martes, 30 de enero de 2024

A medio camino de las nubes

Hay caminos despiadadamente largos.

Son esos que (a todos nos ha tocado recorrerlos alguna vez) parecen no tener fin, aquellos que cuando esperamos que nuestra meta se encuentre detrás de la siguiente loma, surge ante nosotros, al remontarla, un nuevo y lejano horizonte a cuyos límites apenas alcanza la vista.
Muchos de ellos se abandonan. Unos por cansancio, otros por desánimo... y, los más, por olvido.
No es difícil olvidar para un caminante. Todo lo contrario: el olvido surge en cada cruce, en cada curva, y, sobre todo, en esas rectas interminables que se endurecen bajo el castigo del sol implacable que, con tantos pasos encadenados sin apenas pausa, llega a provocar espejismos e ilusiones engañosas que perturban nuestra memoria, llevándola al límite de sus fuerzas.

Para quien, estimulado por la fantasía creada por su espíritu, tiene como punto fijado de destino algo tan intangible como las nubes, ese camino acaba haciéndose eterno.
Sin embargo, son muchos los que siguen sendas así de improbables, algunas de las cuales pueden llegar a ser tan escarpadas como desalentadoras. Moverse por esos senderos imaginarios no es nada extraño.

El caso de mi amigo S.F. es el que mejor conozco entre las innumerables historias que he escuchado sobre estos legendarios caminantes.
Debo referirme a él como S.F. (sus iniciales) porque sé que no le gustaría que diera a conocer su nombre. Y no es por timidez, sino porque sigue sin renunciar a alcanzar sus nubes y, claro, cree que no mantener su anonimato podría traerle mala suerte. Ya se sabe que eso pasa con frecuencia.

S.F. tuvo el valor (otros lo llamarían osadía) de pretender alcanzar las nubes, conociendo la dificultad del empeño. Como buen estoico, sabía que solo debía dejarse influir por aquello que le incumbía personalmente. Todo lo que estaba fuera de su control no tenía que ser considerado si quería lograr su objetivo. Con esa firme actitud y convencimiento emprendió su viaje.
Cierto es que sus nubes eran unas nubes muy particulares. Cada uno de nosotros tenemos las nuestras. Y la verdad es que no nos gusta compartirlas con los demás. Porque, aunque la mayoría vuelen por el cielo (las que están a ras de suelo se llaman de diferente manera), no todos las vemos igual. Ni tienen el mismo significado.

El camino era estrecho y blanco. Seguirlo era de su incumbencia (así lo diría Epicteto), pero fuera de él todo era ajeno a su voluntad. Si permitía que la ansiedad provocada por una verdad imaginaria ocupase el lugar de la realidad, estaría perdido. Y S.F. no lo permitió: durante casi veinte años mantuvo, firme, su marcha, sin abandonar el sendero que se había marcado. Pese a ello, en todo ese tiempo no le pareció que las nubes hacia las que avanzaba llegasen a estar más cerca de él...

Cuando, según sus propios cálculos, se encontraba a mitad de su camino, tropezó con un inmenso árbol que se alzaba frente a él. Era un ejemplar extraordinario que, sin llegar a impedir el paso, tenía capacidad para desviar hacia su enorme copa la atención de cualquier caminante. Un árbol frondoso, inmenso, cuya sombra invitaba a reposar, dando la impresión de poseer el poder de refrescar el pensamiento y aligerar el alma.

Pese a las apariencias, el alma de S.F. no se aligeró. El árbol, una abellida tomeas de tronco esbelto, cuya fina corteza, de suave color canela pálido, tenía marcadas siete delicadas señales oscuras... tan graciosamente distribuidas que parecían replicar la disposición de las estrellas que conforman la Osa Mayor en el firmamento.
El murmullo de sus hojas, mecidas por el viento de la duda, susurraba al oído del accidental viajero melodías propias de una partitura de Mascagni, interpretada por celestiales violines. La música era tan bella que el caminante se detuvo. Y en ese mismo lugar se quedó, a medio camino de las nubes.

Creo que sigue allí, esperando a que la abellida tomeas haga un gesto que él interprete como una señal de que el calendario vuelve a ponerse en marcha, de que la vida sigue... de que, tal vez, tras otros veinte años de andar, andar y andar sea posible alcanzar las nubes.

A fin de cuentas, ¿qué son las nubes sino la espuma que se desborda del cáliz de la esperanza?

jueves, 18 de enero de 2024

Subir, subir...

No sé si esa parte del libreto de la zarzuela ‘Luisa Fernanda’ la escribió Guillermo Fernández Shaw o Federico Romero, pero, sea quien sea el autor de esos versos, es un dúo que me apasiona. Claro está que la música de Moreno Torroba juega un papel fundamental en el efecto que producen los personajes de Luisa Fernanda y Javier cuando los cantan, ya en el tercer acto de la obra, qué duda cabe de eso. Sin embargo, a mí me impresiona más la letra y, muy en particular, su parte final, en la que cada uno de los dos personajes canta media estrofa de su estribillo, creando una nueva con la que acaba el dúo: 

“Subir, subir… y luego caer…” (Javier).

“Y venir el amor… cuando no puede ser” (Luisa Fernanda).

 

Lo que más me gusta de esta fórmula tan sencilla es que ambos están expresando lo que, verdaderamente, más les preocupa del asunto… sin dejar de mantener una conversación que parece conservar su sentido original, cuando, en realidad, son dos monólogos con apariencia de diálogo.


 

Un buen amigo me contó hace unos años haber asistido a un episodio muy similar, pero con los papeles invertidos (el hombre pensaba como Luisa Fernanda y la mujer como Javier).

Porque también hay mujeres cegadas por el deseo de subir, así como hay hombres a quienes les preocupan más los sentimientos que el éxito a cualquier precio.

 

Aquella (la que conoció mi amigo) era implacable a la hora de trepar por la larga escalera de su desorbitado amor propio. No se dejaba ayudar a subir más allá de lo que ella consideraba estrictamente necesario, eso es cierto, pero su ambición estaba cimentada en la agilidad que le confería su liviano peso y la esbeltez de su figura. 

Resuelto ese pequeño contratiempo pectoral que inquietó su ánimo durante sus años juveniles, consideró que su indiscutible atractivo físico era una herramienta más en su proceso de escalada, herramienta que nunca dejó de utilizar para ascender con mayor ligereza.

 

—¡Subir!, ¡subir! —se arengaba a sí misma cada mañana mientras se contemplaba reflejada en el espejo de su cuarto de baño, con su gran toalla blanca ajustada a la cintura y otra, más pequeña, enroscada en su cabeza a modo de turbante. 

 

Y, obediente, todos los días subía unos cuantos peldaños más, con el corazón (si es que lo tenía, como la protagonista del cuadro de Simonet) henchido de orgullo.

Nunca le faltó el apoyo de su Javier de turno (me refiero al de la zarzuela, porque el otro –tenía otro, sí– era un carota de escándalo que, al primer descuido, hipotecaba hasta la escala por la que ella trepaba). 

Ese Javier escénico (que, más adelante, cantaría su parte de la estrofa, intercambiando su papel original) sujetaba la interminable y frágil escalera a la que ella se encaramaba sin mirar hacia abajo… para evitar el vértigo que, pese a su disimulo, amenazaba su espíritu.

 

Y así siguió durante muchos años: subiendo y subiendo…

 

Hasta que un día, por algún motivo que nunca quedó esclarecido del todo, la ambiciosa Luisa Fernanda (así llamamos a la conocida de mi amigo para mantener la conexión dramática de la zarzuela con la historia real) empezó a mover la escalera desde las alturas. 

Lo hizo con extrema violencia, con la decidida intención de que Javier dejase de sujetarla. Como él (consciente de que, si dejaba de hacerlo, sería imposible evitar una catástrofe) no la soltaba, le gritó:

—¡Suéltame Javier! ¡Necesito estar sola aquí arriba! ¡No te preocupes, que será nada más por unos meses! ¡Tengo que resolver un asunto!

Él, pensando que, "a esas alturas ya no había nada soluble" (que cada lector interprete el pensamiento de Javier como prefiera) no soltó la base de la inestable escalera. Antes bien, la sujetó con más firmeza.

—¡Suelta!, ¡suelta! —insistió ella, con los nervios a flor de piel—. Después podrás volver a sujetarme… incluso podrás subir hasta donde yo estoy ahora…

 

Y siguió balanceando la escala con inusitada temeridad. Por primera vez, miró hacia abajo… y sintió vértigo: todo empezó a darle vueltas.

 

La caída fue inevitable.

 

Dice mi amigo que Javier, con sus manos aferradas a la base de la desproporcionada y endeble escalera, cuyo otro extremo se perdía entre las nubes que sobrevolaban su cabeza, oyó las palabras de su Luisa Fernanda como si fuesen una ráfaga de viento que, gélido y vertical, pasaba junto a su oído:

—Subir, subir… y luego caer…

 

No pudo evitar completar la estrofa, con la frase que surgía de su agitado corazón:

—Y venir el amor… cuando no puede ser.


martes, 29 de agosto de 2023

Supremacismo y respeto

Unos lamentables hechos, protagonizados por un personaje relevante, titular de un puesto de alta representación, y producidos en un momento de gran exposición mediática mundial, han ensombrecido uno de los mayores éxitos deportivos de nuestra historia.

Es innecesario recordarlos aquí, pues su difusión ha sido tal que casi no se ha hablado de otra cosa en estos últimos días. Y aún tendrán un largo recorrido por delante.

A la mayor parte de las personas normales, lo ocurrido nos ha llenado de tristeza... en un momento que debería haber sido de alegría. Un disgusto generalizado que, sin embargo, me da la impresión que ha evolucionado en direcciones que desvían el fondo de la cuestión hacia territorios que, aunque sí tienen que ver (al menos, algunos) con lo sucedido, no abordan el verdadero y preocupante origen de la cuestión. Y mientras no lo tengamos claro, nos confundiremos y no seremos capaces de corregir el grave problema subyacente.

Me refiero a que si llevamos un problema profundo de comportamiento, educación y entendimiento, como el que toda la sociedad debe abordar, hacia terrenos teñidos de tintes políticos o, incluso, jurídicos, no seremos capaces de reaccionar conjuntamente ante algo que precisa de un enorme esfuerzo colectivo para poder superarlo y mirar, de una vez por todas, hacia un futuro mejor.

Claro está que el inapropiado comportamiento de un individuo que ostentaba un cargo para el que, obviamente, no estaba cualificado (aquí tenemos ya la primera premisa seria a valorar, pues él no se nombró a sí mismo, sino que fue elegido por quienes debían decidirlo), tiene visos de haber transgredido la ley y debe ser castigado por ello. Evidente es, de igual modo, que sus modos de actuar ante millones de espectadores, representando a todo un país, han sido zafios, penosos, groseros y repugnantes (doy por hecho que esto es, asimismo, susceptible de otro tipo de sanciones, tal vez estas de índole administrativo o privado). Desde luego que hay muchas víctimas de todo ello (una principal, y un extenso e indeterminado número de ellas en calidad de secundarias). Y, seguro, que hay más elementos a considerar que a mí se me escapan.
Sin embargo, asumida, en primera instancia, la protección total debida a la víctima principal y a sus compañeras más próximas, hemos de entender la verdadera naturaleza de lo sucedido y, sobre todo, sus consecuencias para la sociedad en la que vivimos.

Dejemos a un lado la cuestión técnica legal (doctores tiene la Iglesia, es decir, la judicatura, para actuar), que no nos compete y, en particular, rechacemos cualquier intento de politizar el asunto. Haríamos un flaco servicio a nuestra sociedad: ante hechos como estos, no cabe ser de derechas, de izquierdas o de centro. Quiero decir con ello que debemos de liberarnos de prejuicios. Ser de un partido político o de otro, ser hombre o mujer, ser de Villarriba o de Villabajo, es absolutamente irrelevante.

Y, dicho esto, quiero profundizar en la cuestión. 

No nos centremos, tampoco en la condición 'sexual' del abuso, agresión, violencia... o la tipificación técnica que corresponda. Ya he dicho que eso es tarea de los jueces. En primer lugar, es preciso hacerlo así porque, en caso contrario, vamos a causar entre todos mucho más perjuicio a la víctima que el que ella recibió de su abusador. 
Tampoco desviemos nuestra atención hacia el vergonzoso comportamiento exhibido por el triste personaje en el palco y durante las celebraciones posteriores. De todo punto impropios, no ya de un presidente en el ejercicio público de sus funciones, ante sus máximos superiores y autoridades del más alto rango, sino de cualquier hooligan, indocumentado y barriobajero, que hubiese aparecido por aquellos lejanos lares. 
Pero, ¡atención!, si recomiendo esta actitud no es para quitar importancia a lo señalado (la tiene, y mucha), sino para concentrarnos en el verdadero origen de lo ocurrido. Dejemos a los jueces, a los tribunales administrativos y a las autoridades del Estado, así como a las federativas (internacionales y locales) hacer su trabajo. Tengo la seguridad de que lo harán con su mejor saber y entender, aplicando el criterio que corresponda en justicia.

Y es que, por desgracia, no estamos ante un problema de sexo (menos, aún de 'género'). Digo lo de la desgracia, porque nos enfrentamos a algo de índole mucho más grave: supremacismo en estado puro.
El supremacismo engloba casi todos los abusos de poder (machismo, racismo, esclavismo, edadismo, autoritarismo...). Está enraizado en la sociedad desde tiempo inmemorial. La 'potestas' del fuerte, el rico, el poderoso, el jefe, llega a cegar de tal manera que quien está en situación de ventaja (por efímera que esta sea) se considera, sin necesidad de racionalizarlo, superior a quien está por debajo de su dominio (ya lo esté, de hecho, o solo en la mente de quien así lo considera).

Estos días hemos oído a gente bien intencionada decir cosas como esta: "La pena es que hemos desviado la conversación de lo que han hecho nuestras chicas". Y lo decían de buena fe. Sin darse cuenta que 'nuestras chicas' son jugadoras profesionales y, por cierto, unas mujeres que han ganado el Campeonato del Mundo en su categoría absoluta (no en infantiles o juveniles). Pero es que, además, no son 'nuestras'. Son de ellas. Solo de ellas.
"Hay que cuidar a nuestros abuelos", se suele decir, hablando de las personas mayores, en general. Pero resulta que la condición de 'abuelo', si se da, es circunstancial. Y, desde luego, de darse, es con respecto a sus nietos, no a quien lo dice (insisto: con buena intención).

Este es el trasfondo del problema. El supremacista (todos lo somos, en mayor o menor medida, aunque no nos demos cuenta) no es que se considere superior a quien está (aunque sea en su personal delirio) por debajo de él, es que se considera su dueño. Ya digo que no lo racionaliza, pero actúa como si lo fuera. 
Una situación que está tan enraizada en la sociedad que, por ejemplo, el que paga por un producto a un servicio, se considera superior a quien le sirve o entrega lo comprado, por el mero hecho de que él es quien paga: "Oiga, que yo soy el cliente. Yo soy el que pago". Sin darse cuenta de que eso no es más que una relación igualitaria, ya que el precio pagado es a cambio del producto o servicio que recibe (que vale –o, al menos, cuesta– lo mismo que el dinero entregado por él).
Lo llevamos dentro. Si pago a mis empleados, significa que el superior soy yo y ellos los inferiores. Pues no, usted paga un salario a cambio de un trabajo: ambos están en paz, exactamente al mismo nivel.

Por suerte, no todo el mundo es así. Hay muchos (creo que cada vez más) que practican el respeto con los demás. El más valioso de los respetos es el practicado con quienes, en apariencia, están (en un momento dado) en una posición de cierta desventaja. Eso es lo que debemos practicar permanentemente y transmitir, desde la cuna, a las nuevas generaciones. Si no lo hacemos así, estamos perdidos como especie.


Volviendo al caso del que estamos hablando, cuando el presidente coge a una de las jugadoras del equipo por la cabeza, sujetándola con firmeza y dominio, y le da un beso, lo grave no es el beso (y es indiferente que haya consentimiento o no, entre otras cosas porque, como dice Reem Alsalem: "A veces hay tal desequilibrio de poder que el consentimiento puede carecer de sentido").
Demos toda la importancia a lo que la tiene. Y entrenémonos, a diario, en la particular lucha de cada uno contra nuestros ramalazos supremacistas. Todos los tenemos. Practiquemos el respeto, el respeto verdadero, el que nos recuerda constantemente que no somos superiores a nadie. Ni siquiera a nosotros mismos.

Cuando llegue ese día, podremos celebrar algo mucho más valioso que el más importante de los campeonatos.

viernes, 18 de agosto de 2023

Sirenas olvidadas

Si hay algo que las sirenas no soportan es que las olviden.
Se enfadan mucho cuando algún navegante de esos que han tratado de seducir (me refiero, claro está a los que consiguen escapar de ellas, ya que los otros –pobrecillos– no están capacitados para olvidar ni para no hacerlo) vuelve a su vida normal y borra de su memoria los episodios vividos durante sus encuentros.

Esto es algo que les pasa a todas, ya sean marinas o de tierra adentro. Es preciso hacer énfasis en este punto, ya que no todas las referencias que figuran en el Registro Internacional de Sirenas están situadas en lugares de costa o en alta mar, algo que no debe sorprendernos, ya que el RIS incluye en sus anotaciones a las nereidas, así como a otras criaturas asimiladas. De hecho, ya hablé, en un artículo anterior, de unas muy particulares: las sirenas montaraces.

Pero volvamos a eje de la cuestión. Como decimos, su hábitat de procedencia no es causa de distinción en esta característica de su comportamiento. Aceptan, de buen grado, el odio, el rencor, el miedo y, por supuesto, el amor. Pero lo del olvido es superior a sus fuerzas. Ellas sí pueden olvidar (lo hacen de forma habitual), pero su infinito y ancestral orgullo no les permite consentir ciertas reacciones humanas: la que menos, el olvido.

Yo sospechaba, que era así, desde luego, pero fue durante una cena en Le Sirenuse, ese elegante hotel y restaurante de Positano, con vistas a las islas de Li Galli (que la tradición helénica citaba como conocida morada de esas extraordinarias criaturas), cuando un gran experto en el tema me lo ratificó:
—Ulises, por ejemplo —me dijo—, acabó olvidándolas, y nunca se lo perdonaron.

Unos buenos amigos amigos míos tuvieron, hace ya muchos años, relación con una sirena que vivía entre las escarpadas rocas del cabo de San Antonio, al pie del Montgó. Por desgracia, dos de ellos ya han fallecido, pero me hablaron mucho, en su momento, de los constantes intentos de seducción que sufrieron.
Según me contaron, estas sirenas modernas tienen técnicas mucho más sofisticadas que las clásicas (cantar con voz dulce y melodiosa, y todas esas cosas). Ahora parece que utilizan métodos indirectos y envolventes, basados en lo que los estudiosos denominan 'seducción inducida'. Esto es muy complicado de explicar en un artículo breve como este, por lo que me limitaré a resaltar los detalles más sorprendentes relacionados con esta 'inducción'.
Al parecer, el origen de todo ello hay que buscarlo en la cada día mayor escasez de marineros incautos. Según leemos en uno de los capítulos de los estatutos de la fundación 'Sirenas sin Fronteras' (traducimos literalmente del original): "XIII. Reivindicamos el derecho inalienable de nuestra raza a seducir a cualquier individuo de sexo masculino —de origen natural—, con independencia de su condición o lugar de residencia, debiéndonos ser permitida, sin restricción alguna, la inducción por vía de terceros para alcanzar el fin último para el que hemos sido creadas". Por cierto que, llegados a este punto, cabe cuestionarse cuál es ese "fin último". Y lo pregunto inocentemente, porque nunca he sabido, a ciencia cierta, qué hacían con los infortunados marineros que caían en sus garras... ¿los devoraban? ¿Y si no se los comían, qué interés tenían en acabar con ellos?

En cualquier caso, es comprensible que, con tantos esfuerzos realizados (algunos de ellos reconocidos por ciertos tribunales que llegaron a sentar jurisprudencia, como el otrora célebre 'Tribunal de las Aguas de la Macarelleta'), se disgusten mucho si son olvidadas. Ellas añoran aquellos tiempos en los que las leyes protegían a las sirenas (su doble condición les otorgaba múltiples beneficios), hasta tal punto que quienes no se doblegaban a sus deseos llegaron a tener presunción de culpabilidad en el 'Tribunal de Delitos contra las Sirenas', creado, expresamente, a instancias de su sindicato interoceánico.

La pena es que no puedo contar mucho más al respecto. Y no porque no quiera... sino porque lo he olvidado. Creo recordar que conocí a una, allá por los años ochenta del pasado siglo, pero ya no me acuerdo de ella. Ni siquiera podría decir si era buena, regular, mala o muy mala: se me ha olvidado por completo. A veces, en sueños, me pasan por la cabeza imágenes raras, confusas... y poco más.

Ni siquiera me da pena. No me extraña que esté enfadada.

martes, 23 de agosto de 2022

Go West, young lady

Nadie sabe, con exactitud, quién acuñó esta frase. Pero sí parece estar claro quién la popularizó.

Ir hacia el oeste puede tener muchas connotaciones, aunque, lo más probable, es que, siendo una frase reflexiva (no lo parece, pero lo es), tuviera mucho de huida. 
Sin embargo, no siempre es fácil huir. Ni siquiera cuando el West es, además de West, far.
Lo más curioso es que, en este caso, una vez alcanzado el far, convenía un desplazamiento al next.
No, no es una adivinanza. Ni una nueva versión de Wordle. Es, simplemente, una reflexión filosófica que viene a ser equivalente al conocido 'nunca es tarde si la dicha es buena', sustituyendo el adverbio de tiempo por otro de lugar. El sustantivo no es preciso cambiarlo, porque se sobrentiende en ambos casos.

Luego está lo de las matemáticas (me refiero al Teorema de Quales, que es como el de Thales, pero con números): 505/615/505. Su traducción del griego antiguo no es fácil, pero viene a decir algo así como que una cifra será considerada conspicua si leída de principio a fin y de fin a principio, solo se diferencia en un dígito y, teniendo cinco cincos y dos ceros, consta de dos combinaciones 5-0-5, una al principio y otra al final, y los tres dígitos centrales suman doce, siendo un uno el del centro y el mayor de los dos que están situados junto a él, se encuentra a su izquierda.
No es un teorema fácil de demostrar, pero en el Mileto de la época clásica gozaba de gran popularidad.

"Go West, young lady", dijo Quales (lo dijo en griego, claro), y ella fue, primero al far... y luego al next.
Lo hizo, eso sí, sin solución de continuidad, y, pese a tomar cuantas precauciones estuvieron a su alcance, no consiguió su objetivo, por lo que el número (tal como había pronosticado Quales) resultó conspicuo. O, lo que es lo mismo, ilustre, visible... sobresaliente. Sobre todo, sobresaliente.

Es tradición aceptar que saltar desde la azotea de un edificio hasta la de otro próximo, volando sobre el vacío, es una tarea que debe encomendarse a profesionales. Algunos sostienen que solo es una excusa para lucir sombreros de paja trenzada y estilo vaquero, aunque mi amigo Miguel Ángel se limitase a decir que estaban de moda. Yo me inclino por lo de la excusa.

Porque uno (una también) puede huir de la verdad, incluso de sí mismo, pero resulta imposible hacerlo de una mentira categórica que hemos hecho pasar por verdad durante años. De eso no hay quien huya, por muy far que esté el West.

Keren Ann cantaba "I'm not going anywhere". Y lo hacía casi susurrando, tal vez para evitar que quien no sabía si arrepentirse o no de algo escuchase su canción. Al final no se arrepintió: hizo, por triplicado, cuanto había que hacer, demostrando que Quales sabía muy bien lo que decía, tantos siglos atrás.
Abajo, en la distancia, la ciudad dormía. Arriba, otra ciudad más pequeña y más alegre, se mantenía despierta, con sus altísimas palmeras montando guardia a lo largo del bulevar. Las dos sabían que el océano estaba cerca, pero no alcanzaban a verlo.

"Go West, young lady", reían todas de día. Pero las noches eran blancas, largas o cortas, pero blancas, absolutamente blancas: 505/615/505. ¿Cómo serían, en la antigüedad, las noches de Mileto, la más grande y rica de las ciudades griegas? Hace mucho tiempo, digamos en el siglo VII a. C., las noches de agosto en aquella costa del Egeo, bajo el dominante brillo de Sirio, debían ser impresionantes, extraordinarias...
Cien años después llegaron los persas y todo cambió. Como aquí, en este West que era far y era next. Porque cuando llega alguien inesperado, todo se revuelve, las risas desaparecen tras la cena y las noches se vuelven blancas. 

Con el ánimo transfigurado, las aves diurnas resplandecen en la noche, convertidas en quirópteros blancos, ya despojadas de sus fingidas plumas incandescentes. Y así, rebelándose contra contra su propia naturaleza, contra la historia... maldicen su entrega a la voluntad de un destino que siempre les fue ajeno. Un destino fatal, sí, fatal, y que ya llevan tatuado en el corazón para toda la eternidad.

"Go West, young lady, go West", llegaba a sus oídos como una suave melodía, transportada por la leve y templada brisa que entraba en la habitación por esa ventana que no había tenido fuerzas para cerrar del todo. 

"Go West, young lady", seguía oyendo. Pero ella ya estaba allí.


lunes, 20 de junio de 2022

El árbol que habló a María

Me encontré con María en el parque. Ella lo conocía bien, yo no tanto, aunque había estado, años atrás, muchas veces en él. Bien es cierto que yo solía frecuentar una zona algo más urbanizada, menos natural.
Desde luego, el parque estaba muy bien cuidado, pero con ese tipo de mantenimiento que conserva un aspecto de perfección silvestre domesticada, esa que resulta imposible de conseguir si se permite a la naturaleza obrar con absoluta libertad.

Por si todo ello fuera poco, su orografía no era la habitual en los parques de ciudad, sino propia de aquello que se asemeja a lo que (idealmente) entendemos como 'campo'. Y, para rematar el panorama, todo estaba inmerso en un verdor casi insultante, impropio de una latitud más propensa a la sequedad esteparia que al esplendor mágico de las afortunadas tierras atlánticas.
La absoluta ausencia de gente que nos ofrecía aquel oasis tan singular resultaba difícil de entender, sobre todo si teníamos en cuenta la temperatura reinante en aquel día caluroso, con el que el ya próximo verano castigaba la ciudad.

Sin embargo, allí dentro, en el interior del microclima de aquel sorprendente jardín del edén, todo era idílico: árboles centenarios de pobladas copas; verdes y suaves colinas cubiertas de hierba fresca; macizos de arbustos y flores, dispuestos con estudiado paisajismo... y un arroyo, discretamente canalizado, al que algún que otro mirlo de pico anaranjado y un par de palomas torcaces se acercaban fugazmente, para, de inmediato, emprender el vuelo con renovadas energías.

María bajaba por el sendero que discurría junto al arroyo con naturalidad, como si lo hubiese recorrido miles de veces. Me dijo que iba en busca de "la fuente". Yo, por supuesto, no tenía la menor idea de a qué fuente se refería, pero hacía un rato que había renunciado a cualquier posible tentación de ejercer una voluntad (la mía) que ya estaba abandonada a su destino.
De pronto, tras girar a nuestra izquierda, encaminándonos a un pequeño puente de madera, un alegre manantial apareció ante nosotros. María pasó junto a unas rosas que yo califiqué mentalmente de silvestres (renunciando a la evidencia de que nada tan perfectamente dispuesto podía tener esa condición) y se agachó para beber, con infinita delicadeza, de aquel agua cristalina que surgía de un leve desnivel del terreno, para caer, convertida en melodía plateada, sobre un recodo del arroyo. Y el riachuelo parecía agradecerlo, pues, a partir de ese punto, su caudal, un tanto turbio aguas arriba, discurría limpio y luminoso.

Yo bebí también, claro. María me había hecho una invitación con la cabeza y yo obedecí al instante. Tenía sed... o me gustó mucho, no lo recuerdo bien, pero tomé tres o cuatro largos tragos. Cuando terminé, satisfecho de la extraordinaria insipidez del agua del manantial (la absoluta insipidez, junto a la transparencia y a la falta de olor conforman las virtudes fundamentales de la mejor bebida que existe en el mundo), miré hacia el lugar donde debía estar María y no la ví. Por un momento, dudé de su existencia. Pensé en 'Manon des sources' y me transporté a la Provenza, viéndome a mí mismo como un nuevo 'Jean de Florette'.
Sin alejarme de la fuente, busqué a Manon... digo a María... con la mirada. Pronto pude verla: estaba un poco más arriba, a media ladera, a la sombra de un enorme tilo con el que parecía estar manteniendo una conversación en voz baja.

No me atreví a interrumpirla. Me quede quieto, en pie, observando. María hablaba con el árbol. Y acercaba su oído a la parte más rugosa de su corteza cuando ella terminaba una frase. Así permanecimos los tres un buen rato. El tilo y ella intercambiando confidencias y yo, embobado, mirando la escena mientras me parecía escuchar, muy a lo lejos, la obertura de 'La forza del destino'.
Cuando terminaron su charla, María bajó, sonriente, hasta donde yo permanecía inmóvil.
—¿Estaba rica el agua? ¿Te ha gustado? —preguntó.
—Sí —me limité a responder, moviendo la cabeza como un perrito amaestrado.

Seguimos con nuestro paseo, siempre junto al arroyo. Yo no me sentía con fuerzas de preguntar. Consideraba, seriamente, la posibilidad de haberlo imaginado todo y no quería hacer el ridículo.
—De niña, venía todos los días a este parque —me confesó, aspirando el aroma de una madreselva—. ¡Qué bien huele!
Acerqué mi nariz a aquel frondoso arbusto, lleno de flores, y no supe distinguir olor alguno. No me extrañó, porque, a esas alturas, ninguno de mis sentidos (y, mucho menos, el mal llamado 'común') parecía responder a los estímulos normales...

No puedo precisar cuánto tiempo duró el paseo, pero sí recuerdo con claridad que, al pasar junto a un árbol de tronco grueso y arrugado, María me dijo, mientras acariciaba su corteza con el mismo gesto cariñoso que hubiese empleado para pasar la mano por la mejilla de su abuelo:
—Algunos de estos árboles lo saben todo. Son más sabios que los hombres.

Y creo que tenía razón.

viernes, 9 de abril de 2021

La hiedra

Aquella mañana de invierno, Lucía salió de su casa muy temprano. Se puso al volante medio dormida y, con más precipitación de la habitual, se introdujo con su coche en esa neblina matinal que, aún, no había levantado del todo y dificultaba un poco la visibilidad. Apenas llevaba recorridos unos metros desde la salida de su garaje, cuando se encontró con él. Estaba de pie, inmóvil en el centro de la calzada. Al verla llegar, levantó una mano, a modo de saludo. Ella frenó y él, con total naturalidad, se subió al coche y se sentó.

—Hola —dijo, sin énfasis—. ¿Qué tal estás?
—Dormida —respondió Lucía—. Y puede que soñando.
—No, no sueñas. Además, aunque estuvieses soñando, los sueños los olvidarás pronto —aseguró él, mirando al frente—. Ten cuidado con la niebla. Es peligrosa.
—¿Cómo has venido?
—Andando.
—Pero... ¿desde tu casa?
—Claro.
—Esto está muy lejos —aseguró ella, sin salir de su sorpresa.
—La distancia es una magnitud relativa. Como todas, si a eso vamos —sentenció su inesperado acompañante.

Dicho esto, introdujo una cinta en el radio-cassette del coche y reclinó ligeramente su asiento. Unos segundos después, las voces y guitarras de Los Panchos empezaron a sonar, amortiguando con su melodía el ruido del motor y el del tráfico exterior: "Pasaron desde aquel ayer..."

Lucía había pensado varias veces en dejar esa relación. Pero, siempre que intentaba proponérselo en serio, pasaba algo que lo impedía.
Realmente, no había ningún motivo que justificase dejarlo... salvo esa íntima seguridad que removía su ánimo y le advertía que ese amor era imposible, que algún día él desaparecería de su lado y le dejaría un vacío irremplazable, causándole un inmenso dolor.

Sin embargo, ese día no llegó nunca. 

La vida de Lucía se complicó mucho, es cierto, pero esas complicaciones venían de muy atrás. De un pasado en el que se había dejado llevar por la insustancialidad de unos sentimientos huecos, maquillados por la euforia pasajera de una juventud en la que el conflicto permanente entre realidad y ficción fue una constante casi suicida. 
Ambición y placer formaban un binomio peligroso que, ungido por el óleo de la belleza, producía efectos muy peligrosos.
Los síntomas que afectaron a Lucía fueron compatibles con el extravío, por lo que llegó a mimetizarse con ese espíritu universal que, con tanto acierto, describieran Dumas y Verdi: el de la mujer traviata.
Y, así, Lucía se convirtió en una nueva Violetta, una mujer en lucha constante contra sí misma, cuyo orgullo era su principal recurso para salir adelante en un mundo que, de tanto tenerlo predispuesto a su favor, se volvía, una y otra vez, en su contra.

Treinta años después, él seguía sintiéndola ligada a él, sin que sus ojos pudieran separarse jamás de sus sueños... apretada, como la hiedra, a esa pared blanca y eterna que un día construyera.

—He venido para que sepas que siempre estaré junto a ti —dijo él en aquel lejano día, sin que le hubiesen preguntado—. Venderás este coche, te cambiarás de casa, buscarás un nuevo trabajo... pero yo seguiré aquí, como hoy, en la calle por la que vas a pasar cada mañana cuando te levantes, en mitad del sueño que acariciará tu memoria por la noche, aunque tú no hayas querido soñarlo.


Los poemas de Juan Ramón se borraron con el paso del tiempo; los besos y las promesas volaron, con las nubes, hacia el este; los sueños de peces, tortugas y delfines fueron incinerados en el crematorio del olvido...
Pero él volvió ese día, treinta años y una noche después, y comprobó que allí seguía la hiedra: apretada, fuerte, robusta. Y eso que la vida había pasado, como el agua pasa bajo el puente del dormir.
 
Se tumbó sobre la reverdecida hierba de abril y se sintió casi feliz. Tan solo una débil sombra de tristeza cruzó, fugaz, por su ánimo. Cuando la sombra hubo pasado, cerró los ojos, encendió su teléfono móvil y se puso a escuchar la vieja canción de Los Panchos: "Donde quiera que estés...".