jueves, 27 de febrero de 2025

SuperECOfragilisticoespialidoso

La palabra suena como una canción de Mary Poppins… pero es diferente. 
Aunque, al igual que nos pasa a muchos cuando escuchamos a Julie Andrews y Dick Van Dyke entonar aquella célebre melodía, yo me he sentido muy feliz esta mañana.

 

Observaba, con desasosiego, que la aguja que marca el nivel de combustible de mi coche se estaba acercando peligrosamente a esa posición, siempre perturbadora, que augura el encendido inminente de la luz que nos advierte que nuestro tanque pasa a la situación de reserva. Y, tras pensar (al igual que lo hacen la inmensa mayoría de los conductores en esta situación) en lo poco que dura hoy en día la gasolina (en mi caso, el diésel) en un depósito que ha sido llenado hace escasas fechas –lamentación seguida, de inmediato, de un instintivo exabrupto, impropio de una persona que, como yo, se considera a sí misma educada y prudente–, comenzó a invadirme un progresivo sentimiento de culpabilidad por considerarme cómplice de la degradación del medio ambiente, de la inestable sostenibilidad del planeta, del crecimiento desmesurado de la huella de carbono y, en definitiva, de mi negativa contribución a la ralentización del cambio climático. Solo pude evitar –con cierto esfuerzo mental, eso sí– sentirme causante directo de la deforestación del Amazonas… aunque debo reconocer que, fugazmente, asumí mi parte alícuota de responsabilidad en esa terrible hecatombe.

 

El hecho fue que me vi obligado a poner rumbo a la estación de servicio más próxima, con el fin de evitar males mayores. Y este cambio de dirección aumentó mi inquietud, pues sabía muy bien que la gasolinera más cercana era una, frecuentada por mí con más asiduidad de lo que me hubiese permitido un depósito de combustible más generoso y comprensivo que el mío, abanderada nada menos que por CEPSA (iniciales de Compañía Española de Petróleos, Sociedad Anónima), y decorada, al igual que todas las que ostentaban esa marca, con ese característico y llamativo color rojo (demostración, en otro tiempo, de una acertada táctica comercial, ya que el vistoso impacto que proporcionaba su presencia a los conductores, evitaba que pasase inadvertida a sus ojos) que, por algún extraño motivo, ahora producía en mi ánimo una cierta desazón. 

Sí, reconozco que mi incomodidad era un tanto absurda… irracional, tal vez, pero así era como me sentía.

 

Sin embargo, estaba completamente equivocado.

 

Nada más hacer el giro para salir de la autopista, surgió frente a mí la imponente mole de la estación de servicio. Pero ningún violento tono rojizo la envolvía. Por el contrario, aquel descomunal artificio, dotado con una enorme visera protectora de la docena de surtidores alineados a su sombra, se ofrecía ante mí, con su mastodóntica agresividad suavizada por una delicada combinación de azules, verdes y blancos, transmisores de una inequívoca promesa de respeto hacia el entorno… si bien, teniendo en cuenta que su emplazamiento estaba rodeado (siempre había estado así, desde luego) de asfalto, ladrillos y hormigón, nadie podía suponer que tan consistentes materiales precisasen de consideración alguna por parte de la empresa energética para su supervivencia.

 

Pero yo me alegré. Me alegré mucho.

 

En la ciclópea visera no había ni rastro del logotipo de CEPSA. Ni de ese símbolo, en forma de cruz, que podría augurar a los visitantes más pesimistas una futura necesidad clínica o, cuando menos, farmacéutica. Por el contrario, una especie de dolmen troglodítico sustituía a la ‘m’ (por supuesto minúscula, para no acobardar al personal) con la que comenzaba la nueva marca: moeve.

El nombre, hay que reconocerlo, sugería movimiento, pero las largas filas de automóviles que esperaban su turno para repostar sus respectivos combustibles no se movían… o, si acaso, lo hacían con evidente lentitud. Súper, gasolina normal, gasoil… uno tras otro, todos los vehículos (muchos con aspecto de ser más apropiados para circular por rutas rupestres, accidentadas, llenas de barro o, incluso, para vadear ríos que para llevar a los niños al colegio, estacionar en el centro de la ciudad o hacer la compra) llenaban a rebosar sus depósitos.

Esperé mi turno lleno de felicidad, cantando para mí una canción sorprendentemente similar a la de la famosa película de Walt Disney. A fin de cuentas, yo estaba tan contento como sus protagonistas, inmerso en aquel maremágnum de afortunado bienestar que descendía sobre la paciencia de los solitarios conductores (si les he calificado así es porque cada vehículo tenía un solo ocupante, detalle que no me llamó la atención por ser esa, también, mi circunstancia) desde la blanquiazul cubierta que, con iridiscencias verdosas, cuidaba de todos nosotros.

 

Pagué, casi sin darme cuenta del dineral que me había costado la broma, y salí contento de la límpida y ‘huxleysiana’ estación de servicio, camino de mi oficina en la Gran Vía madrileña, incorporando mi Range Rover al torrente de impetuosos automóviles que circulaban, frenéticos y ruidosos, por la autopista urbana.

 

¡Qué gran felicidad y paz interior se respiran cuando uno se siente parte de ese indomable y, ¿por qué no decirlo?, inconformista y rebelde espíritu ‘SuperECOfragilisticoespialidoso’ que salvará el planeta!

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