miércoles, 4 de diciembre de 2019

Nevermore/Rosebud

No parece probable que lleguemos a conocer el verdadero significado de 'Rosebud'. Y eso, a pesar de que casi todos tengamos algún rosebud escondido en nuestra niñez.

Ni Poe ni Welles quisieron descifrar sus mensajes más ocultos... pero nos dieron muchas pistas para ello. Cuervos que nos hablan en la noche o trineos perdidos en las nieves de un tiempo pretérito, son elementos habituales en esos sueños que confunden el final del invierno con el principio del otoño.

"Nevermore", se dijo a sí misma aquella serpiente emplumada que nunca quiso adentrarse en las ruinas de su fallida civilización. Y no es que el dios de la lluvia llorase sobre ella, no. Fue porque la fórmula de la ambición está repleta de complejas derivadas.
Ella aspiraba a un triunfo imposible, absoluto, que estuviese por encima del bien y del mal (sobre todo, del mal, ya que el bien lo consideraba parte indisoluble de su patrimonio vital).
Pero no podía ser: no es posible despreciar al destino, maltratando sin piedad cuanto nos ofrece. Y ella, claro está, aceptaba todo lo que venía edulcorado (no azucarado, desde luego, por motivos obvios) y lo destilaba para producir inestables efluvios delirantes.

Aquella quetzalcóatl de plumas nacaradas, hija de la oscuridad y lo invisible, no tenía más rosebud que su orgullo desmedido, fruto de su amor por la belleza efímera y la soberbia duradera.
Sostenía que era preciso odiar cuanto se quería, ya que solo odiando los propios deseos se alcanzaba esa ascética frialdad que permite, a quien la consigue, permanecer inmune a los sentimientos, fuente inagotable de las debilidades humanas.

Y, siguiendo fielmente estos principios, llegó a la cima. Desde allí, encaramada a esa cumbre desolada a la que Mussorgsky pusiera música, observó el aquelarre que le ofrecía la vida sobre la que había edificado su victoria.


Un lector inadvertido y bien intencionado, que hubiese llegado hasta este punto de la historia, podría suponer que estas líneas tratan de exponer el relato de una ambición incontrolada, con final triste para su protagonista. Sin embargo, estaría en un error, en un grave error.
Los orígenes se olvidan (como los sueños) con extrema facilidad. Y no solo se olvidan los malos, sino, también, los buenos. Olvidar los buenos orígenes produce unos efectos insospechados en el individuo. Así, que la memoria de un cuervo que fue alondra sea frágil tiene tanta utilidad como que las plumas de una quetzalcóatl no acepten reconocer que el cuerpo que cubren es el de una serpiente. Ambas fórmulas de olvido son eficaces.

En el caso que nos ocupa, sería razonable dejar a un lado esas ideas, un tanto trasnochadas, que nos inducen a pensar que, en última instancia, el bien acaba venciendo al mal. Del mismo modo, es conveniente revisar nuestros prejuicios sobre los límites de lo bueno y lo malo en el propio comportamiento humano. Y, ya no digamos, en todo lo que se refiere a la ética de las serpientes emplumadas. Este último aspecto es fundamental, pues cualquier experto en la cultura mexica nos hablará de la dualidad de esta deidad, una dualidad inherente, también, a la condición humana, limitada por las condiciones de su cuerpo (la serpiente) y dotada de elementos espirituales (las plumas).

No es de extrañar, pues, que la nuestra (humana, pese a lo que ella piense), se repita, una y otra vez: "¡Nevermore!". Es una forma, como otra cualquiera, de renunciar a la serpiente de su estilizado cuerpo e invocar, tácitamente, a esas plumas blancas que le otorgan valores divinos. Puede que una de esas plumas, la más sencilla y sedosa, sea su 'Rosebud'.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Detrás de Notre-Dame

Aquel año, el invierno estaba llegando a París antes que otras veces.
Apenas había comenzado noviembre y ya había nieve en las calles. Y no es que a Pierre le importase mucho que así fuera, porque ya hacía mucho tiempo que no disfrutaba con las bondades de la primavera y casi prefería la temprana oscuridad de la noche otoñal a aquellas luminosas tardes de los meses templados o calurosos... ya perdidas en una memoria cada vez más perezosa.
Y es que la vida de Pierre cambió radicalmente un día de septiembre. Lo que le sucedió fue tan extraordinario, increíble y, sobre todo, triste, que ya nada pudo ser igual desde entonces.
Eso había ocurrido muchos años atrás, lo que no impedía que las costumbres cotidianas de Pierre siguieran siendo poco sociales, como consecuencia del incomprensible acontecimiento que tanto había influido en su opinión del mundo que le rodeaba. Ni siquiera le gustaba mucho salir de casa y, menos aún, hablar con extraños.

Sin embargo, esa temprana nevada de noviembre le había impulsado a salir y dar una vuelta por unas calles más solitarias de lo habitual. Y, paseando, llegó hasta ese pequeño café junto al parque que hay detrás de Notre-Dame, a pocos metros del puente que une la isla de la Cité con la de San Luis.
Dudó en entrar, entre otras cosas porque Pierre no se daba cuenta del frío húmedo que, a esas horas de la tarde, ya se dejaba sentir con fuerza cerca del río. Pero una figura femenina, envuelta en un largo abrigo de pelo de camello, se paró frente a él en la esquina y, tras una levísima vacilación, entró en el local.
Veinte largos y pesados años cayeron de golpe sobre los hombros de Pierre: ¡Era ella! 
Las dudas de Pierre se disiparon y fueron sustituidas por el recuerdo instantáneo de esa canción que estaba tan de moda en esos días... la de Nicola di Bari.
Así que, acelerando el paso, se encaminó hacia la calle del Cloître Notre-Dame para emprender el camino de vuelta a su casa. No quería volver a verla. 

Un minuto después, Pierre estaba dentro del pequeño café. Alguna extraña fuerza le había impulsado a entrar. Ella estaba sentada en una mesa del fondo, de espaldas a él y mirando hacia el exterior por la ventana que tenía delante. 

—¿Qué le sucede, señor? —le preguntó el camarero—. Tiene la frente manchada de sangre.

Pierre se llevó la mano a la frente y así era: estaba sangrando.
Desconcertado, fue al lavabo y se miró al espejo. Se limpió y comprobó que, aparentemente, no tenía herida alguna. No comprendía de dónde había salido esa sangre.

Al volver a la sala, ella ya no estaba. Sobre la mesa vio un billete de cien francos. En su borde podía leerse: "A cuenta de la vida que te debo". Era su letra, no había duda. Pierre cogió el billete y se lanzó a la calle. 

—¡Marie! —gritó—. ¡Marie!

Pero la calle estaba vacía. Un solitario coche, aparcado junto a la acera, y, enfrente, un poco más abajo, una hilera de otros vehículos estacionados. Miró hacia atrás y el puente también estaba desierto. Todo estaba igual que antes de entrar al café. La única diferencia era que ahora Pierre sí sentía frío, mucho frío.

Bajó, andando sin prisa, por la calle del Cloître Notre-Dame y, al llegar a la altura de la catedral, se cruzó con una mujer de rasgos gitanos que sujetaba un bebé en sus brazos. Pierre no esperó a que le pidiese nada, ni siquiera a que extendiese su mano solicitando alguna limosna. Fue él quien le ofreció el billete de cien francos y senza mai guardarla negli occhi, se alejó cantando para sí:

Il cuore è uno zingaro e va...

lunes, 11 de noviembre de 2019

Amores subjuntivos

Amar es uno de esos pocos verbos en los que el subjuntivo es más frecuente que el indicativo. Puede que sea una pena, pero es así. 

Amar, lo que se dice amar, se ama poco. Pero ame, amara, amase o hubiese amado, tienen una permanente vigencia en el comportamiento humano.
Sin embargo, es un verbo que se conjuga mal en el lenguaje habitual y mucho peor en el pensamiento. Se abusa mucho de un indicativo 'de boquilla' (a veces, incluso, sin mala intención), cuando casi siempre expresa un proceso o estado (no digamos ya una acción) que no pasa de ser hipotético, dudoso o posible. Y, en ciertas ocasiones (las menos), deseado.

El modo indicativo se supone que expresa hechos reales, situaciones verdaderas; algo que se produce de forma incierta en un gran número de ocasiones, si es el verbo amar el que estamos utilizando.
Bien es cierto, eso sí, que suele usarse con propiedad (aunque no se expresa, porque no queda bien) en el modo reflexivo. En este caso, predomina la primera persona del singular del presente de indicativo. Y esta realidad no deja de ser curiosa, ya que 'amar' no es, en principio, un verbo de naturaleza intrínsecamente reflexiva, como 'despertar', por ejemplo.

Sea como fuere, muchos se aman a sí mismos. No es algo que, sea malo, desde luego, pero si el amor se termina aquí, puede que no esté funcionando bien del todo.
Las madres son una excepción generalizada a este problema, ya que todas (o casi todas) aman a sus hijos. Claro que es un caso relativo, porque los hijos no dejan de ser una extensión de los padres (y, en particular, de la madre). Creo que no cuenta en el proceso de estas consideraciones.

En el terreno de las relaciones entre ambos sexos, aparte de las paterno/materno-filiales, el subjuntivo del verbo amar se impone por amplia mayoría. El indicativo escasea tanto que obliga a que la forma reflexiva, antes mencionada, sea utilizada, a veces, como paliativo. Y dice un célebre filósofo que su uso es diferente en masculino del que es más común en femenino.
–No me ama –piensa ella con más frecuencia.
–Me ama –se dice él a sí mismo.
Si el famoso filósofo acierta, podríamos pensar que la primera frase refleja inseguridad y la segunda, lo contrario.
Pero no siempre es así. Todos conocemos situaciones en las que la negación sirve para justificar un uso subjuntivo continuado del verbo amar. La forma negativa de la tercera persona del singular del presente de indicativo, utilizada con el pronombre personal 'me', proporciona un abanico de posibilidades subjuntivas casi ilimitadas.
Y también sabemos de muchos que se repiten, a ellos mismos, la segunda frase para reafirmar su maltrecha autoestima (situación que suele estar muy mal vista entre los hombres).

De una forma u otra, podemos concluir sin temor a equivocarnos que el uso reflexivo del verbo amar (y el de sus sinónimos) es muy socorrido. Asimismo, es evidente que su forma subjuntiva sustituye con éxito a la indicativa, hasta tal punto, que reemplaza, en la práctica, incluso a su descripción académica convencional.

–¿Me quieres? –preguntó él.
–Sí... subjuntivamente, claro –respondió ella.

sábado, 26 de octubre de 2019

Poupée de cire

Asistía al espectáculo desde la última fila del tercer piso. La distancia al escenario y la perspectiva de su punto de vista contribuían, sin duda, a esa percepción de irrealidad que suele acompañar a quienes observan la luna a través de un telescopio. Pero no era solo eso. Algo había dentro de él que le hacía sentirse ajeno a lo que sucedía allí abajo.

Y cuando ella salió a escena, esa sensación se hizo aún más fuerte. Allí estaba Ruth: sonriendo mecánicamente a su público; saludando al mundo con la mano; insinuando, incluso, un ligero baile...
Su cada vez más rubia media melena apenas se movía, pese al balanceo; y sus gafas de atrezzo (de marca cara, pero atrezzo, al fin y al cabo) protegían su mirada del riesgo de esa contaminación visual que siempre temen algunas mujeres que se consideran divinas o, cuando menos, estupendas.

Paul, desde su butaca de la última fila del tercer piso, la miraba, con intención de sentir algo, una mínima emoción, cualquier cosa digna de ser tenida en cuenta. Pero solo notó una ausencia difusa, apenas sensible. Y es que, a veces, no se siente ni el vacío.

¿Cómo era posible eso?, se preguntó Paul. Sin embargo, la segunda vez que Ruth subió al escenario, comprendió que la veía con la enajenación anímica de quien mira a un maniquí de escaparate. Esa misma tarde, Paul se había detenido ante la gran vitrina de una exclusiva tienda de Bond Street y esas elegantes y delgadísimas muñecas, cada vez más estilizadas y andrógenas, que decoran las principales calles en las que se concentra la moda de lujo, le habían generado la misma leve desazón que ahora parecía ocupar su pecho. Ni siquiera sentía nada. 

Es normal, por tanto, que Paul estuviese preocupado (no muy preocupado, claro, pero sí un poco preocupado). No sentir nada cuando ves a una persona que, supuestamente, ha tenido un papel significativo en tu vida tiene, al menos, algo de reconfortante ("Antes la odiaba, pero ya no siento nada por ella" o "La quise mucho y ya no significa nada en mi vida", son alternativas razonables que suelen ayudar mucho a estabilizar anímicamente a quienes así lo experimentan). Por el contrario, tener una sensación de enajenación sensitiva es un tanto alarmante.

Analizándolo (sin ningún entusiasmo, por cierto), llegó a la conclusión de que se había puesto triste al ver a Ruth actuando en una dimensión diferente a la suya, perteneciendo a una clase de la que él mismo fue parte y que ya no era la suya. Este razonamiento le tranquilizó un poco (no mucho, la verdad), pero su teoría se vino abajo cuando al salir del teatro (lo único que Paul tenía claro era que todo aquello era una gran comedia humana, de la que él ya no quería formar parte) se encontró con Juana, con Eva, con Esther... y charló animadamente con ellas, sin que su imaginaria melancolía hiciese acto de presencia en ningún momento. No, Paul no tenía tristeza alguna. Habló con unos cuantos amigos más, con la normalidad de siempre, y se fue a casa dando un tranquilo paseo.

Ruth, en su empeño por triunfar sobre la vida, sobre el tiempo y sobre sus propias emociones, se había convertido en una muñeca de cera. Una de esas que cantan, sin la música que Gainsbourg regaló (es un decir), en su día, a France Gall. Cantan sin música, para que otras muñecas, sobre todo las de chiffon, bailen al ritmo que ellas les marcan. 
Y danzan, como los malditos de Sydney Pollack, llevando sobre sus hombros el peso del mundo que a cada uno le ha tocado vivir (digo 'uno' y no 'una' porque, sin duda, hay tantos muñecos de chiffon como muñecas). Pero eso a Ruth no le pasa, a las de cera no les pasa. 

Mientras tanto, Paul, sentado ya para siempre en su butaca de la última fila del tercer piso, seguirá sin saber por qué cada vez que vea a Ruth sonreír sobre un escenario no será capaz de sentir. Ni siquiera, de no sentir nada.

jueves, 21 de marzo de 2019

Dulcísimos venenos

La eficacia de los venenos suele variar con la estación del año. Es un fenómeno poco conocido porque casi todos los que dedicaron mucho tiempo a su estudio han fallecido por causas un tanto confusas.

–Muerte natural –dijo el profesor Pavlovsky, tras examinar el cadáver de su compañero, el doctor Hassler, que permanecía tendido sobre el suelo de su laboratorio.
–¿Cómo lo sabe, profesor? –inquirió Frida, la ayudante de ambos, con su característico acento del sur de Hessen, que tanto desagradaba a Pavlovsky.
–Es obvio, Frida –respondió el científico–, no cabe otra interpretación posible. Encárguese de que se proceda a la incineración del cadáver a la mayor brevedad. Hay que evitar cualquier riesgo.

Escenas como esta se repitieron, durante décadas, en diversos centros de investigación toxicológica de reconocida reputación, como el JRJ28 o el Brasilave, en los que, a lo largo de los años, se estudiaron los efectos de diversas sustancias, así como las consiguientes y sucesivas reacciones psicosomáticas producidas por ellas.

Se constató, sin el menor margen de duda, que, en invierno, determinado tipo de té, aromatizado con el extracto de una rara variedad de una subfamilia de las fabaceae, concretamente, la que conocemos vulgarmente como mimosoideae sensitiva (no confundir con la pudica), era capaz de producir un veneno de cualidades tóxicas tan singulares que llevaron al cierre de los centros en los que se practicaron los experimentos, provocando la dispersión de los recursos y el consiguiente establecimiento de prácticas itinerantes, de difícil control y diagnóstico. 
Bien es cierto que, pese a la volatilidad de estos nuevos métodos, cuya fiabilidad clínica no pudo ser documentada correctamente, quedó claro que, en verano, la alcalaína alcanzaba niveles máximos de toxicidad, cuya aplicación sistemática resultaba casi tan nociva como la detectada en los venenos invernales.

¿Por qué estas categóricas conclusiones no llegaron a salir a la luz con la debida claridad?
Nunca se sabrá con seguridad, pero, desde un tiempo a esta parte, no han dejado de escucharse insistentes rumores relacionados con los poderosos lobbies químicos que controlan, a nivel global, la producción de arsénico, cicuta y cianuro, quienes hubiesen visto peligrar la hegemonía de un trust industrial más influyente que cualquier otro grupo de presión de los muchos que existen en el mundo actual.

Además, pensándolo bien, Pavlovsky tenía razón. Era, de todo punto, 'natural' que el pobre Hassler hubiese fallecido tras haber ingerido durante todo el otoño y parte del invierno, día tras día, la infusión de mimosoideae sensitiva que él mismo preparaba. Y la tomaba con gusto, porque no hay que olvidar una característica común a ambos venenos: tanto la mimosoideae como la alcalaína tienen un excelente sabor. Los dos son dulces (aunque nada empalagosos) y contienen un componente adictivo que es fundamental para consumar su letal eficacia. 
El primero te reconforta en invierno, proporcionando al organismo la energía física y el vigor anímico que la estación fría demanda; mientras que el segundo refresca mente y espíritu, a la vez que alimenta las habituales ilusiones del estío. Bien administrados, son infalibles.


Frida fue diligente en su labor. La ceremonia fue rápida y discreta. Y es justo reconocer que la expresión de felicidad que irradiaba el rictus de Hassler hizo más llevaderos los preparativos fúnebres.
Pavlovsky y Frida, únicos asistentes a la incineración, percibieron con claridad una ligera y dulce fragancia, desprendida de los restos del doctor Hassler durante la cremación. De hecho, Frida comentó, en voz baja:
–Huele a mimosas, profesor Pavlovsky.
A lo que él replicó, con la mirada perdida en el infinito:
–No, Frida, ese olor dulce que ahora sentimos viene de muy lejos... yo diría que nos llega desde aquella época en la que todavía creíamos que no había fuerza en el universo con suficiente poder para desbaratar los sueños. 
–Estábamos muy equivocados –murmuró, entre dientes, Frida.

Y el viejo profesor, inspirando lenta y profundamente aquel dulcísimo perfume que inundaba el ambiente, dio media vuelta y, encaminándose a la salida del crematorio, sentenció:
–Arroje las cenizas al Main y tómese la tarde libre. Mañana será otro día.

viernes, 1 de febrero de 2019

Una nariz perfecta

De nada sirve tener la nariz perfecta si no te llamas Livia.
Es cierto que esta afirmación suena un tanto categórica, pero no por ello podría dejar de ser cierta. Tampoco es suficiente este poco habitual hecho (el de tener la nariz perfecta) si eres una estatua de mármol.
En este segundo caso, el problema suele surgir con el paso del tiempo: mientras el resto de tu cuerpo tiene muchas posibilidades de resistir intacto a través de los años e, incluso, de los siglos, la nariz suele desaparecer de los rostros marmóreos de forma casi inevitable.

Pero, pese a ello, la nariz es importante. La tradición histórica asegura, por ejemplo, que si la nariz de Cleopatra hubiese sido un centímetro más corta, el devenir del entonces futuro Imperio Romano habría sido distinto. Yo lo dudo, porque no soy capaz de discernir la diferencia entre las reacciones de César y Antonio con respecto a la reina de Egipto, en función de esos diez hipotéticos milímetros.

El caso de la protagonista de nuestra historia, Livia, es distinto. Y lo es porque Livia, en contra de lo que (según dicen) le sucedía a Cleopatra, sí tenía la nariz perfecta.
Era, eso sí, lo único que tenía perfecto. El resto no lo era, aunque presentaba un conjunto muy atractivo a los ojos de la mayoría de los hombres. Algo, tal vez, sorprendente, si se tiene en cuenta que, por separado, cada detalle de su cara o de su cuerpo podrían haber desmerecido un todo que ofrecía, sin embargo, una aparente belleza que casi nadie discutía. El mundo no se daba cuenta de que esa armonía era exclusiva consecuencia de su nariz perfecta. Ella misma lo ignoraba y, si bien era más consciente de sus defectos que los demás, atribuía su éxito a otras virtudes (algunas de ellas alejadas casi un metro de su impecable apéndice nasal).

Livia siempre fue orgullosa, insensible, fría y soberbia. Su alma era blanca y dura (se decía que de Carrara), lo que nada tiene de positivo, ya que los espíritus buenos suelen ser cálidos, azules y, por supuesto, carentes de cualquier tipo de dureza mineral, por muy de Carrara que sea. 
Tampoco debe afirmarse, categóricamente, que Livia fuese mala. La maldad tiene, sin duda, algunos componentes objetivos, pero los criterios subjetivos suelen prevalecer en estos juicios de valor y resultan, cuando menos, comprometidos.

¡Cómo hubiese envidiado Cleopatra su nariz! Y puede que también envidiase la de la otra Livia. ¡Dos narices femeninas, enfrentadas por la lucha entre Antonio y Octavio!
Y, ahora, cambiemos el rumbo de estos comentarios porque nos podrían llevar a escribir una historia de narices, cuando, en realidad, deberíamos centrarnos en una sola nariz. Una nariz singular, divina... capaz de nublar la vista (y los demás sentidos) de quienes la miraban, hasta el punto de hacerles ver un espejismo, de inducirles a creer en lo imposible.

No era una nariz superlativa, como la que cantaba Quevedo, sino exacta, con las dimensiones justas y poseedora de esa proporción áurea que es expresión estética de la belleza más absoluta.

Livia vivió (no sin sobresaltos) bien de su nariz durante muchos años, hasta que el destino decidió que no era justo que alguien tuviera un salvoconducto permanente por el mero hecho de tener una nariz tan especial. Hubo otros, antes que Livia, que también quisieron disfrutar eternamente de las ventajas que su nariz les proporcionaba. Pinocho, Cyrano o la protagonista de 'Embrujada' habían abusado de su privilegio durante décadas o siglos, pero en algún momento, se les había terminado el crédito nasal. Livia no podía ser más que ellos. 
Así, no se sabe bien si por la fuerza del destino o por la de la miopía, Livia empezó un día a usar gafas. No se buscó unas gafas discretas, no, sino que eligió un modelo de gruesa montura, que, en otro tiempo, hubiese considerado absolutamente impropio. Y, de esta manera, su perfecta nariz adquirió una nueva utilidad: la de contrarrestar el efecto de la fuerza de la gravedad. Newton fue incapaz de rebatir la decisión de Livia y, en consecuencia, las gafas se mantuvieron firmes en la parte más visible de su rostro. Con ello, Livia consiguió desviar la atención del mundo, provocando una nueva percepción de su presunta personalidad, más acorde con el papel que había ya obtenido en la sempiterna comedia humana, esa en la que ella nunca había dejado de actuar. Ya no quería parecer atractiva y, merced a este pequeño disfraz, su perfecta nariz dejaba de hechizar a quienes pululaban a su alrededor. 
Por nuestra parte, pensamos que la inspiración para este habilidoso cambio le vino, con toda probabilidad, del ejemplo de Clark Kent, cuyas simples gafas (muy similares a las de Livia) habían sido, durante muchos años, eficaz engaño para que nadie pudiera reconocer en él al intrépido y generoso superhéroe del planeta Krypton (Luisa Lane sospechaba, pero nunca pudo demostrarlo).

Sea como fuere, yo no llegué a conocer a Livia, aunque me han hablado tanto de ella que casi la considero de la familia. Por eso, me afano en visitar con frecuencia a la otra Livia, la que está en el Museo Arqueológico, esa que nos mira desde su trono de diosa con grandes ojos y perfecto peinado, cubierta por un manto de elegantes pliegues. Es, con permiso de la Dama de Elche, la pieza más bella del museo y, desde sus dos mil años de divinidad, nos contempla (hoy en Madrid, ayer en Paestum) y nos habla de lo efímero de la vida. Ella, la primera emperatriz de Roma, conoce todas las debilidades humanas, sabe que el orgullo muere, que el poder decae y los placeres se extinguen. Y, también, que la soberbia es patrimonio de quienes usurpan la verdad y escarnecen la virtud. Ella lo sabe todo.

Lástima que haya perdido su nariz.

jueves, 10 de enero de 2019

Pourquoi me réveiller?

Paul W se despertó sobresaltado. Acababa de tener uno de esos raros sueños que se recuerdan perfectamente al despertar. Un sueño que le había producido una tremenda desolación. Sin embargo, pensándolo bien, no debería tener ese sentimiento, pues nada de lo soñado podía calificarse de inesperado... aunque él, mientras dormía y haciendo gala de un nivel de ingenuidad que solo se da en los sueños (y, tal vez, en algunos cuentos infantiles), no parecía estar preparado para ello, lo que no deja de ser curioso, porque no es habitual que en el universo onírico nos sorprendamos de algo que no nos extrañaría en la mal llamada 'vida real'.

Lo que Charlotte le acababa de confesar con una naturalidad escalofriante le paralizó el corazón y las arterias. Solo la sangre de las venas parecía mantener un lento ritmo de circulación, regresando casi helada hacia unas aurículas vacías, tan relajadas que carecían de fuerza hasta para albergar la fase más pasiva de un ciclo cardíaco que en su organismo empezaba a dar muestras evidentes de morbosa irregularidad.
Pero no solo se le había ralentizado el corazón. Paul W sentía un estado de parálisis generalizada que venía acompañada de ese hormigueo característico que todos notamos cuando un miembro se nos queda 'dormido' (con independencia de cuál sea el miembro adormecido al que podamos referirnos, esto sí parece apropiado para un sueño, hay que reconocerlo). 
La escena se desarrollaba en un lugar poco definido, pero tenía reminiscencias de un par de poemas. Al menos uno de ellos era de Juan Ramón Jiménez. El otro nada tenía que ver con el momento, aparte de la fotografía en blanco y negro que lo ilustra, claro está.
Pero estos detalles carecen de importancia. Lo fundamental es que Charlotte, por algún motivo difícil de precisar, empezó a dar unos pormenores de su pasado al bueno de Paul W que él no había solicitado y que, desde luego, no eran nada oportunos en unas circunstancias tan especiales como las del sueño, si bien es cierto que eran más especiales para él que para ella.

–No es bueno soñar –pensó, poco convencido.

Y hacía bien en estar poco convencido, porque el grado de bondad de un sueño no depende del hecho de soñar, sino de su contenido. Pero Paul W solo se dio cuenta de ello cuando fue consciente de que un soplo de viento, cargado de acentos primaverales, era lo que le había despertado. 
Todavía notaba en su rostro el frescor de esa brisa de primavera cuando, hablando con ella (con la brisa, no con Charlotte), le preguntó en voz alta:
–¿Por qué me despiertas? 
Lo hizo en francés, claro, porque Paul W era francés (sí, sus orígenes eran alemanes, pero él era francés). Ahora sí decía lo que sentía. Era evidente que la brisa de primavera no debería ir por ahí despertando a gente que hace muy bien en estar dormida... siempre y cuando no sueñe con cosas tan fuertes como la que él soñó aquella noche.

Charlotte no se lo contó riendo ni presumiendo de ello. Lo hizo con indiferencia, como si estuviese hablando de algo intrascendente, banal. Eran hechos de su aún próxima juventud (aunque a ella le pareciese lejana). No reparó en la impresión que tales revelaciones pudieran causarle a Paul W. Estaba claro que ella había actuado con la misma despreocupación con la que 'Dimtrich' arrojaba bombas a su paso (que era similar, como ya describiera Richmal Crompton, a la de la mayoría de las personas cuando tiran en la calle cerillas apagadas). Y a Paul W esas bombas le habían alcanzado de lleno, estallándole en plena noche, en mitad de su sueño.

El gran dilema de Paul W estribaba en que no quería soñar lo que había soñado, pero tampoco quería despertarse de su otro sueño, aquel en el que dormía feliz a diario, instalado sobre el regazo de una Charlotte que era la dorada playa de sus mareas, el lecho de estrellas vespertinas en el que las olas del recuerdo se fundían suavemente con las dunas del olvido.

Paul W cerró los ojos para escuchar mejor la romántica música de Massenet que resonaba en sus oídos. Y repitió para sí, antes de volver a dormirse para siempre:
Pourquoi me réveiller?

A lo lejos, un coro de niños entonaba una canción navideña...

domingo, 6 de enero de 2019

Hacia otros mundos

Lo habitual es dividir el mundo (en su sentido conceptual) en las ya tradicionales dos partes, que, en este caso, podríamos denominar 'real' e 'imaginario' (siendo esta segunda mitad susceptible de ser expresada en plural).
Los mundos imaginarios (usemos, directamente, el plural, pues casi todos los poseemos en este número) son dóciles con nuestros sentimientos, deseos, ilusiones, esperanzas, preocupaciones y miedos, por lo que nos relacionamos con ellos de una forma bastante bien organizada. Quiero decir con esto que nos alegramos cuando corresponde, nos emocionamos en el momento lógico y nos asustamos siempre que lo imaginado lo requiere. Son, por tanto, mundos sensibles a los estímulos adecuados.

No perturban mi ánimo los mundo imaginarios. Da igual que sean fabulosos, vulgares o surrealistas. La imaginación puede con todo y alcanza cualquier cota, por elevada o profunda que sea. El problema surge siempre con el mundo real. 

La imaginación debería servir, también, para hacerse una idea muy aproximada de cómo es este mundo (el real), pero no funciona con la eficacia que, en teoría, se le supone. Por alguna razón que yo no alcanzo a comprender, me cuesta mucho más trabajo interpretar el mundo real que cualquiera de los imaginarios, por muy estrafalarios que puedan llegar a ser en nuestras elucubraciones.
Tal vez solo me ocurra a mí, pero no hay día en el que no me encuentre inmerso en alguna situación cotidiana a la que no me sienta ajeno. Yo, claro está, me resisto a aceptar que soy el único espécimen humano al que le sucede esto, pero no descarto esta posibilidad. Sobre todo, ante la naturalidad con la que mis congéneres se desenvuelven en situaciones que a mí me resultan extrañas.

Pongamos un par de ejemplos.

Salgo a la calle con la intención de hacer unas compras de determinados productos (digamos, unos regalos) y sucesivas pesquisas me van llevando, de tienda en tienda, por unas calles no muy alejadas del centro. De pronto, me doy cuenta (como aquellos chicos que, tiempo atrás, se adentraron en un barrio sombrío, lleno de cieno y muy frío) de que nada de lo que me rodea parece posible en un entorno razonable...
Las calles están relativamente oscuras y poca gente circula por ellas. Veo fruterías que no parecen estar en el sitio adecuado; bares/cafés de corte posmoderno con pocos parroquianos; tiendas repletas de libros japoneses y peluquerías herméticamente selladas, cuyos cierres metálicos presentan académicos grafitis. Entre estos y otros comercios, de confusa percepción para mí (todos ellos tienen un halo de irrealidad controlada), se mueven mínimos grupos, más o menos dispersos, de personas demasiado normales como para andar por un barrio que resulta extraño hasta por su falta de rarezas: familias con niños de distintas edades; tipos sencillos mezclados con otros que bien podrían haber sido reclutados hace años para figurantes de una versión españolizada de La noche de los muertos vivientes; jóvenes sin ambición en la mirada y personajes automatizados que mezclan la prisa del futuro con la pausa de lo ya vivido.
Tras unas pocas ventanas, luces amarillas sugieren presencias inimaginables. A mí me dan la impresión de ser habitaciones vacías, de las que salió alguien que no supo apagar la luz, mientras que las demás, esas otras, mayoritarias y oscuras, que llenan las fachadas de los edificios, no parecen haber sido nunca encendidas.
Me siento atrapado en un submundo ajeno, que sería bien descrito por Galdós, si viviera en nuestros días.

En otra ocasión, aparecí, solitario, en una fiesta. Una banda de aficionados veteranos daba un concierto para un público entregado. Todos eran (o eso supuse yo) familiares o amigos. Eran muchos, y se conocían, no había duda a la vista de cómo se relacionaban entre sí. Coreaban las canciones y movían sus cabezas al ritmo de una música que, pese a no ser desconocida para mí, me resultaba imposible de identificar. Jóvenes y mayores se fundían en un correctísimo y moderado éxtasis que recordaba un tiempo pasado que nunca existió, pero del que cuantos allí se habían reunido participaban con prudente entrega y alegre algarabía colectiva. ¿Era verdad lo que allí sucedía? Podría serlo, aunque mi memoria me transportaba hacia los modestos decorados de Escala en hi-fi. 
Yo me repetía a mí mismo que ese mundo real no lo era... no podía serlo. Sin embargo, era más probable que yo fuese el irreal. Abandoné el lugar y anduve, sin rumbo fijo, por calles anchas y bien iluminadas. Me pareció oír a Adamo cantar en la distancia, pero era el viento, que soplaba con rachas intermitentes en aquella noche de otoño.


–¿Cómo es el mundo real? –me pregunto con frecuencia.
Y no sé responder a mi propia pregunta. Creía que el mundo real era otra cosa: el Ramiro de Maeztu, la piscina del Canal, Alhama de Aragón, una sociedad secreta, la calle de Fuencarral, mi familia, Villaverde de Trucíos (por Bilbao), la música de Françoise Hardy y Silvie Vartan, unos amigos eternamente jóvenes, Valeriano Pérez, un campo de fútbol embarrado, la voz del Sr. Pellico gritando tres veces por el patio "¡Pues que me oigan!"...

Pero estoy equivocado por completo. El mundo real no existe. O, si existe, es algo que no sé describir ni explicar, que no entiendo ni me parece que, verdaderamente, sea real. Es una calle rara, al anochecer, por la que extrañas personas deambulan en busca de algo desconocido para mí (y que, posiblemente, también lo sea para ellos). Algo que nunca encuentran y, por eso, no dejan de buscarlo.

Entretanto, sumido en mi persistente irrealidad, yo creo estar escuchando a Gigliola Cinquetti cantar en italiano 'La Bohême'.