domingo, 17 de noviembre de 2024

Berlín, 1994

Hans estaba cansado de pasar tantos noviembres en Berlín.
No es que no le gustase la ciudad, es que el mes de noviembre se le hacía insoportable. Era una época poco interesante casi para cualquier cosa. Estaba la ópera, sí, pero también la había en otras partes de Europa. Por cierto... a ver qué anunciaba el programa... "El barbero de Sevilla", leyó. Bueno, no estaba mal, pero le traía malos recuerdos. Y no por culpa de la brillante música de Rossini, desde luego, pero sus recuerdos no eran agradables.
Hay que dejar claro que, para Hans, la única ópera de Berlín era la Staatoper Unter den Linden, ya que, por motivos personales, despreciaba profundamente la Deutsche Oper (y, muy en particular, sus representaciones de Rigoletto, que, en su opinión, solían contar en su reparto con sopranos excesivamente exóticas para el papel de Gilda).

En cualquier caso, ese mes de noviembre de 1994 no estaba dispuesto a pasarlo en Berlín.
Además, hacía frío. ¿Por qué no viajar al sur y disfrutar d un clima más benévolo? Le habían hablado muy bien de Madrid, una capital que no conocía y que siempre le había llamado la atención. Así que, sin pensarlo mucho, tomó la decisión de inmediato: ese mes de noviembre se iría a Madrid.

Sin embargo, noviembre tenía otros planes para Hans.

Las dos primeras semanas estuvo muy ocupado y el exceso de trabajo no le permitió dedicar mucho tiempo a preparar su viaje. Ya había pasado medio mes y tendría que darse prisa, por lo que aquella misma tarde, al salir de su oficina, decidió acercarse a la agencia de viajes y hacer la reserva. Quería pasar en Madrid, al menos, una semana. 

Se detuvo ante el semáforo rojo en la esquina de Friedrichstrasse con Behrenstrasse y, por algún extraño motivo, pensó en lo curiosas que eran esas luces, tan características de los semáforos berlineses... en especial, la roja, que representaba a un hombre con sombrero y los brazos en cruz.

—Buenas tardes, señor —le abordó una mujer joven, de improviso, interrumpiendo sus cavilaciones sobre las imágenes de los semáforos para peatones—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Sí, claro —acertó a contestar, un tanto confundido—. Dígame.
—¿Qué museo merece más la pena visitar, el de Pérgamo o el Neues?

La pregunta sorprendió de tal manera a Hans que tardó unos segundos en reaccionar.

—Bueno... los dos son muy interesantes... no sabría qué decirle.
—Mañana solo tendré tiempo para ir a uno de los dos —insistió ella—. Y no sé por cuál decidirme.
—Pues, no sé... vaya al de Pérgamo...
—Mi marido llega mañana —suspiró la mujer—. Y en ese momento, habrá terminado mi viaje.
—¿Por qué? —preguntó Hans, cada vez más aturdido.
—No importa, lo siento —se disculpó la desconocida—. No sé por qué he dicho eso.

Hans se fijó en ella y comprobó que era una mujer joven, de aspecto un tanto inmaterial, y bastante guapa. Llevaba poco maquillaje y un original gorrito, inclinado sobre la frente, que no dejaba ver bien su rostro. Le llamó la atención el colorido pañuelo estampado que asomaba entre el cuello de su abrigo beige, y, al levantar la vista para mirar a los ojos de su interlocutora, advirtió la incipiente presencia de una lágrima en cada uno de ellos.
Desconcertado por la situación solo acertó a decir:

—¿Está usted bien? ¿Necesita algo?

Media hora después, ambos estaban sentados en un café cercano. Hans intentaba, sin mucho éxito, mantener una conversación coherente. 
Se llamaba Eva y había viajado desde Baviera. Su marido llegaría al día siguiente a Berlín y eso parecía representar una grave complicación para ella. Hans no era capaz de entender el motivo del problema... ni Eva mostraba especial interés en explicárselo con claridad. Era como si solo sintiera la imperiosa necesidad de desahogarse con alguien. 

—¿Por qué me cuenta a mí todo eso, Eva? —inquirió Hans, como si se hubiese enterado de algo— ¿Por qué a mí?
— Yo no le he contado nada —afirmó ella, haciendo gala de un sorprendente aplomo—. Solo le he preguntado por los museos.
— Vaya al que quiera —fue la airada reacción de Hans, visiblemente molesto.
— No se enfade conmigo, por favor —se disculpó Eva, colocando una mano sobre el brazo de Hans—. Estoy muy nerviosa. 

Él miró hacia la calle, evitando cruzar su mirada con la de Eva. Estaba empezando a llover.

— Se pondrá a tocar el piano. Y luego me llevará a la ópera —siguió Eva, como si estuviera hablando con ella misma.
— ¿A la ópera? 
— Sí, a la dichosa Deutsche Oper. A ver Rigoletto... con esa cantante negra a la que para nada le va el papel. ¡Si, por lo menos, viniésemos a esta! —y señaló vagamente hacia la cercana avenida de Unter den Linden.

El desconcierto de Hans se convirtió en una profunda angustia. De forma instintiva, pasó el dorso de su mano por la frente, mientras intentaba articular alguna palabra, sin conseguirlo.

La donna è mobile, ¿verdad? —preguntó Eva a una lámpara, subiendo el tono.

Hans se pasó el dedo índice entre su cuello y el de una camisa que, en ese momento, le apretaba como si tuviese un par de tallas menos, pero permaneció mudo.

— Pues esta donna lo va a ser mañana. Gracias por el café, Hans.

Apenas hubo terminado estas palabras, Eva se caló a fondo el pequeño sombrero, cogió su bolso, y se marchó con determinación, perdiéndose en la noche berlinesa.


Hans miró su reloj. Ya era demasiado tarde para ir a la agencia de viajes. Pensándolo bien, tampoco le apetecía tanto ir a Madrid. No se le había perdido nada allí. 
Pero se acercó a la taquilla de la Staatoper y sacó una entrada para la representación de esa noche. A fin de cuentas, El barbero de Sevilla era una ópera excelente. 

Y Rossini uno de sus músicos favoritos.

miércoles, 6 de noviembre de 2024

Un banco en el parque

Empezaba a caer la tarde de aquel extraño día, medio escondido entre el otoño y el verano.
Me parecía curioso que no hubiese nadie en el parque, y allí me encontraba yo, solo y pensativo, dando vueltas alrededor del lago.
Ese parque siempre da la impresión de estar alejado del mundo. Al menos, a mí me la da. Pero, en ese instante, la sensación era aún mayor.

Yo ni siquiera tenía un motivo para estar allí. Mi madre había muerto un año atrás y, en realidad, ella era la única razón por la que yo iba a Alhama. Sin ella era de todo punto absurdo haber ido. Y, menos, a últimos de septiembre. 
Desde mi casa en Madrid eran poco más de un par de horas de coche las que me separaban de aquel rincón que, sin embargo, ahora parecía tan lejano. ¿Por qué me puse a conducir y acabé allí, sentado en ese triste banco, sin ningún motivo aparente para haber hecho ese viaje?

La pregunta que me hacía era puramente retórica, pues no tenía la menor intención de responderme a mí mismo. Tal vez, había que reconocerlo, no se viaja siempre en la distancia. Hay ocasiones en las que se hace en el tiempo. Sí, eso era: yo había viajado en el tiempo. Pero, ¿no había dicho que no iba a contestar a mi pregunta? Una contradicción más, porque esa era la respuesta.

Viajar hacia atrás en tu propia vida tiene una ventaja fundamental: conoces el futuro que hay ante ti. Y, además, existe otra mucho mejor. Aunque esa otra ventaja de un viaje tan singular no la conocía en ese momento. Seis años en poco más de dos horas. Parecía un récord. No era la velocidad de la luz, claro, pero tampoco quería llegar demasiado lejos ni moverme con una urgencia desproporcionada. Entre otras cosas, porque, sentado en ese banco, resultaba absurdo pensar en nada que fuese rápido. De hecho, todo allí era tan lento que no se apreciaba movimiento alguno.

No iba a subir al monte, eso lo tenía decidido. ¿Para qué, si ya sabía que la carta seguía allí?
Así que me quedé sentado en aquel banco de piedra, escuchando los sonidos que llegaban desde la carretera, desde el pueblo... o desde mis recuerdos.
Primero me pareció oír a la banda municipal tocando alegres pasacalles. Con toda probabilidad estaban animando el desfile de los dos gigantes bailarines que, acompañados por sus agresivos cabezudos, recorrían las calles. Hasta me pareció entender un grito de "¡Baturro, cabezaburro!", seguido de unas precipitadas carreras y varios zurriagazos, apenas perceptibles desde una distancia de más de seis años.

Miré hacia el fondo del paseo, pero no vi la figura que esperaba. La reina de las fiestas no hizo su aparición, deslizando sobre sus pasos su juvenil figura. El parque seguía vacío. 
Ante este insistente silencio, me pareció oportuno mirar hacia el futuro. ¿Cómo sería mi vida dentro de cincuenta años? A primera vista parecía algo difícil de saber, pero, en cuanto me puse a pensarlo un poco (ayudado, claro está, por la infinita paz que me rodeaba en ese plácido recodo del parque) me di cuenta de que era sencillo imaginarlo: medio siglo después estaría, de nuevo, sentado en ese banco, cerca del lago termal, y recordando las mismas cosas. Seguro, eso sí, que me apetecería más subir al monte, pasar junto al castillo... y comprobar que la carta seguía allí.

¿Y ella? Sin la menor duda, gracias a que nunca recogió esa carta, permanecería igual en mi memoria. El tiempo se habría detenido junto a su rostro juvenil, sin rozar apenas su gesto, más serio que risueño... ni su uniforme de colegiala de las Siervas de San José. Seguiría siendo la reina de las fiestas. Los años habrían pasado para mí, pero no para ella.
Sería muy sencillo, medio siglo más tarde, volver a mirar hacia el fondo del paseo, esperando que, tras haber pasado juntos la mañana en la piscina de Guajardo, viniera a buscarme para dar una vuelta los dos solos, mientras nuestros amigos nos buscaban por todas partes.

La noche no llegaba. Miré el reloj y se había parado. El tiempo estaba inmóvil, definitivamente detenido. Tuve la tentación de quedarme allí. Pero no era una buena idea. Si me quedaba, no me daba a mí mismo la oportunidad de volver, cincuenta años más tarde. Por eso me levanté y me fui. Con la extrema lentitud que el momento requería. Cuando me marchaba, oí con claridad una voz femenina que decía mi nombre. Pero, sin volver la cabeza, seguí andando. Despacio, muy despacio.

Ya regresaría al cabo de cincuenta años. 

jueves, 31 de octubre de 2024

Hasta que el algoritmo nos separe

Durante mucho tiempo fueron felices.
Tenían gustos diferentes y sus opiniones no coincidían en muchos temas. Votaban a partidos políticos distintos y eran seguidores de equipos de fútbol rivales. Pero nada de eso era un problema serio. Si en algún momento discutían (no era infrecuente) lo hacían de forma civilizada y siempre respetando las ideas del otro.
En lógica consecuencia, sus hijos crecieron en un ambiente de libertad y razonable comprensión. No eran un matrimonio perfecto (probablemente, ninguno lo es) y, pese a ello, llegaban a parecerlo sin necesidad de disimular.

Fue con el paso de los años, cuando sus ideas empezaron a radicalizarse. Poco a poco, casi sin ser conscientes de que les estaba sucediendo. Tanto llegó a ser así que, sin darse cuenta, los amigos de uno dejaron de ser amigos del otro. Y viceversa. Curiosamente, los dos círculos de amistades eran cada vez más homogéneos en su composición interna... y más alejados entre ambos.

Las otrora moderadas discusiones se tornaron incómodos silencios, rebosantes siempre de una violencia que tenía rasgos de odio. Uno y otro empezaban a estar convencidos de que eran el único portador de la verdad, pero no de una verdad cualquiera, no: de la verdad absoluta.

Ya no hubo vuelta atrás. La separación de la pareja era un hecho consumado. Nada tenían en común. Ni siquiera las buenas maneras. Y, mucho menos, buen humor (en eso no divergían, pues los dos hacían gala de un notable mal carácter).


                                                        *                    *                    *

La marca XHX estaba empezando a destacar de su competencia. Desde su lanzamiento, sus sucesivos equipos de marketing habían luchado, no sin esfuerzo, por construirla. Por dotarla de un carácter aspiracional que llegaba más allá de sus características objetivas. El mercado y, muy en particular, los consumidores, tenían una valiosa opinión de aquellos productos a los que amparaba bajo su imagen.

El camino estaba trazado. Pero, claro, debía seguir creciendo. Eso era imperativo. ¿Cómo lograrlo? No era fácil porque los competidores eran duros y sabían hacer su trabajo. Y, sobre todo, la maldita distribución les estaba apretando por todas partes. Las grandes superficies (que ya controlaban la mayor parte de las ventas de XHX) imponían sus normas, sus precios, sus condiciones de pago...
Y, ahora, por si la tiranía de la distribución física no fuera suficiente, venían esos nuevos monstruos digitales. Unos americanos, otros chinos... todos cada vez más exigentes, y sin la menor compasión por las marcas ajenas.

Fue entonces cuando el nuevo equipo de marketing propuso el cambio de paradigma: nada de medios de gran cobertura, nada de gastar recursos en llegar a consumidores de otras marcas, de otras categorías. Había que segmentar audiencias. Pero no segmentar un poco, no. Era imprescindible segmentar a tope. Hipersegmentar. ¿Para qué desperdiciar impactos en audiencias de poca o nula relación habitual con nuestra marca? Se concentrarían en los que estos juveniles miembros del equipo de marketing habían definido como 'XHX lovers': solo estos interesaban.
El CEO de XHX no estaba convencido del todo, pero, bastante perdido ante la avalancha de nuevas tecnologías y con profundo desconocimiento del mundo del marketing (era un financiero, claro), cedió y entregó su marca a la programática, a las redes sociales y a los influencers.

Durante unos trimestres las ventas se mantuvieron a un ritmo razonable. 
Poco después, a medida que fueron desapareciendo de las estanterías de las grandes superficies y de las primeras ofertas de la distribución online, fueron declinando. Hubo que bajar los precios. Más adelante, fue necesario encadenar una promoción de ventas con otra....
Los jóvenes del equipo de marketing ya no estaban en la compañía, habían emprendido un camino profesional diferente, en el que podían conciliar mejor y teletrabajar más.

No hubo vuelta atrás para XHX. La separación de los compradores era un hecho consumado. Nada tenían en común con la marca. Ni siquiera la encontraban en el punto de venta.


                                                         *                    *                    *

Hasta que el algoritmo nos separe.

martes, 29 de octubre de 2024

El asfixiante calor de la luna

—La luna produce calor. Mucho calor —comentaba Alicia con frecuencia.
—Ya sé que dicen que no —insistía cuando alguien se lo negaba—, pero es mentira. Claro que el sol calienta más, pero es un calor diferente. El de la luna es más suave, más sutil, más discreto... pero intenso, insoportable...

A ella siempre le angustiaba ese calor sofocante que le producía la luna.

Nadie supo muy bien la verdadera razón, aunque puede que hubiese que buscarla en aquella extraña noche que pasó en Lisboa, cuando tomó un baño en la misma habitación que, pocos días antes, había ocupado una reina, y Alicia, adormilada por el cansancio de una jornada extensa y perezosa, vio una rara luz plateada que entraba por la singular ventana de aquel cuarto de baño, tan grande, tan diferente, tan inesperado...
El agua de la bañera estaba templada, pero ella sintió calor, un terrible calor. Al principio se sorprendió (era la última semana de octubre) y, sin embargo, pronto comprendió que ya no tendría noches tranquilas mientras el cielo diese cobijo sobre su cabeza a una luna inmensa y redonda que lanzase contra ella sus asfixiantes rayos.

Fue una sensación de la que quiso huir, sin éxito, a lo largo del tiempo. Tuvo esa misma impresión en sus viajes a París, a Londres, a Berlín, a Amsterdam, a Venecia...
No podía soportarlo. Tal vez por eso decidió buscar nuevos destinos: Buenos Aires, Ciudad del Cabo, Egipto...
Es cierto que la luna calentaba menos en estos nuevos lugares, pero no se sentía feliz en ellos: le faltaba algo... y le sobraba la luna.

Su decisión fue drástica: solo viajaría los días de luna nueva. Era una condición muy estricta, sí, pero no se veía con fuerzas para enfrentarse a ese insoportable calor, noche tras noche, durante el resto de su vida. Porque el agobio que sentía era el mismo en invierno que en verano, junto al Mediterráneo o a orillas del Índico, del Atlantico o del Pacífico. Daba igual la latitud y la estación del año.

Alicia tuvo un marido, estafador de profesión y pirómano por vocación, pero, el hombre, pese a su apego a las prácticas incendiarias, no alimentaba el fuego que ella sentía bajo la luna. Por el contrario (y esto era algo que su esposa agradecía), apaciguaba los calores que en ella producía la luz del satélite terrestre. Era lo único que le agradecía, claro, ya que, por lo demás, su vida económica estaba, con frecuencia, pendiente de un hilo a causa de la profesión de su cónyuge.

El divorcio llegó mucho después, casi podríamos decir que cuando ya no venía a cuento, porque Alicia había abandonado su esperanza de conseguir la felicidad:
—Nunca seré feliz mientras siga existiendo esa luna que me mata —se repetía a sí misma, mirándose al espejo cada vez que salía de la ducha.

Luego, dejaba caer la blanca toalla que solía llevar anudada a la cintura y se quedaba inmóvil, observando su estilizado cuerpo desnudo.
—Yo también soy una luna —parecía que le decía una voz tenue que surgía del propio espejo.
—No, tú eres solo un cristal —respondía Alicia, alterada—. Un maldito cristal. Y me miras mal... no reflejas mi cuerpo, solo mi sufrimiento.
—Es todo culpa tuya, Alicia —le reprochaba el espejo, cada vez más hablador. 
—Ya lo sé, estúpido. No hace falta que me lo recuerdes. Y no me mires tan fijamente, que estoy desnuda.
—Sí, estás desnuda. Creo que siempre lo has estado.

Y ella, desolada, se arrojaba sobre la cama y no paraba de llorar.

Mientras tanto, muy lejos de allí, alguien encendía la luna para que no dejase de brillar nunca.
No todas las personas son iguales.

martes, 1 de octubre de 2024

Los siete escalones del Casino

Para mi madre, subir esos siete escalones significaba un esfuerzo extraordinario.
Sin embargo, nunca dejaba de subirlos. Cada tarde dábamos el paseo de rigor desde nuestro balneario, no tan lujoso como el del lago termal, pero, para mí, infinitamente más atractivo.
A mi madre también le gustaba más. Era amiga de los dueños y recibía un trato familiar y particularmente cariñoso.

Mis motivos, claro está, eran de otra índole: largos paseos hasta su insólita piscina de agua templada y fondo cubierto de verdín (en cuyo extremo más alejado no era inusual encontrar alguna que otra rana e, incluso, cabía la posibilidad de toparse con una culebra de agua); juegos con ciclistas de plástico o indios y vaqueros en el sombreado jardín triangular, de hipotenusa paralela al arcilloso río; espectaculares judías estofadas a la hora de la comida, y tortilla francesa con una loncha de jamón, acompañada de un vaso de leche con Cola-Cao para la cena; excursiones por los solitarios montes que se alzaban, cuajados de fósiles marinos y evasivas palomas, frente a la ventana de nuestra habitación... y fiestas locales con banda de música y permanentes comparsas de gigantes y cabezudos recorriendo el pueblo.

Pese a todas estas insólitas diversiones para un chico de ciudad, el momento más especial era el de la visita vespertina al Casino, acompañando a mi madre. 
Su terraza se abría frente al parque a través de la ya mencionada escalera de piedra, flanqueada por cuatro estatuas clásicas semidesnudas que contribuían, con su silenciosa presencia, a definir la muy particular atmósfera percibida por los veraneantes que disfrutaban del ambiente lento y decadente del lugar. Unos cuantos veladores de mármol (nunca me parecieron muchos) y sus correspondientes asientos de mimbre, repartidos con relativa displicencia, daban servicio a clientes un tanto distraídos y poco pendientes de sus cafés o refrescos. Era evidente que no estaban allí para saborear sus bebidas ni para escuchar a los cuatro músicos que solían amenizar rutinariamente las adormecidas tardes. Estaban porque era lo que se esperaba de ellos... casi podríamos decir que por principio.

Ese ambiente me fascinaba. Me sentía transportado a Vichy, a Bath, a Baden-Baden... sitios que yo nunca había visitado, pero que tenía grabados con nitidez en mi imaginación juvenil.
¿De qué hablaría mi padre con sus amigos en su otro casino, el de Madrid? Porque mi padre nunca se quedaba en aquel balneario con mi madre y conmigo, él nos llevaba y nos recogía al final de nuestra estancia. Y a mí me constaba que él acudía cada tarde al Casino de la Unión Mercantil e Industrial de la Gran Vía madrileña. ¡Todos los días! En invierno y en verano (sí, también en otoño y primavera). Una tertulia diaria y eterna. ¿Había tema de conversación para tanto tiempo?
Por el contrario, mi madre no hablaba con nadie. Ella leía... escribía. Apenas saludaba, con educación, pero transmitiendo claramente con su lenguaje corporal que no estaba dispuesta a más. Yo me tomaba mi refresco y desaparecía en aquel laberinto de caminos arbolados y senderos que bordeaban el, para mí, misterioso lago, repleto de barbos bien alimentados.
Vivía cien aventuras diarias y, por la noche, escribía largas cartas a mis alejados amigos contando, al detalle, cuanto había discurrido por mi vida... o por mi mente.

La otra pregunta que no dejaba de hacerme era por qué los escalones del Casino eran siete.
Siete fueron los sabios de Grecia, los enanitos de Blancanieves, los brazos del candelabro del templo de Jerusalem...  
Lo pregunté, pero nadie supo darme una respuesta.

Hoy, tantos años después, sigo estando convencido de que hay una razón. Aunque es probable que ya no viva nadie que la conozca. ¿Estará escrita en algún sitio?
Siempre pienso que tuve mucha suerte de conocer el Casino en aquellos años. Tuve suerte de subir y bajar esos siete escalones muchas, muchas veces.
La suerte es rara. Y la vida está llena de misterios. Misterios como el de los siete escalones del Casino. Creo que me moriré sin haber llegado a descifrarlo.

Claro que tampoco sabré nunca de qué hablaba mi padre, todas las tardes, en su inalterable tertulia del otro casino. Por cierto: jamás conocí a sus amigos.

sábado, 14 de septiembre de 2024

L'éternelle jeunesse de Marguerite Dubois

El título está en francés porque me ha parecido oportuno mantener el original de la novela.

Cuando cayó en mis manos, debo reconocer que me interesó desde un primer momento. Como es normal, antes de comenzar su lectura pensé en Dorian Gray. Sin embargo, pronto me di cuenta de que esta extraordinaria historia contaba algo completamente distinto.

En nada se asemeja el caso de Marguerite Dubois con el del relato de Oscar Wilde. Lo asombroso de Marguerite es que sí envejecía, pero de una manera tan sorprendente que seguía transmitiendo hacia los demás una extraordinaria sensación de juventud capaz de desconcertar a cuantos trataban con ella.
La novela está tan bien escrita que, a pesar de no mostrar imagen alguna (o, tal vez, por eso mismo), consigue crear en el lector la nítida impresión de estar viendo a una mujer que, pese al paso de los años, hacía compatibles todos los rasgos de su edad real (tanto físicos como psicológicos) con los de una chica eternamente joven.
Y no era solo una cuestión de belleza (que también), sino de todo el conjunto. Así, superados los setenta años, cuantos se relacionaban con ella sentían (es más apropiado utilizar este verbo) que estaban con una persona absolutamente joven.

Cierto es que todos hemos conocido casos de hombres y mujeres mayores que conservan muy presentes algunas facetas juveniles. Del mismo modo, sabemos que hay niños que ya parecen viejos. Pero lo de Marguerite era algo muy particular. Su permanente personalidad joven no adolecía de las habituales inconsistencias propias de una edad inmadura, todo lo contrario: Marguerite iba asimilando, con naturalidad, la experiencia, el conocimiento y ese extra de talento que van incorporando, con el paso de los años, las personas inteligentes. Y, a pesar de ello, seguía irradiando juventud.

¿Cómo poder describir todo esto (un gran contrasentido, en apariencia) con palabras que lleguen al espíritu del lector? Dumas lo consiguió (se me había pasado decir el nombre del autor). Sin la menor duda, se trata de su novela menos conocida, y muchos dicen que no es suya. Yo estoy seguro de que sí lo es. Es curiosa la insistencia del escritor en contarnos que, en realidad, no se trata de una novela, sino de una biografía. Si es verdad, aún resulta más extraordinario.

A un buen número de hombres les asustaría enamorarse de una mujer así. A mí no. De hecho, me parece casi imposible no enamorarse de ella. 
Otra circunstancia notable es que el libro está inacabado. Unos creen que Dumas lo abandonó porque no sabía cómo terminarlo. Otros, los más acertados en mi opinión, piensan que, en realidad, se trata de una historia que no tiene final. Yo estoy convencido de que esto es lo que nos quiso transmitir Dumas: si se terminaba, no era eterno, y, entonces, entraría en directa contradicción con el propio título (que, para mí, nada tiene de casual).

¡Lo que hubiese dado por conocer a Marguerite Dubois! Yo me siento un niño y, quizá, le hubiese gustado. Pero, claro, mi niñez, aunque consistente, no es eterna como su juventud.
Me tendré que conformar, en lo que me quede de vida, con esos versos de Gustavo Adolfo que nunca puedo desterrar de mi mente:

Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible;
no puedo amarte. –¡Oh, ven: ven tú!

sábado, 24 de agosto de 2024

Las avispas

Nunca le habían preocupado las avispas. 

En realidad, le hacían gracia esas personas que tanto se asustaban cuando alguna avispa aparecía en escena y zumbaba junto a ellas. Él, en ocasiones, incluso llegaba a cogerlas, sujetándolas con el índice y el pulgar, de esa forma particular y segura que, años atrás, le había enseñado su buen amigo Monteverde en la pintoresca localidad de Èze, mientras ambos observaban el intenso azul del Mediterráneo.

—Las avispas no pican —solía decir—. Solo se defienden cuando se sienten en peligro.

Pero era inútil: la gente seguía haciendo aspavientos histriónicos siempre que las insistentes avispas (porque pesadas sí son, eso hay que reconocerlo) se acercaban en busca de comida, alarmando a los, hasta entonces, tranquilos comensales.
Porque esta es otra de las habilidades de las avispas: surgir de la nada, al instante, cuando hay algo comestible sobre la mesa. Y no es la única. También tienen una que es particularmente pintoresca: ser más frecuente su presencia en esos lugares de especial belleza y aparente serenidad veraniega (belleza que suele quedar perjudicada de inmediato, y serenidad que se ve truncada y sustituida por un ambiente tenso y desagradable, caracterizado por esos frecuentes y violentos gestos nerviosos de quienes tanto se alteran con su presencia).

Hay muchos tipos de avispas, claro está. Y no todas vuelan... aunque la mayoría sí tiene esa costumbre de acercarse y alejarse, de forma sistemática, cuando olisquean algo interesante.

Él, desde muy joven, se había dado cuenta de que debía desprender un aroma 'interesante', porque estas otras avispas (las que no visten a rayas amarillas y negras) merodeaban, con frecuencia, a su alrededor. Pese a no ser lector asiduo de Aristófanes, sabía que le pasaba como a Filocleón: atraía a las avispas.

—Un día recibirás un buen aguijonazo —le decían sus compañeros, ante tanta temeridad—. Las avispas no son de fiar.

De nada servían estas advertencias: no dejaba de juguetear con ellas cuando se le acercaban. Lo que para otros era incómodo, parecía ser divertido para él.
Ahora bien, nadie llegó a considerar nunca la posibilidad de que, por poca preocupación que le causaran, iba a ser capaz de tener una avispa como mascota.

—Lo hago para que os deis cuenta de la realidad —explicaba a sus amigos—. No son peligrosas en absoluto.

Tuvo otras avispas favoritas antes, es cierto, aunque, cuando alguien le habló de la Vespa columbinia se encaprichó de ella y no paró hasta conseguirla. No estaban siempre juntos (las avispas son muy suyas y nunca renuncian del todo a su independencia), pero ambos parecían disfrutar de su casi constante compañía. 

Desde luego, a sus amigos no les gustaba nada la relación tan intensa que se fue creando entre uno y otra, por lo que (con la debida prudencia, eso sí), le recriminaban su favoritismo por la 'himenóptera', como ellos la llamaban. 
Fue un empeño estéril. Ni siquiera cuando descubrieron que el veneno de la Vespa columbinia tenía peligrosas (y muy diferentes al del resto de las avispas) características, transmitidas no solo a través del aguijón, sino por diversos órganos, pudieron convencerle de que se alejase de ella. 

—Aquí pone que su veneno es adictivo, adormece los sentidos y tiene propiedades alucinógenas —leyeron sus atribulados amigos de un manual titulado 'Sorprendentes venenos naturales'.
—¿El del aguijón? —preguntó él.
—No, el otro —respondieron, preocupados—. El del aguijón es mortal.
—Ella no me picará —fue su categórica contestación—. Me lo debe todo a mí. Yo le he dado una nueva vida.

Y, así, la Vespa columbinia siguió revoloteando junto a él durante mucho, mucho tiempo. 
Hasta que un seis de septiembre de un año cualquiera le clavó su aguijón en el pecho, justo a la altura del quinto espacio intercostal.

Sus amigos jamás se repusieron de ese golpe.