martes, 11 de octubre de 2016

Lilith

Lilith no se saciaba con nada. Hombres y demonios no eran suficiente para ella.
No le gustaba llamarse Lilith, no. Hubiese preferido Eva, pero ese nombre quedó reservado para su sucesora. De hecho (pensaba) todas las sucesoras se llamaban Eva. Era un nombre tan común que debería escribirse con minúscula. Pero ni siquiera la firmeza de este pensamiento era bastante para que se sintiera satisfecha.

Así que siempre acababa aburriéndose. Y, cada vez que lo hacía, alzaba el vuelo para observar mejor el panorama desde una posición de privilegio. Con esa perspectiva aérea se podía ver mucho más lejos, aunque su vista nunca alcanzaba hasta el final de su ambición.

Un día, Lilith conoció a Clara. Clara era un personaje de Pérez Galdós, una chica inocente y sencilla, cuya dulce normalidad (ajena a los prejuicios y resabios que se adquieren por el contacto con un mundo que ella desconocía) enamoraba a primera vista a los jóvenes que la conocían. Daba igual que fueran militares o estudiantes, de pueblo o de ciudad: su candidez enamoraba al momento.
Como era de esperar, a Lilith no le gustó nada Clara, quien, por cierto, vivía en una casa de la calle de Válgame Dios (de la que poco salía) y apenas visitaba otro lugar que no fuera la iglesia de Las Góngoras, lo que no impedía que su atractivo creciese ante los hombres, sin que ella lo pretendiese o lo buscase.

Desde ese mismo momento quedó establecida una rivalidad entre ambas que crecería, a través de los siglos, con esa feroz consistencia que solo es posible entre los seres mitológicos y literarios. Una competencia desigual, ya que Clara tendría la ventaja eterna de desconocer la animadversión de Lilith, circunstancia que, indefectiblemente, coloca al ignorante en una posición de superioridad sobre quien sufre en sus entrañas el cáncer del odio permanente.

Odiar es agotador. Y cuando este nocivo sentimiento surge de una situación de inferioridad incontestable, se convierte, con frecuencia, en causa de locura.
Lilith tuvo que acudir a psiquiatras y psicólogos mesopotámicos (especializados en temas bíblicos y legendarios) que no fueron capaces de eliminar la frustración causada por el hecho de que su belleza superior fuese castigada (y derrotada), sin remedio ni solución, por el inconsciente encanto de la sencillez de Clara.

Ni Samael ni las incontables criaturas de toda naturaleza con las que intimó Lilith sirvieron para apartar de su mente la imagen de la cándida huérfana de Galdós. Con esta inquietud hubo de permanecer a lo largo del tiempo. Su vocación por la lujuria (más por la satisfacción de sentirse objeto de atracción masculina que por verdadero y espontáneo gusto) contrastaba con la modesta y ruborizable castidad de la juvenil Clara, lo que, sin duda alguna, molestaba aún más a la bella Lilith, cuya blanqueada soberbia se rebelaba contra el empecinamiento del destino.

También le dio mucha rabia que Galdós no hablase de ella. ¿Qué tenía esa mojigata (se decía Lilith a sí misma) que no tuviera la primera mujer del mundo (como solía autodenominarse con orgullo)? Y, mientras se hacía esta pregunta, se temía que la respuesta fuese tan simple como que los hombres (y los demonios) son muy raros. Tan raros que prefieren a una chica sencilla y natural, que practica, además, la vulgaridad de ir vestida todo el día, antes que a la desnuda reina de los sentidos, la diosa de la carne...

Nada podía esperarse de los hombres, por lo que la bella Lilith decidió seguir concentrándose en las serpientes. Su sangre era más fría que la de la mayoría de los hombres, sí, pero... ¿acaso había alguno capaz de acariciar y abrazar como ellas?

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