A Leonardo le gustaba mucho el té.
Tal vez le gustaba demasiado. A Lisa, sin embargo, nunca le había llamado la atención esa extraña bebida (así la llamaba), por la que nunca había mostrado particular interés. Pero Leonardo preparaba un té muy especial: un experto habría dicho que era una mezcla de variedades negras de India y China, todas ellas procedentes de cultivos de alta montaña, muy capaces de orquestar un sabor intenso y suave, al mismo tiempo. Lisa nunca había tomado (el té 'se toma', no 'se bebe') algo semejante.
—Siempre, a partir de las siete de la tarde —solía decir Leonardo—. Bajo ningún concepto se debe tomar antes.
Y, claro, a pesar de lo sorprendente de la hora indicada, Lisa lo aceptaba como si fuese una verdad de fe. Nadie podía discutirle a Leonardo sus, en apariencia, profundos conocimientos sobre el tema... aunque nunca se supo de qué fuente provenían.
Fue, fundamentalmente, por eso (por el té) por lo que ella se enamoró de Leonardo. Y había intentado evitarlo por todos los medios, pero no pudo: el té de Leonardo superaba cualquier impedimento que tratase de resistirse a su fuerza incontrolable.
—El único té que me gusta es el que tú me preparas —afirmaba Lisa con frecuencia.
Era verdad. Incluso se comenta que jamás llegó a probar otros tés... excepto aquel en el Hyde Park Hotel, varios años después, aunque bien es cierto que eso fue un rito programado, al que ella se entregó sin resistencia.
—La clave del té —aseguraba Leonardo, haciendo énfasis en la palabra 'clave'— está en la intensidad. No en la de su sabor, sino en la del ambiente. Hay que tomarlo a media luz.
Sin embargo, había algo más. A veces estaba ese 'Humo de los barcos' (sí, escrito con mayúscula) que confundía los sentidos a deshoras. En otras ocasiones, menos aleatorias, era la música de Lucio Dalla en la voz de Pavarotti, seguida de la de otro Leonardo, las que trasladaban a Lisa hasta lejanos lugares (Sorrento, Manhattan, Berlín...), en viajes protegidos por la penumbra reinante e impulsados por el lento movimiento de una rítmica hélice horizontal.
Mucho tiempo después, cuando ya las hojas que habían crecido en lejanas laderas de montañas indias y chinas estaban olvidadas por el orgullo herido de Lisa, Leonardo supo, con absoluta certeza, que ella nunca le había querido de verdad. Lisa solo amó lo diferente, lo inesperado, la aventura de sentir sobre su piel el aliento de un viejo dragón que, como una leve y extraña brisa, parecía surgir de un mundo raro, más propio de un sueño de José Alfredo Jiménez que de alguien que viviera en la realidad.
Ella también consideró preciso decir una mentira, así que lo hizo, sin titubear, ante propios y extraños. De poco le sirvió con ellos, porque, tanto los propios como los extraños, no creyeron sus palabras. Pero se conformó conque le sirviese a ella misma. Porque Lisa se creyó a pies juntillas.
Y así, Lisa vivió muchos años, alejada del té, de Leonardo... y de la verdad.
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