Hans estaba cansado de pasar tantos noviembres en Berlín.
No es que no le gustase la ciudad, es que el mes de noviembre se le hacía insoportable. Era una época poco interesante casi para cualquier cosa. Estaba la ópera, sí, pero también la había en otras partes de Europa. Por cierto... a ver qué anunciaba el programa... "El barbero de Sevilla", leyó. Bueno, no estaba mal, pero le traía malos recuerdos. Y no por culpa de la brillante música de Rossini, desde luego, pero sus recuerdos no eran agradables.
Hay que dejar claro que, para Hans, la única ópera de Berlín era la Staatoper Unter den Linden, ya que, por motivos personales, despreciaba profundamente la Deutsche Oper (y, muy en particular, sus representaciones de Rigoletto, que, en su opinión, solían contar en su reparto con sopranos excesivamente exóticas para el papel de Gilda).
En cualquier caso, ese mes de noviembre de 1994 no estaba dispuesto a pasarlo en Berlín.
Además, hacía frío. ¿Por qué no viajar al sur y disfrutar d un clima más benévolo? Le habían hablado muy bien de Madrid, una capital que no conocía y que siempre le había llamado la atención. Así que, sin pensarlo mucho, tomó la decisión de inmediato: ese mes de noviembre se iría a Madrid.
Sin embargo, noviembre tenía otros planes para Hans.
Las dos primeras semanas estuvo muy ocupado y el exceso de trabajo no le permitió dedicar mucho tiempo a preparar su viaje. Ya había pasado medio mes y tendría que darse prisa, por lo que aquella misma tarde, al salir de su oficina, decidió acercarse a la agencia de viajes y hacer la reserva. Quería pasar en Madrid, al menos, una semana.
Se detuvo ante el semáforo rojo en la esquina de Friedrichstrasse con Behrenstrasse y, por algún extraño motivo, pensó en lo curiosas que eran esas luces, tan características de los semáforos berlineses... en especial, la roja, que representaba a un hombre con sombrero y los brazos en cruz.
—Buenas tardes, señor —le abordó una mujer joven, de improviso, interrumpiendo sus cavilaciones sobre las imágenes de los semáforos para peatones—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Sí, claro —acertó a contestar, un tanto confundido—. Dígame.
—¿Qué museo merece más la pena visitar, el de Pérgamo o el Neues?
La pregunta sorprendió de tal manera a Hans que tardó unos segundos en reaccionar.
—Bueno... los dos son muy interesantes... no sabría qué decirle.
—Mañana solo tendré tiempo para ir a uno de los dos —insistió ella—. Y no sé por cuál decidirme.
—Pues, no sé... vaya al de Pérgamo...
—Mi marido llega mañana —suspiró la mujer—. Y en ese momento, habrá terminado mi viaje.
—¿Por qué? —preguntó Hans, cada vez más aturdido.
—No importa, lo siento —se disculpó la desconocida—. No sé por qué he dicho eso.
Hans se fijó en ella y comprobó que era una mujer joven, de aspecto un tanto inmaterial, y bastante guapa. Llevaba poco maquillaje y un original gorrito, inclinado sobre la frente, que no dejaba ver bien su rostro. Le llamó la atención el colorido pañuelo estampado que asomaba entre el cuello de su abrigo beige, y, al levantar la vista para mirar a los ojos de su interlocutora, advirtió la incipiente presencia de una lágrima en cada uno de ellos.
Desconcertado por la situación solo acertó a decir:
—¿Está usted bien? ¿Necesita algo?
Media hora después, ambos estaban sentados en un café cercano. Hans intentaba, sin mucho éxito, mantener una conversación coherente.
Se llamaba Eva y había viajado desde Baviera. Su marido llegaría al día siguiente a Berlín y eso parecía representar una grave complicación para ella. Hans no era capaz de entender el motivo del problema... ni Eva mostraba especial interés en explicárselo con claridad. Era como si solo sintiera la imperiosa necesidad de desahogarse con alguien.
—¿Por qué me cuenta a mí todo eso, Eva? —inquirió Hans, como si se hubiese enterado de algo— ¿Por qué a mí?
— Yo no le he contado nada —afirmó ella, haciendo gala de un sorprendente aplomo—. Solo le he preguntado por los museos.
— Vaya al que quiera —fue la airada reacción de Hans, visiblemente molesto.
— No se enfade conmigo, por favor —se disculpó Eva, colocando una mano sobre el brazo de Hans—. Estoy muy nerviosa.
Él miró hacia la calle, evitando cruzar su mirada con la de Eva. Estaba empezando a llover.
— Se pondrá a tocar el piano. Y luego me llevará a la ópera —siguió Eva, como si estuviera hablando con ella misma.
— ¿A la ópera?
— Sí, a la dichosa Deutsche Oper. A ver Rigoletto... con esa cantante negra a la que para nada le va el papel. ¡Si, por lo menos, viniésemos a esta! —y señaló vagamente hacia la cercana avenida de Unter den Linden.
El desconcierto de Hans se convirtió en una profunda angustia. De forma instintiva, pasó el dorso de su mano por la frente, mientras intentaba articular alguna palabra, sin conseguirlo.
— La donna è mobile, ¿verdad? —preguntó Eva a una lámpara, subiendo el tono.
Hans se pasó el dedo índice entre su cuello y el de una camisa que, en ese momento, le apretaba como si tuviese un par de tallas menos, pero permaneció mudo.
— Pues esta donna lo va a ser mañana. Gracias por el café, Hans.
Apenas hubo terminado estas palabras, Eva se caló a fondo el pequeño sombrero, cogió su bolso, y se marchó con determinación, perdiéndose en la noche berlinesa.
Hans miró su reloj. Ya era demasiado tarde para ir a la agencia de viajes. Pensándolo bien, tampoco le apetecía tanto ir a Madrid. No se le había perdido nada allí.
Pero se acercó a la taquilla de la Staatoper y sacó una entrada para la representación de esa noche. A fin de cuentas, El barbero de Sevilla era una ópera excelente.
Y Rossini uno de sus músicos favoritos.