de destrucción masiva. Lo destruye todo, lo propio y lo ajeno, impide que se pueda recuperar la paz y aleja para siempre a las alondras de los campos de trigo y a las golondrinas de los sueños...
El único recurso que nos queda es seguir durmiendo y esperar a que un día quien los llenó de odio, aprovechando nuestro descuido, los descargue de su ira incontrolada y despierte a nuestro lado, ofreciéndonos su mirada rubia y antigua sobre las amarillas mieses de la vida.
Tal vez esto suceda antes de la puesta de sol.
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