viernes, 1 de enero de 2010

El 'Espíritu Navideño'

En aquellos tiempos, la Navidad era otra cosa.
Uno no se daba cuenta de que había llegado la Navidad hasta que una mañana se despertaba oyendo el soniquete de la lotería, procedente de alguna radio vecina. Esto ya era una diferencia notable con las dichosas fiestas actuales, porque ahora resulta que la Navidad empieza en noviembre, lo que no deja de ser una lata. Siguiendo con la lotería (un tema que este año tiene delito), hay que reconocer que la musiquilla de la pedrea suena ridícula cuando oímos cantar a los Niños (hoy en día casi todo niñas, por cierto) de San Ildefonso la palabra "euros", en lugar de "pesetas"... consecuencias de ser tan europeos.
Bueno, a lo que iba. Se hacían algunos regalos (en Reyes, claro), sobre todo a los niños, porque los mayores se conformaban con un detallito y gracias. Se reunían las familias en Nochebuena o en Navidad, según los casos, se tomaban las uvas el 31, antes de salir a alguna fiestecilla y, los que resistían heroicamente, con el gorrito y el matasuegras puestos hasta la mañana siguiente, se tomaban unos churros en San Ginés, antes de volver a casa... aburridos, borrachos y maltrechos.
El despertar de muchos el primero de enero solía ser el Concierto de Año Nuevo desde Viena, seguido de los saltos de esquí.
Y el día 7, casi sin tiempo para romper los juguetes que nos habían traído los Reyes, al cole.
Visitar los puestos de figuritas navideñas de la Plaza Mayor (hablo, desde luego, de Madrid), escuchar algún villancico que otro y enviar tarjetas de felicitación por correo (se llamaban "christmas" y solían ser muy cursis y dibujados por Ferrandiz) eran hechos singulares y entretenidos, que ayudaban a enmarcar unos días que gustaban a casi todos, menos a los pavos.

Pero ahora no. Ahora nos desesperan con permanentes e insoportables villancicos enlatados (en versión techno-pop-aflamencada), desde muchas semanas antes (el principio del suplicio comenzó hace décadas, con "El Pequeño Tamborilero"); nos vemos obligados a celebrar a diario comidas, cenas y aperitivos navideños que maldita la gracia que nos hacen (porque a las insufribles cenas y comidas familiares, repletas de langostinos congelados, imposibles de pelar y con menos sabor que una verbena cibernética, hay que añadir las del trabajo -el que lo tenga- y las de todos esos amigos con los que hemos podido quedar mil veces a lo largo del año y no lo hemos hecho porque no nos apetecía nada ni a ellos ni a nosotros); tenemos que comprar docenas de regalos para todos que nos cuestan fortunas (en euros, que es mucho peor); recibir los nuestros (lo que casi es más grave, porque suelen ser espantosos e inútiles); ir a cambiar todo después a El Corte Inglés porque las tallas no nos valen, los colores no nos gustan y el CD de Shakira o Beyoncé lo tenemos por triplicado (y pongo el ejemplo del ya trasnochado CD, porque me niego a reconocer que existen los libros de Jorge Bucay).

Por si todo esto fuera poco, en los últimos tiempos, la invasión digital ha puesto de moda un nuevo tipo de felicitación navideña que nos hace recordar, con añoranza, aquellos viejos "christmas" de Ferrandiz, cuya cursilería no era nada, comparada con esta novedosa aberración. Me refiero, claro está, a esas felicitaciones que recibimos por e-mail, casi siempre en formato Powerpoint, con bonitas e interminables fotos de cascadas imposibles y abejas libando el polen de exóticas florecillas, mientras edulcoradas frases van apareciendo en la pantalla, en sucesivas, sorprendentes y primitivas animaciones, incitándonos a desechar los pensamientos tristes y descubrir los indestructibles valores del amor y la amistad. La música de fondo que oímos durante los infinitos tres o cuatro minutos que dura el martirio, suele ser el 'Adagio' de Albinoni o el 'Give Peace a Chance' de Lennon.
Y, lo peor de todo, es que, encima, tenemos que "disfrutar" del "espíritu navideño": hay que estar felices y ser buenos... porque es Navidad y, según nos dicen, la Navidad es época de paz y amor. Pues en esto sí que van a tener razón: como en Irak, en Palestina (¡vaya, qué casualidad!), en Siria, en casi toda Africa, en Afganistán... y, sin ir más lejos, en las pateras que llegan a diario a nuestras costas (cuando llegan), que supongo que en estos días ponen megafonía navideña, como en Iberia antes de la crisis (el año próximo creo que cada pasajero deberá llevar sus propios villancicos grabados en el móvil, en 'Modo Avión', eso sí).
El ambiente festivo se suele completar en las grandes ciudades con circos navideños y otros espectáculos pueblerinos, que sacan a la luz la paletería latente de quienes nos las damos de cosmopolitas por vivir en una megápolis "moderna", que aspira a albergar los Juegos Olímpicos un siglo de estos.
Habréis observado que no menciono (para no deprimirme del todo) las bonitas iluminaciones callejeras de tres al cuarto ni las atractivas macrofiestas de Fin de Año, tan modernas y originales las unas, como divertidas y cómodas las otras, en las que el botellón se viste de etiqueta y se sustituye el calimocho por las doradas burbujas del Freixenet semidulce.
Pero como (en este caso, afortunadamente) todo acaba, pronto llega enero, con su cuesta y sus rebajas, y se nos queda cara de tontos muy tontos cuando comprobamos que el conjunto de camiseta de rayón aterciopelado a rayas oblicuas y pantalón pirata de cuadros y pequeños rombos, que nos acabamos de comprar en un centro comercial por 325 euros, vale 19,99 en la sección de "Oportunidades".

¡Qué pena que una de esas oportunidades no sea la de saltarse la Navidad con la excusa de la crisis!

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