lunes, 29 de agosto de 2016

Los arrayanes

Solo cultivaba mirtos. Durante un tiempo, había estado enamorada de los laureles, pero Ingrid se había volcado luego en el cuidado de esos arbustos, al que estaba dedicada en cuerpo y alma.
Tal vez fue porque, hace muchos años, visitando Granada, alguien le regaló un libro de Washington Irving. O porque pensó que las coronas de hojas de mirto lucían mejor en las sienes de los triunfadores que las de laurel... no está claro el motivo, pero se había pasado a los arrayanes.

Porque a Ingrid le gustaban mucho los triunfadores. Tanto que, cuando un ganador habitual dejaba de serlo, caía en desgracia en el afecto de Ingrid.
Ella se llamaba así porque, cuando nació, la famosa actriz sueca ya había dejado de ser una belleza juvenil y su padre quiso pensar que su hija sería tan bella como Bergman y podría devolver al mundo su mirada, iluminando de nuevo las ilusiones humanas con el destello de su sonrisa.

No iba descaminado, porque la nueva Ingrid era guapa. No tanto como su tercera hija (a la que llamó Greta), pero tenía más ambición que ella, lo que la colocaba en una posición de ventaja (y, a la vez, de mayor riesgo). Pero dejemos estos circunloquios y volvamos al tema que nos ocupa.

Es muy cierto que Ingrid recelaba un poco de determinadas virtudes mitológicas del mirto, así como de alguna de sus simbologías (muy en especial de las transmitidas por Plinio y Ovidio, relacionadas con la fecundidad y la fidelidad) y, desde luego, estando a favor de su relación con Venus o Afrodita, prefería olvidar esa vieja costumbre romana de azotar a las mujeres con ramilletes de arrayán en las festividades de la diosa Bona Dea.

Pese a todos estos inconvenientes, cumplida una edad, se concentró en el mirto.
Flores, hojas y frutos abundaban a su alrededor, y sus jardines y terrazas contaban con estanques enmarcados por arrayanes. 
Desde que había leído a Irving, Ingrid se consideraba heredera natural de Lindaraja y renegaba de su turbulento pasado erótico-sentimental, tras haber arrancado sin piedad los laureles para sustituirlos por sus nuevos arbustos sagrados.

Arrinconado el laurel a esporádicos aliños culinarios, Ingrid dio todo tipo de usos al mirto. Ella misma se coronaba con sus hojas y flores durante los íntimos ritos a los que se sometía mientras observaba la puesta del sol desde la terraza principal de su casa, saboreando una infusión hecha con el aroma de sus azules frutos.

Lo que Ingrid ignoraba era que, a lo largo de la historia, todos los que se entregaron a la adoración de los arrayanes habían acabado vencidos por la furia de la soledad, esa monstruosa hidra del destino de la que tan difícil resulta escapar cuando se escarnece la lealtad. Se lo advirtieron, pero ella no quiso escuchar. Y un veintinueve de agosto cualquiera (el año es lo de menos), los mirtos se secaron y aquellos que fueran verdes setos de arrayanes se convirtieron en sombras ennegrecidas, semiocultas en los mustios collados del olvido, como las ruinas de Itálica.

Entre sus restos, ya secos y polvorientos, volvieron a crecer, despuntando con la primavera, unas nuevas hojas de laurel que, con el tiempo, acabarían cubriendo por completo el recuerdo de Ingrid, a la que también llamaban María.

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