viernes, 9 de mayo de 2025

Leonardo y el té

A Leonardo le gustaba mucho el té.
Tal vez le gustaba demasiado. A Lisa, sin embargo, nunca le había llamado la atención esa extraña bebida (así la llamaba), por la que nunca había mostrado particular interés. Pero Leonardo preparaba un té muy especial: un experto habría dicho que era una mezcla de variedades negras de India y China, todas ellas procedentes de cultivos de alta montaña, muy capaces de orquestar un sabor intenso y suave, al mismo tiempo. Lisa nunca había tomado (el té 'se toma', no 'se bebe') algo semejante.
—Siempre, a partir de las siete de la tarde —solía decir Leonardo—. Bajo ningún concepto se debe tomar antes.
Y, claro, a pesar de lo sorprendente de la hora indicada, Lisa lo aceptaba como si fuese una verdad de fe. Nadie podía discutirle a Leonardo sus, en apariencia, profundos conocimientos sobre el tema... aunque nunca se supo de qué fuente provenían. 

Fue, fundamentalmente, por eso (por el té) por lo que ella se enamoró de Leonardo. Y había intentado evitarlo por todos los medios, pero no pudo: el té de Leonardo superaba cualquier impedimento que tratase de resistirse a su fuerza incontrolable.
—El único té que me gusta es el que tú me preparas —afirmaba Lisa con frecuencia.
Era verdad. Incluso se comenta que jamás llegó a probar otros tés... excepto aquel en el Hyde Park Hotel, varios años después, aunque bien es cierto que eso fue un rito programado, al que ella se entregó sin resistencia.
—La clave del té —aseguraba Leonardo, haciendo énfasis en la palabra 'clave'— está en la intensidad. No en la de su sabor, sino en la del ambiente. Hay que tomarlo a media luz.

Sin embargo, había algo más. A veces estaba ese 'Humo de los barcos' (sí, escrito con mayúscula) que confundía los sentidos a deshoras. En otras ocasiones, menos aleatorias, era la música de Lucio Dalla en la voz de Pavarotti, seguida de la de otro Leonardo, las que trasladaban a Lisa hasta lejanos lugares (Sorrento, Manhattan, Berlín...), en viajes protegidos por la penumbra reinante e impulsados por el lento movimiento de una rítmica hélice horizontal.

Mucho tiempo después, cuando ya las hojas que habían crecido en lejanas laderas de montañas indias y chinas estaban olvidadas por el orgullo herido de Lisa, Leonardo supo, con absoluta certeza, que ella nunca le había querido de verdad. Lisa solo amó lo diferente, lo inesperado, la aventura de sentir sobre su piel el aliento de un viejo dragón que, como una leve y extraña brisa, parecía surgir de un mundo raro, más propio de un sueño de José Alfredo Jiménez que de alguien que viviera en la realidad. 
Ella también consideró preciso decir una mentira, así que lo hizo, sin titubear, ante propios y extraños. De poco le sirvió con ellos, porque, tanto los propios como los extraños, no creyeron sus palabras. Pero se conformó conque le sirviese a ella misma. Porque Lisa se creyó a pies juntillas.

Y así, Lisa vivió muchos años, alejada del té, de Leonardo... y de la verdad.

jueves, 1 de mayo de 2025

Tiempo

Hablemos del tiempo. No del meteorológico, que para eso ya están los ascensores... y los noticiarios de televisión cuando hay pocas cosas que contar porque estamos en pleno verano, en mitad de una ola de calor (de las de toda la vida, pero que ahora achacamos al cambio climático), sino del otro, del cronológico.

Yo vengo defendiendo la teoría de la elasticidad del tiempo desde que era niño, pero hace poco me dejó muy confundido un viejo amigo, con quien me encontré, casualmente, en plena calle, después de un montón de años sin habernos visto.
—¿Y a qué te dedicas? —le pregunté, tras los saludos y abrazos de rigor.
—Bueno... no sé muy bien cómo definirlo —respondió dubitativo—. Podríamos decir que soy fabricante de tiempo.

Mi tradicional y bien asentada seguridad en el tema, basada en esa antes mencionada postura personal sobre las muy flexibles dimensiones del tiempo, se tambaleó ante la respuesta de mi amigo.
No me atreví a manifestar, de forma inmediata, mi absoluta incomprensión del significado de sus palabras, así que me limité a comentar:
—Pues eso debe ser un gran negocio.
—No te creas —negó él, sin apenas inmutarse—. Yo fabrico tiempo, pero no sé cómo venderlo, así que solo puedo utilizarlo para mi consumo personal.

En cuestión de segundos, pasaron por mi cabeza, a la velocidad del rayo, múltiples pensamientos vinculados con la relatividad del tiempo, su inmaterialidad física, y otras diversas consideraciones relacionadas con la arbitrariedad de diferentes conceptos, incluido el del espacio, con el que, por algún motivo inconcreto, solemos asociarlo. 

—Bueno —volví a la carga, con las debidas precauciones argumentativas—... parece más difícil fabricarlo que venderlo.
—Nada de eso —fue su contundente réplica—. Como sucede con casi todo lo intangible, es muy complicado ponerlo en valor.
—Pero ¿cómo se fabrica? —interrogué abiertamente, dejando a un lado mi cautela anterior.
—Es sencillo: igual que se fabrica el espacio.

Si fabricar tiempo me parecía complicado, fabricar espacio (así, de forma abstracta) me resultaba casi inimaginable.
—El espacio no se puede fabricar —traté de replicar—. Está ahí. Como mucho, se puede acotar, rellenar, medir...
—No. El espacio está en constante movimiento. Por lo menos, el espacio en el que nosotros nos encontramos. Todos los movimientos, además, son relativos con respecto a algo. Y hay que tener en cuenta que ese algo, sea lo que sea, también se mueve, aparte de ser alterable, desde luego.
—Sí... claro, eso es muy cierto —medio razoné, sin estar muy convencido de mis propias palabras—, visto así...
—No hay otra forma de verlo. O, mejor dicho, de pensarlo. Einstein se quedó muy corto al expresar su teoría —fue la categórica conclusión de mi amigo.

Que el tiempo es una magnitud relativa me parece indiscutible. Siempre, en mis frecuentes discusiones sobre estos asuntos, he puesto el ejemplo de cómo en la antigüedad, cuando la vida de los seres humanos era mucho más corta, el tiempo se percibía más duradero, mientras que en nuestros días, disfrutando de vidas más extensas, nos falta tiempo para todo.
Expuse estas consideraciones a mi interlocutor, quien las aceptó sin la menor sombra de duda.
—Es que ahora tenemos demasiadas cosas —sentenció.
No supe qué añadir, por lo que él siguió con su explicación:
—Todo tipo de cosas. Cosas materiales, cosas que hacer, cosas imaginarias... unas y otras perjudican gravemente a nuestra percepción del tiempo.

Empecé a entender algo de lo que estaba diciendo.
—Entonces, ¿el problema es lo que nosotros percibimos? —me atreví a decir.
—Absolutamente. Lo que se percibe es mucho más importante que la realidad.
Y completó así su razonamiento:
—De hecho, nuestra realidad es lo que percibimos. A eso es a lo que yo me dedico.
—¿A qué? —pregunté, confundido de nuevo.
—A cambiar mis percepciones. Y, ahora, perdóname, tengo muchísima prisa y me he despistado con la alegría de encontrarte después de tantos años.
Me sorprendió que pudiera tener tanta prisa alguien que se dedicaba a fabricar tiempo, pero fue solo un pensamiento fugaz.
—Es verdad, muchos años —intervine—. ¿Cuántos han sido? ¿Quince? ¿Veinte?
—Depende —contestó—. Tal vez quince para ti y veinte para mí.

Y se marchó. 

jueves, 27 de febrero de 2025

SuperECOfragilisticoespialidoso

La palabra suena como una canción de Mary Poppins… pero es diferente. 
Aunque, al igual que nos pasa a muchos cuando escuchamos a Julie Andrews y Dick Van Dyke entonar aquella célebre melodía, yo me he sentido muy feliz esta mañana.

 

Observaba, con desasosiego, que la aguja que marca el nivel de combustible de mi coche se estaba acercando peligrosamente a esa posición, siempre perturbadora, que augura el encendido inminente de la luz que nos advierte que nuestro tanque pasa a la situación de reserva. Y, tras pensar (al igual que lo hacen la inmensa mayoría de los conductores en esta situación) en lo poco que dura hoy en día la gasolina (en mi caso, el diésel) en un depósito que ha sido llenado hace escasas fechas –lamentación seguida, de inmediato, de un instintivo exabrupto, impropio de una persona que, como yo, se considera a sí misma educada y prudente–, comenzó a invadirme un progresivo sentimiento de culpabilidad por considerarme cómplice de la degradación del medio ambiente, de la inestable sostenibilidad del planeta, del crecimiento desmesurado de la huella de carbono y, en definitiva, de mi negativa contribución a la ralentización del cambio climático. Solo pude evitar –con cierto esfuerzo mental, eso sí– sentirme causante directo de la deforestación del Amazonas… aunque debo reconocer que, fugazmente, asumí mi parte alícuota de responsabilidad en esa terrible hecatombe.

 

El hecho fue que me vi obligado a poner rumbo a la estación de servicio más próxima, con el fin de evitar males mayores. Y este cambio de dirección aumentó mi inquietud, pues sabía muy bien que la gasolinera más cercana era una, frecuentada por mí con más asiduidad de lo que me hubiese permitido un depósito de combustible más generoso y comprensivo que el mío, abanderada nada menos que por CEPSA (iniciales de Compañía Española de Petróleos, Sociedad Anónima), y decorada, al igual que todas las que ostentaban esa marca, con ese característico y llamativo color rojo (demostración, en otro tiempo, de una acertada táctica comercial, ya que el vistoso impacto que proporcionaba su presencia a los conductores, evitaba que pasase inadvertida a sus ojos) que, por algún extraño motivo, ahora producía en mi ánimo una cierta desazón. 

Sí, reconozco que mi incomodidad era un tanto absurda… irracional, tal vez, pero así era como me sentía.

 

Sin embargo, estaba completamente equivocado.

 

Nada más hacer el giro para salir de la autopista, surgió frente a mí la imponente mole de la estación de servicio. Pero ningún violento tono rojizo la envolvía. Por el contrario, aquel descomunal artificio, dotado con una enorme visera protectora de la docena de surtidores alineados a su sombra, se ofrecía ante mí, con su mastodóntica agresividad suavizada por una delicada combinación de azules, verdes y blancos, transmisores de una inequívoca promesa de respeto hacia el entorno… si bien, teniendo en cuenta que su emplazamiento estaba rodeado (siempre había estado así, desde luego) de asfalto, ladrillos y hormigón, nadie podía suponer que tan consistentes materiales precisasen de consideración alguna por parte de la empresa energética para su supervivencia.

 

Pero yo me alegré. Me alegré mucho.

 

En la ciclópea visera no había ni rastro del logotipo de CEPSA. Ni de ese símbolo, en forma de cruz, que podría augurar a los visitantes más pesimistas una futura necesidad clínica o, cuando menos, farmacéutica. Por el contrario, una especie de dolmen troglodítico sustituía a la ‘m’ (por supuesto minúscula, para no acobardar al personal) con la que comenzaba la nueva marca: moeve.

El nombre, hay que reconocerlo, sugería movimiento, pero las largas filas de automóviles que esperaban su turno para repostar sus respectivos combustibles no se movían… o, si acaso, lo hacían con evidente lentitud. Súper, gasolina normal, gasoil… uno tras otro, todos los vehículos (muchos con aspecto de ser más apropiados para circular por rutas rupestres, accidentadas, llenas de barro o, incluso, para vadear ríos que para llevar a los niños al colegio, estacionar en el centro de la ciudad o hacer la compra) llenaban a rebosar sus depósitos.

Esperé mi turno lleno de felicidad, cantando para mí una canción sorprendentemente similar a la de la famosa película de Walt Disney. A fin de cuentas, yo estaba tan contento como sus protagonistas, inmerso en aquel maremágnum de afortunado bienestar que descendía sobre la paciencia de los solitarios conductores (si les he calificado así es porque cada vehículo tenía un solo ocupante, detalle que no me llamó la atención por ser esa, también, mi circunstancia) desde la blanquiazul cubierta que, con iridiscencias verdosas, cuidaba de todos nosotros.

 

Pagué, casi sin darme cuenta del dineral que me había costado la broma, y salí contento de la límpida y ‘huxleysiana’ estación de servicio, camino de mi oficina en la Gran Vía madrileña, incorporando mi Range Rover al torrente de impetuosos automóviles que circulaban, frenéticos y ruidosos, por la autopista urbana.

 

¡Qué gran felicidad y paz interior se respiran cuando uno se siente parte de ese indomable y, ¿por qué no decirlo?, inconformista y rebelde espíritu ‘SuperECOfragilisticoespialidoso’ que salvará el planeta!

viernes, 27 de diciembre de 2024

El oro de Belén

La visita de los Reyes Magos a Jesús no está bien documentada. 
A lo largo de los siglos, sobre unas referencias imprecisas (y, a veces, contradictorias), hemos ido construyendo una historia, más o menos coherente, pero con muchas lagunas.
Es normal que sea así, ya que la mayoría de las fuentes de las que disponemos son muy posteriores al momento en el que sucedieron los hechos.

Esto es lo que nos cuenta Mateo, el único evangelista que da noticia del acontecimiento:
"Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempo del rey Herodes, unos magos que venían del Oriente se presentaron en Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle. Al oírlos, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo. Ellos le dijeron: En Belén de Judea, porque así está escrito por medio del profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel.
Entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos precisó el tiempo de la aparición de la estrella. Después, enviándolos a Belén, les dijo: Id e indagad cuidadosamente sobre ese niño; y cuando le encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarle. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y he aquí que la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría.
Entraron en la casa; vieron al niño con María, su madre, y, postrándose, le adoraron; abrieron luego sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra. Y, avisados en sueños que no volvieran donde Herodes, se retiraron a su país por otro camino”.

Mateo ni siquiera dice cuántos eran. Y, además, no olvidemos que, por muy pronto que escribiera su evangelio, tenían que haber pasado varias décadas desde el suceso.

Yo, no sin ciertas dosis de temeridad, he tratado de completar algunas lagunas, con una versión en la que, teniendo en cuenta muchos de los datos generalmente aceptados por la mayoría de los expertos, no parece disparatado creer.

Los magos mencionados por Mateo debieron visitar a Jesús en Belén... pero ¿cuándo? ¿A los pocos días de su nacimiento? ¿Si fue así, por qué Herodes ordenó matar a todos los niños menores de dos años?
Cierto es que pudo pasar algún tiempo desde el encuentro producido en Jerusalén entre Herodes y los ilustres viajeros de Oriente (¿Persia? ¿Babilonia?) y el momento en el que el rey comprendió que los magos le habían burlado, regresando a su país por otro camino... pero, ¿tanto como dos años? Parece demasiado, teniendo en cuenta la proximidad de Belén con la capital de Judea. En este caso, parece razonable deducir que, en el momento de la entrevista en Jerusalén, los viajeros no tenían muy claro cuándo había nacido el "rey de los judíos'. Eso sí justificaría la orden de Herodes.
La otra duda que nos surge, teniendo en cuenta esta segunda opción, es ¿por qué José y su familia se quedaron en Belén y no volvieron, una vez empadronados, a Nazareth?
Lo que sí parece obvio es que no volvieron, ya que, de haberlo hecho, hubiese sido absurdo huir a Egipto dede la lejana Galilea (atravesando, de norte a sur, la peligrosa Judea, con el iracundo Herodes por allí). Dirigirse a Egipto desde Belén sí tiene sentido, pues era alejarse de Jerusalén, viajando en sentido contrario. 

Y aquí surge, en esta breve historia, el tema del oro. Del oro de Belén. Porque los magos que venían del Oriente regalaron a Jesús mirra, incienso... y oro. Simbolismos aparte (hombre, dios y rey), si los tres presentes existieron, dos de ellos (incienso y mirra) eran perecederos. Pero, ¿y el oro? ¿Qué fue de él?
No encuentro explicación más razonable que esta: el oro fue utilizado para costear el viaje y estancia en Egipto, el posterior traslado a Galilea (Nazareth), y, tal vez, el sustento de la familia y los estudios (sin duda los tuvo, y buenos) del propio Jesús. 
Sabemos que José era carpintero, pero, como ocurre en todas las profesiones, los hay de muy distintos niveles. Yo entiendo que el nivel económico de la familia de Jesús era razonablemente bueno. Y apuesto a que el taller de carpintería de José (más tarde heredado por Jesús) era el mejor de Nazareth. Hasta el punto de haber intervenido con su trabajo, y de forma destacada, en las muchas e importantes obras de la cercana Séforis, capital de Galilea, 
En mi modesta (y, por supuesto, discutible) opinión, todo eso tuvo su origen en el oro de los magos del Oriente. Si fue así, toda la familia demostró tener buen sentido y obrar con prudencia y provecho. Bien administrado por José, Jesús y María, el oro que le trajeron los magos fue el soporte económico sobre el que se cimentó la economía familiar.

Jesús no fue pobre. Tampoco rico, aunque es más relevante constatar que no fuera pobre. Pero me quedo más tranquilo con esta explicación (apócrifa, lo reconozco) que me doy a mí mismo del juicioso gobierno patrimonial de la primera familia cristiana de la historia.

Sin embargo, hay un par de cosas que me descolocan.
La primera es esta, escrita por Mateo en su evangelio: "¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle" (sic). 
¿Por qué motivo, venían desde tan lejos unos sabios extranjeros para adorar al 'rey de los judios'? ¿Desde cuando se 'adora' a un rey (y menos a un rey de un reino que no es el tuyo)?
¿Seguro que dijeron eso los magos a Herodes?
Yo creo que o Mateo lo escribió mal (hubiera sido más lógico venir a adorar al 'dios de los judíos' que al 'rey de los judíos')... o los magos de Oriente tenían ganas de provocar a Herodes (hoy, en un lenguaje menos bíblico, diríamos 'de tocarle las narices').
Y le debieron 'pinchar' tanto como para que el energúmeno de Herodes (ya había matado a tres de sus hijos y a un par de sus esposas) organizase lo de los Santos Inocentes. 
Este es, precisamente, el segundo detalle que me llama la atención: Herodes ya estaba en las últimas (murió, según dicen, en el año 4 a. C., lo que sorprende hasta el punto de que eso indica que Jesús nació en el año 4, el 5 o el 6 a. C. –es decir, de él mismo–, pero eso lo analizaremos en otra ocasión para no liarnos con más explicaciones) cuando ordenó la matanza de Belén, por lo que es muy probable que no diera la orden por miedo a perder él su trono, sino pensando en su sucesor, Arquelao. A mí me da que Maltace, madre de Árquelao, tuvo algo que ver en la furibunda reacción de Herodes hacia los pobre niños de Belén...

Misterios de la Navidad. ¡Ah!, y otro día contaremos por qué se celebra el 25 de diciembre.

martes, 24 de diciembre de 2024

Regreso al futuro... o al pasado, en Fuencarral

Era la tarde del 24 de diciembre y, como cada año, la calle de Fuencarral se vestía de luces y ruido. Los escaparates se llenaban de todo tipo de tentaciones navideñas, el aire soplaba más seco que frío y, entre la avalancha de personas que bajaban apresuradas hacia la Gran Vía, abundaban gorros rojos de Papá Noel, bufandas de colores, y esa mezcla de risas nerviosas y miradas perdidas propias de las fiestas. Pero para Mala Estrella, Sang Freda y Paquito la Navidad era un asunto completamente distinto.

Mala Estrella, quien a sus 16 años aparentaba muchos más, reflejaba en su rostro el porqué de su nombre: cierta melancolía, un tanto distante, y ese aspecto de estar siempre en busca de algo que nadie sabía muy bien qué era. La Navidad no era su época favorita del año; pensaba que todo el jaleo que la rodeaba solo ocultaba las cosas que realmente importaban. Con su habitual ironía, no exenta de un cierto fondo de lamento, se refería a la actitud general del mundo en esas fechas como “el espíritu navideño”.

Sang Freda, su mejor amigo, era todo lo contrario. Él llevaba las fiestas con entusiasmo, siempre buscando motivos para disfrutar, incluso en los días más oscuros. Su apodo le venía por su habilidad para mantener la calma en cualquier situación, por comprometida o incómoda que pudiera ser, ya fuera un paseo bajo la fría lluvia de diciembre o una conversación difícil.

Paquito era el más joven del grupo. A sus 14 años, era la chispa que mantenía viva la amistad entre ellos. Su mundo todavía era un poco menos complicado y, aunque vivía con los pies en el suelo, siempre trataba de ver el lado positivo de las cosas. Él era quien insistía en que, aunque no tuviera grandes celebraciones, la Navidad siempre traía algo especial.

Esa tarde de Nochebuena, los tres caminaban por Fuencarral, su calle, bordeando las múltiples tiendas de ropa, cosméticos y zapatos, mientras las iluminaciones decoraban su recorrido con destellos dorados y rojos. A pesar de que en sus corazones no había mucho espacio para ese “espíritu navideño” que tanto detestaba Mala Estrella, algo en el aire les hacía sentir que las cosas podían ser diferentes por unas horas.

"¿No te cansas de ver siempre lo mismo?", preguntó Mala Estrella a Sang Freda, mientras miraba una de las tiendas de moda, llena de ropa cara, que, desde luego, ellos no podían permitirse.

"Lo que pasa es que no estás buscando lo correcto", respondió Sang Freda con una media sonrisa. "La Navidad no va de las cosas que compras, sino de lo que encuentras. A veces, es algo que no ves a simple vista".

Paquito, que caminaba unos pasos por delante, se detuvo de golpe al ver una vitrina tras la que asomaba un pequeño dragón de peluche. Su rostro se iluminó al instante.

"¡Mirad esto! ¡Es igualito al que tenía en casa cuando era más pequeño!" exclamó, con la cara llena de emoción. "No recuerdo quién me lo regaló... ¡es el dragón de las navidades más antiguas!".

Mala Estrella y Sang Freda se acercaron al escaparate y observaron la figura. Aunque a ambos les parecía un dragón algo infantil, el brillo en los ojos de Paquito hizo que, por un momento, se olvidaran de sus propios sentimientos hacia todo lo que rodeaba las festividades navideñas.

"¿Por qué no lo compras?", le dijo Sang Freda, casi en tono de broma.

"No puedo," dijo Paquito, encogiéndose de hombros. "No tengo dinero".

Un silencio incómodo se instaló entre ellos… hasta que Mala Estrella rompió el hechizo, mirando la figura con determinación.

"Voy a comprarlo yo", dijo con voz baja pero firme, mientras sacaba su cartera para comprobar si llevaba suficiente dinero encima.

"No tienes que hacerlo", protestó Paquito, algo turbado. "Te lo agradezco, pero..."

"Déjame. Es solo un peluche. No es nada del otro mundo". Mala Estrella no sabía muy bien por qué lo decía. Tal vez estaba buscando una excusa para salir de su propio conflicto emocional. Pero cuando vio la sonrisa de Paquito al recibir el pequeño regalo, algo dentro de él se conmovió... y eso era casi insólito en Mala Estrella.

"¿Ves?", dijo Sang Freda, señalando el rostro de Paquito, que ahora brillaba de alegría. "Eso es lo que te decía. La Navidad no es la ropa cara ni las luces de los escaparates. Es lo que encuentras, aunque sea algo pequeño".

Paquito sujetó el peluche con firmeza y, pese a no entender bien todo lo que estaba diciendo Sang Freda, sentía que algo en el ambiente había cambiado. La Navidad no tenía que ser perfecta ni grande, solo tenía que ser auténtica.

Los tres continuaron su paseo, en dirección a la Gran Vía. Ya no importaba si estaban rodeados de luces brillantes ni si el mundo parecía tan ajeno a ellos. En ese momento, hasta el frío del invierno había desaparecido. El pequeño gesto de un regalo inesperado les bastaba para sentir que, aunque la Navidad fuera diferente para cada uno, de alguna manera, se había colado en sus sentimientos.

"Esto es lo que más me gusta de la Navidad," dijo Paquito, mirando a sus amigos. "Lo que encontramos sin buscarlo".

Mala Estrella le sonrió, en silencio, y Sang Freda levantó hacia el cielo una imaginaria copa, en un brindis improvisado.

"Por encontrar lo que importa", dijo, con su media sonrisa habitual.

Y así, bajo las radiantes luces de Fuencarral, esa víspera de Navidad fue diferente. No porque fuera perfecta, sino porque se construyó, por primera vez, sobre lo que realmente importaba: la amistad.


Chat GPT y Sang Freda, en recuerdo de Mala Estrella (Fuencarral, 23 de diciembre de 2024)


lunes, 2 de diciembre de 2024

La pipa de René

Nunca le dijeron por qué le pusieron ese nombre. En su familia, británica de pura cepa, no había ninguna conexión cultural con Francia, al menos, que él supiera. Cuando, de niño, se lo preguntaba a su madre, ella le respondía, con una dulce sonrisa: "Cosas de tu padre, hijo". 

El caso es que René siguió adelante por el sendero de la vida, llevando a sus espaldas un nombre francés sobre su indiscutible personalidad inglesa.
Desde muy joven se aficionó a la pipa. Más que el tabaco le gustaba el ritual. Y era así hasta el punto de que, la mayoría de las veces, llevaba la pipa entre los labios de forma automática, sin fumar. Para sus amigos, conocidos y vecinos resultaba imposible mencionar a René sin que viniese a sus mentes la imagen de una pipa.

René vivía en Fulham, ese barrio londinense tan especial, cuyos habitantes siempre llevan con orgullo pertenecer a él. 
Nunca dejó su casa natal, heredada de sus padres, a la que regresaba cada tarde, al terminar su trabajo en la City, paseando desde la pintoresca estación de Putney Bridge. Una parada obligatoria para hojear algún libro antiguo en Hurlingham Books, tal vez la más extraordinaria librería de Londres, y una taza de té en The Eight Bells eran obligatorias para René antes del breve paseo hasta su domicilio, bordeando la valla de la Iglesia de Todos los Santos.

—Me recuerdas mucho a otro René —le dijo un día Lisbeth, una misteriosa joven sueca a la que conocía de verla con frecuencia en la librería que tanto frecuentaba.

René quedó muy sorprendido, no ya de la afirmación de Lisbeth, sino de que alguien en su barrio conociese a otra persona con un nombre tan singular como el suyo.

—Nunca imaginé que hubiese otro René por aquí —respondió, confundido.
—No —dijo Lisbeth con una sonrisa—, no es de aquí. Es un pintor belga. Se parece mucho a ti. Y siempre lleva un sombrero como el tuyo.

Al día siguiente, una vez hubo comprobado que Lisbeth no se encontraba en la librería, preguntó a Ray, el dueño de Hurlingham Books, por libros de pintura.
—Puede que mi pregunta sea una tontería, Ray, pero quisiera saber si tienes algún libro de un pintor belga que se llame como yo.
—Dudo mucho que haya ningún pintor belga con tu apellido —reaccionó el librero, un tanto desconcertado.
—No, no me refiero a mi apellido. Me refiero a mi nombre: René.
—¿René? Puede que sí... mira, aquí lo tienes.

Y, como por arte de magia, en la mano de Ray apareció un libro ilustrado, con la imagen de una gran pipa en la portada, y sobre ella, escrito en grandes letras, 'Magritte'.
René devoró su contenido con avidez, reparando en el retrato de un hombre con bombín, cuya cara estaba tapada por una manzana verde. Las demás ilustraciones, todas ellas de corte surrealista, le llamaron menos la atención. Sin embargo, en las páginas finales, aparecía una fotografía en blanco y negro de Magritte ('René Magritte', ponía sobre una breve reseña biografíca del célebre pintor belga). René la observó con cuidado y era evidente que no tenía el menor parecido con él. Ademas, el artista fotografiado no llevaba sombrero alguno.

Unos días más tarde, volvió a tropezarse con Lisbeth. Esta vez, en Bishop's Park Road.

—No me encuentro ningún parecido con ese pintor belga —dijo, nada más ver a Lisbeth.
—Menos en la manzana, eres idéntico —afirmó ella, sin el menor titubeo.

A la mañana siguiente, cuando salía de su casa rumbo a la oficina, René encontró una manzana verde sobre el escalón de su puerta. La manzana tenía un tallo que se diría recién cortado del árbol, del que, aparte de la fruta, pendían cinco espléndidas hojas. A su lado, como todos los días, una botella de leche y un ejemplar de The Times.

No volvió a encontrarse con Lisbeth, pese a que ningún día dejó de hacer su habitual parada en Hurlingham Books, y siempre daba un leve rodeo para pasar por Bishop's Park Road, tanto por las mañanas como al regresar a casa por las tardes.
Tras dos semanas de ausencia continuada de la misteriosa Lisbeth, René se decidió a preguntar a Ray, el librero.

—Hace mucho que no me encuentro con esa chica... creo que se llama Lisbeth. ¿Sabes algo de ella?
—Sí, se marchó. Creo que a Noruega... o a Suecia, no me acuerdo bien. Se despidió de mí. Por cierto, me compró el libro de Magritte que estuviste viendo hace unos días. Dijo que era para un regalo.

Camino de su casa, René cargó la pipa con gran parsimonia, la encendió y, sin dejar de dar profundas bocanadas mientras andaba, se desvió ligeramente para pasar por Bishop's Park Road. 
Al llegar al final del parque, se sentó en un banco, pensativo y algo desorientado. Se quitó el bombín y lo dejó junto a él, sobre el banco. En ese momento, de algún sitio, apareció una paloma blanca y revoloteó alrededor del sombrero. Luego se echó a volar y René la perdió de vista cuando pasaba por encima de aquella vieja encina que, con sus más de cinco siglos de vida, era, es y será, por mucho tiempo más, el símbolo inequívoco de los recónditos jardines de Fulham Palace. 

domingo, 17 de noviembre de 2024

Berlín, 1994

Hans estaba cansado de pasar tantos noviembres en Berlín.
No es que no le gustase la ciudad, es que el mes de noviembre se le hacía insoportable. Era una época poco interesante casi para cualquier cosa. Estaba la ópera, sí, pero también la había en otras partes de Europa. Por cierto... a ver qué anunciaba el programa... "El barbero de Sevilla", leyó. Bueno, no estaba mal, pero le traía malos recuerdos. Y no por culpa de la brillante música de Rossini, desde luego, pero sus recuerdos no eran agradables.
Hay que dejar claro que, para Hans, la única ópera de Berlín era la Staatoper Unter den Linden, ya que, por motivos personales, despreciaba profundamente la Deutsche Oper (y, muy en particular, sus representaciones de Rigoletto, que, en su opinión, solían contar en su reparto con sopranos excesivamente exóticas para el papel de Gilda).

En cualquier caso, ese mes de noviembre de 1994 no estaba dispuesto a pasarlo en Berlín.
Además, hacía frío. ¿Por qué no viajar al sur y disfrutar d un clima más benévolo? Le habían hablado muy bien de Madrid, una capital que no conocía y que siempre le había llamado la atención. Así que, sin pensarlo mucho, tomó la decisión de inmediato: ese mes de noviembre se iría a Madrid.

Sin embargo, noviembre tenía otros planes para Hans.

Las dos primeras semanas estuvo muy ocupado y el exceso de trabajo no le permitió dedicar mucho tiempo a preparar su viaje. Ya había pasado medio mes y tendría que darse prisa, por lo que aquella misma tarde, al salir de su oficina, decidió acercarse a la agencia de viajes y hacer la reserva. Quería pasar en Madrid, al menos, una semana. 

Se detuvo ante el semáforo rojo en la esquina de Friedrichstrasse con Behrenstrasse y, por algún extraño motivo, pensó en lo curiosas que eran esas luces, tan características de los semáforos berlineses... en especial, la roja, que representaba a un hombre con sombrero y los brazos en cruz.

—Buenas tardes, señor —le abordó una mujer joven, de improviso, interrumpiendo sus cavilaciones sobre las imágenes de los semáforos para peatones—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Sí, claro —acertó a contestar, un tanto confundido—. Dígame.
—¿Qué museo merece más la pena visitar, el de Pérgamo o el Neues?

La pregunta sorprendió de tal manera a Hans que tardó unos segundos en reaccionar.

—Bueno... los dos son muy interesantes... no sabría qué decirle.
—Mañana solo tendré tiempo para ir a uno de los dos —insistió ella—. Y no sé por cuál decidirme.
—Pues, no sé... vaya al de Pérgamo...
—Mi marido llega mañana —suspiró la mujer—. Y en ese momento, habrá terminado mi viaje.
—¿Por qué? —preguntó Hans, cada vez más aturdido.
—No importa, lo siento —se disculpó la desconocida—. No sé por qué he dicho eso.

Hans se fijó en ella y comprobó que era una mujer joven, de aspecto un tanto inmaterial, y bastante guapa. Llevaba poco maquillaje y un original gorrito, inclinado sobre la frente, que no dejaba ver bien su rostro. Le llamó la atención el colorido pañuelo estampado que asomaba entre el cuello de su abrigo beige, y, al levantar la vista para mirar a los ojos de su interlocutora, advirtió la incipiente presencia de una lágrima en cada uno de ellos.
Desconcertado por la situación solo acertó a decir:

—¿Está usted bien? ¿Necesita algo?

Media hora después, ambos estaban sentados en un café cercano. Hans intentaba, sin mucho éxito, mantener una conversación coherente. 
Se llamaba Eva y había viajado desde Baviera. Su marido llegaría al día siguiente a Berlín y eso parecía representar una grave complicación para ella. Hans no era capaz de entender el motivo del problema... ni Eva mostraba especial interés en explicárselo con claridad. Era como si solo sintiera la imperiosa necesidad de desahogarse con alguien. 

—¿Por qué me cuenta a mí todo eso, Eva? —inquirió Hans, como si se hubiese enterado de algo— ¿Por qué a mí?
— Yo no le he contado nada —afirmó ella, haciendo gala de un sorprendente aplomo—. Solo le he preguntado por los museos.
— Vaya al que quiera —fue la airada reacción de Hans, visiblemente molesto.
— No se enfade conmigo, por favor —se disculpó Eva, colocando una mano sobre el brazo de Hans—. Estoy muy nerviosa. 

Él miró hacia la calle, evitando cruzar su mirada con la de Eva. Estaba empezando a llover.

— Se pondrá a tocar el piano. Y luego me llevará a la ópera —siguió Eva, como si estuviera hablando con ella misma.
— ¿A la ópera? 
— Sí, a la dichosa Deutsche Oper. A ver Rigoletto... con esa cantante negra a la que para nada le va el papel. ¡Si, por lo menos, viniésemos a esta! —y señaló vagamente hacia la cercana avenida de Unter den Linden.

El desconcierto de Hans se convirtió en una profunda angustia. De forma instintiva, pasó el dorso de su mano por la frente, mientras intentaba articular alguna palabra, sin conseguirlo.

La donna è mobile, ¿verdad? —preguntó Eva a una lámpara, subiendo el tono.

Hans se pasó el dedo índice entre su cuello y el de una camisa que, en ese momento, le apretaba como si tuviese un par de tallas menos, pero permaneció mudo.

— Pues esta donna lo va a ser mañana. Gracias por el café, Hans.

Apenas hubo terminado estas palabras, Eva se caló a fondo el pequeño sombrero, cogió su bolso, y se marchó con determinación, perdiéndose en la noche berlinesa.


Hans miró su reloj. Ya era demasiado tarde para ir a la agencia de viajes. Pensándolo bien, tampoco le apetecía tanto ir a Madrid. No se le había perdido nada allí. 
Pero se acercó a la taquilla de la Staatoper y sacó una entrada para la representación de esa noche. A fin de cuentas, El barbero de Sevilla era una ópera excelente. 

Y Rossini uno de sus músicos favoritos.