jueves, 15 de noviembre de 2018

Rojo, verde y amarillo

–¡La bandera de Senegal! –gritó un amigo cuando mencioné, pensando en voz alta, estos tres colores.

Pero no me refería a bandera alguna. Tal vez a un escudo, eso sí. Porque veía en aquella combinación una protección perfecta. Un arma, incluso, ya que servía también para atacar.
Yo estaba reflexionando sobre el contradictorio uso de los colores en la vida. El rojo es una provocación que incita a avanzar, a adentrarse en nuevas y desconocidas alternativas. No en vano es el color de la muleta de los toreros, con el que citan a la noble fiera para que embista. Todo lo contrario de lo que proponen los semáforos, me decía. En ellos, asombrosamente, el rojo significa "alto". Sin la insistente y repetida educación vial de la sociedad moderna en los últimos cien años, cualquiera que viese una luz roja sentiría una irresistible atracción por atravesarla y alcanzar cuanto pudiera encontrarse tras ella.

El verde, mucho más abundante que el rojo en la naturaleza, propone la calma. Cuenta al mundo una historia de paz y armonía, probablemente ficticia, que en nada anima a buscar emociones tras él. Adormece, entretiene... distrae nuestra atención de lo importante, de lo urgente. Hay quien lo utiliza para envolvernos con su infinito follaje, consiguiendo que la voluntad quede perdida en la inmensa profundidad de un bosque fresco e insondable, capaz de secuestrar la diligencia y cualquier otra virtud que nos aparte de la gula, la lujuria o la pereza. Verdes son los campos de la luminosa Arcadia o los celestiales Elíseos, por no hablar de las dulces laderas del Parnaso o de los fértiles valles que rodean el Olimpo.
El semáforo verde del espíritu no quiere indicarnos "adelante", sino que es una invitación al olvido, a deambular sin rumbo fijo por las praderas de la inercia y del delirio, poniendo en duda la pujanza del destino.

No es que esté defendiendo una propuesta para modificar los semáforos del mundo, nada más lejos de mi intención, pese a la lejana reflexión de mi compañero del Ramiro, el inefable 'Momia', quien advertía de los riesgos del doble significado del amarillo en las luces de tráfico (para unos significa "pisar a fondo el acelerador" y para otros, "frenar en seco"). El problema, advertía 'Momia', radicaba en las consecuencias de que tú seas de los segundos y el conductor del vehículo que va detrás de ti, de los primeros.

Pero, ya que estamos hablando del amarillo, debemos decir que la siempre sabia naturaleza apoya al bueno de Manuel Summers, en la reafirmación de que este espectro cromático debe ser asociado a una invitación a moderar los impulsos emocionales.
El uso improvisado de este color, tras un largo período de sinfonías verdes, seguidas por rojos intensos, provoca en el adversario (sobre todo, cuando este no cree que lo es) un desconcierto singular. Volviendo al símil del semáforo, es como si las tres luces empezasen a encenderse y apagarse, de forma sucesiva y desordenada, lo que, sin duda, culminaría en un caos generalizado que, con mucha probabilidad, estaba previsto en los planes iniciales de quien organizó la sucesión de colores.

Mucho cuidado con esta combinación, tan armónica y de inofensiva apariencia en los parques otoñales, puede estar ocultando despiadadas intenciones. Y las oculta muy bien.

domingo, 11 de noviembre de 2018

Mundos de tiza

Hoy, aniversario del viaje a Londres en el que Washington se acercó, por primera vez, a los fundamentos básicos del Zen, es un buen día para reflexionar sobre las diversas formas en las que podemos escribir nuestra propia vida. 

La concepción tradicional del mundo se divide, fundamentalmente, en real e imaginario, siendo, como es obvio, mucho más amplio e inabarcable el segundo de ellos.
Cierto es, por otra parte, que muchas veces la realidad supera a la ficción, pero nunca logra rebasar los límites de la imaginación.
Puestas así las cosas, realistas y soñadores han protagonizado, a lo largo de los siglos, una permanente lucha en la que no es habitual dar cuartel al adversario, pero no exenta de incursiones, más o menos esporádicas (casi siempre para recuperar fuerzas), en el territorio enemigo.

Existe, sin embargo, un tercer grupo, que defiende una singular teoría, a la que podríamos bautizar como 'mundo de tiza' (algunos expertos en mundología la denominan 'mundo de pizarra').
A mí me gusta más lo de la tiza, pues este es el elemento sustancial, ya que la pizarra puede ser sustituida (y, de hecho, lo es) por otras superficies que reúnan características similares. La tiza, por el contrario, es básica.

Tal vez el motivo por el que se le concede el nombre alternativo de 'pizarra' es porque este material suele ser el que mejor representa la naturaleza del espíritu de quienes pertenecen al mencionado tercer grupo. Nos referimos a las pizarras clásicas (ya casi desterradas en el uso escolar) que servían para que profesores y alumnos escribiesen sobre ellas.
Y lo hacían, claro está, con tizas. Tizas blandas, muchas veces blancas, pero también de colores que servían no solo para expresar algo de aparente relevancia sino, sobre todo, para exponerlo ante los demás como mensaje portador de veracidad y autenticidad, a través de un medio fiable para la audiencia que lo recibía.

Pues bien, los seguidores del 'mundo de tiza', son aquellos que escriben sus opiniones, sentimientos y emociones sobre la pizarra de su alma y los exponen, cuando consideran oportuno, a un grupo concreto de seguidores, alumnos o compañeros, entre los que se incluye, a veces, el profesor o maestro de turno.
La pizarra es dura y negra (aunque frágil, condición que no está reñida con la dureza, como muy bien señaló Mohs, quien al formular su famosísima escala, definió la dureza como la oposición que ofrecen los materiales a alteraciones como la penetración, la abrasión, el rayado, la cortadura y las deformaciones permanentes).
Por otra parte, la tiza es ideal para escribir o dibujar sobre la pizarra. Y, sobre todo, tiene la extraordinaria virtud de ser facilísima de borrar. Ni siquiera es sensible a la 'prueba del algodón', ya que no deja trazas en él cuando lo utilizamos para eliminar lo escrito.

La gran ventaja de los 'ciudadanos de la tiza' es que no necesitan pertenecer al grupo de los soñadores para inmaterializar su comportamiento o sus manifestaciones. Más bien, se consideran parte del mundo real,  aunque con la flexibilidad de que cuanto enseñan escrito sobre su conciencia puede ser borrado con suma facilidad. Un simple paño (si está humedecido con unas cuantas lágrimas se hace, aún, más eficaz) basta para que lo publicado en su espíritu desaparezca con la sencillez con la que lo hacen pañuelos, naipes o palomas de las manos de Tamariz o Copperfield.

Una vez limpia la pizarra, queda lista para un nuevo uso (pueden ser ilimitados, porque no se gasta nunca). He leído que los expertos más arriba mencionados piensan que el único inconveniente lo produce el polvo que les salpica, y puede que tengan razón, pero hay quien no se preocupa por tanto polvo, considerándolo parte del trabajo. De la misma forma, es pertinente señalar que quienes esgrimen la tiza como principal herramienta de defensa ante las vicisitudes de la vida, han modificado a su conveniencia ciertos detalles del enunciado de Mohs, a los que no prestan más que una relativa atención, como la oposición a ciertas cortaduras y, desde luego, a la penetración.

"Gajes del oficio", es la frase que más se repite en los mundos de tiza, cuando alguien trata de rebatirles (sin el más mínimo éxito) su peculiar manera de entender la vida. ¿Será, realmente, así? Yo he llegado a dudarlo, pero tengo amigos que aseguran que no les falta razón.

lunes, 8 de octubre de 2018

El otoño que no llega

Francesco miró, de nuevo, por la ventana. Nada. Ni el más mínimo síntoma de la llegada del otoño. La campiña toscana permanecía luminosa, pletórica de luz y colorido, como en si se hubiese quedado anclada en pleno ferragosto. Se volvió, lentamente, hacia el calendario que colgaba en la pared, junto a la vieja lámina de la Venus de Botticelli, y lo comprobó una vez más: 24 de octubre. Era una comprobación inútil, mecánica, porque sabía perfectamente qué día era. Hacía más de un mes que había comenzado el otoño, y el verano se negaba a aceptarlo.

Frente a su casa, un largo sendero, flanqueado por cipreses, se alejaba serpenteante hacia un pequeño grupo de casas que reposaba entre las praderas del valle y se perdía, después, en dirección a las suaves y verdes colinas que cerraban el horizonte. 
No es que fuese raro que algún año el verano durase un poco más de lo previsto, claro, pero nunca se había alargado tanto y con esa fortaleza. Eso sí era extraño. 
De hecho, todavía era más grave: ni siquiera parecía verano, sino primavera, una primavera deslumbrante que presionaba los sentidos, sin respeto alguno por las normas establecidas a través de los siglos. Pero eso ya era demasiado para Francesco. Prefería considerarlo verano, ya que aceptar que lo que inundaba los campos a finales del mes de octubre era primavera, sonaba casi a herejía astronómico-meteorológica.

Para mayor dislate, cada mañana una joven desconocida recorría el camino (sí, el de los cipreses), avanzando con paso lento en dirección a la cercana y minúscula aldea que se divisaba desde el piso alto de la casa.
Sus movimientos le resultaban familiares a Francesco, aunque no tenía la menor idea de quién era ni de dónde salía. 

–Tal vez surge de mis propios recuerdos –se decía a sí mismo, cuando cavilaba sobre la insistente aparición.

Porque Francesco ya estaba en esa edad en la que, tiempo atrás, se le hubiese calificado de 'anciano' o, como mínimo, de 'señor mayor'. Y, sin embargo, él no se sentía, en absoluto, como tal.
¿Qué le sucedía? ¿Por qué seguía sintiéndose joven, a pesar de que su pelo lucía, desde hacía tiempo, un color blanco que no dejaba duda alguna con respecto a su edad?

Se miró, una vez más, en el espejo de la sala y escudriñó todos los rasgos de su rostro. No tenía muchas arrugas, eso era cierto. Y sus ojos (necesitados ya de unas gafas que en su juventud nunca imaginó que llegaría a tener que usar), seguían manteniendo un brillo impropio de los años que tenían. Su cuerpo permanecía erguido, fuerte, razonablemente ágil, beneficiado por la inmensa suerte de no haber empezado, aún, a sufrir los achaques propios de haber superado los setenta...
Pero nada de eso explicaba lo que sentía en su interior: hoy en día, muchas personas mayores tenían una salud envidiable, pero, ¿conservaban, también, intactas, como le sucedía a él, todas esas ilusiones, sentimientos y emociones que parecían exclusivos de los espíritus juveniles? 

El espejo que había propiciado esta minuciosa observación se encontraba situado frente a la ventana, por lo que, detrás de su propia imagen, Francesco veía reflejado el camino de los cipreses. En ese momento, le pareció advertir algo que llamó su atención y, siempre de cara al espejo, desvió la mirada de su rostro y la dirigió al paisaje. Allí estaba la chica: de pie, quieta, parada en el centro del sendero y con su vista fija en la ventana. A Francesco le dio un vuelco el corazón. Nunca antes había sucedido eso. Él no tuvo fuerzas para darse la vuelta y mirar, directamente, por la ventana, sino que se quedó inmóvil, contemplando la escena que sucedía a sus espaldas a través del espejo. La chica esbozó una leve sonrisa, negó con la cabeza y giró sobre sus talones para emprender su marcha entre los oscuros cipreses, hasta perderse en la distancia.

Nunca más volvió a verla. Y Francesco envejeció.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Cuatrocientas veces

Habían sido, exactamente, cuatrocientas. Las había contado. Le pareció que era un buen número y, además, siempre le había gustado aquella película de Truffaut, sobre todo, por el título.

Ella las apuntaba, con mucho cuidado, en una agenda. Solo ponía una equis, claro, ya que era muy peligroso dejar más información por escrito. En todo caso, la suya era una agenda que hubiese llamado la atención de cualquiera, porque sus anotaciones se reducían a dos letras mayúsculas que unas veces estaban separadas y, otras, juntas: "TX". Casi siempre en ese orden, cuando aparecían las dos.

Desde hacía algún tiempo ya había decidido dejar de escribir equis, pero, cuando se percató de que apenas faltaban unas cuantas para llegar a las cuatrocientas, le pareció mejor seguir hasta alcanzar esa cifra. No quería pasarse, pero tampoco quedarse corta. 

Corría un ajetreado mes de agosto y, entre baños de madrugada en calas solitarias, bajo la distraída mirada de un hippie, seguidos por monótonas tardes observando cómo esforzados surfistas luchaban contra el imprevisible oleaje de la costa atlántica, hizo el recuento definitivo de las equis de su diario. Estaba segura de que unos días antes había anotado la que completaba esa cifra, pero necesitaba estar segura.
Sí, la del último golpe era con la que se alcanzaba el número del título de la película de Truffaut, todo estaba bajo control. La confirmación de este dato despertó su curiosidad sobre la cantidad de tes apuntadas, así que, con algo de pereza, empezó a contarlas. Pero, claro, fue incapaz de terminar, pues (tal como se temía) eran muchas más. Le parecieron tantas que llegó a marearse un poco, por lo que agradeció que fuera un café lo que se estaba tomando en la terraza de Dodin.


La verdad es que siempre le había parecido una incógnita el hecho de que los 'golpes' que recibe el protagonista de la película fuesen cuatrocientos, probablemente por su desconocimiento de la expresión francesa faire les quatre cents coups, que viene a ser algo así como 'meterse en problemas', pero dicho de una forma más retórica y con unas raíces etimológicas que evocan episodios militares y disparos de cañón.
Ella prefería pensar que el título se refería a los golpes que el destino asestaba al chico. Suponía que la cifra, siendo importante, era caprichosa, y le pareció un número redondo y bonito. Por ese motivo decidió darlos con exactitud y precisión, como un acto medido y controlado por su propia voluntad, un acto que llevaba aparejado un indiscutible triunfo para su orgullo.

Sin embargo, su vanidosa teoría distaba mucho de la realidad. La expresión se utiliza para referirse a una persona que lo prueba todo, que pasa por incontables experiencias desordenadas, que lo hace todo, lo vive todo... sin llegar a ningún lugar que signifique haber logrado algo bueno, auténtico o, al menos, positivo. ¡Qué paradoja, escribir cuatrocientas equis y acabar con el alma vacía!
Por eso no es de extrañar que todavía hoy, tantos años después de que marcase la que ella creyó que iba a ser la última equis de su diario, alguien murmure para sus adentros:

–Cette fille a fait les quatre cents coups! 

Porque las equis que vinieron después, no quiso escribirlas en su diario.

lunes, 27 de agosto de 2018

Armario con dragón

Desde hace ya un buen número de años, cuando se habla del tráfico que se genera alrededor de los armarios, es más habitual hacerlo refiriéndose a las salidas que a las entradas. Sin embargo, hubo un tiempo en el que alguno de estos muebles (cuyo uso lleva unas décadas en retroceso, ante la casi definitiva imposición de los empotrados sobre los tradicionales) se hizo célebre por lo que en él entró (sin desmerecer su vertiginosa salida, verdadera obra de arte del destino).

Se trata, claro está, de un mueble antiguo, elegante pero sencillo, sin el severo empaque, por ejemplo, del gran armario negro que perteneció a mi abuela, cuyos dos cajones secretos aún esconden algunos objetos misteriosos...
El armario al que me refiero es más bien pequeño, barnizado de color marrón caoba y con una luna cubriendo la casi totalidad de una de sus dos puertas. Digamos que pasaría desapercibido en cualquier casa antigua.
Se rumoreaba que guardaba un dragón en su interior (todavía lo tiene, eso es cierto), pero aquella tarde de domingo de 1967 fue el anfitrión de un huésped que protagonizó, sin quererlo, un episodio milagrosamente insólito. Y conservó su recuerdo para siempre, ya que lo sucedido puede ser olvidado, pero no borrado de la historia, por mucho que algunas personas se empeñen en ello.

Tres de los cinco actores ya no están en este mundo, así que resulta imposible conocer algunos detalles, que ya quedarán para siempre flotando en la inestable atmósfera de las conjeturas. No parece razonable, en cualquier caso, superado el medio siglo desde que aconteció, pormenorizar en detalles que, en nuestros días, serían, al menos, tachados de fantásticos.

Como siempre que ocurre algo extraordinario, fue preciso que se alinearan una serie de circunstancias, tal vez astrales, muy difíciles de predecir. 
Algo debió pasar en Torrelodones, sin duda, pero lo más excepcional fue lo del viejo ascensor: primero, el nombre pronunciado, desesperadamente, al abrir la puerta de la casa y el frenazo en seco de la destartalada cabina, que había comenzado su viaje ascendente con una exactitud imposible de ser calculada por el mismísimo Planck; luego, la aparición de una cara amiga, surgida del vacío para, con expresión inocente y timbre átono de voz, pronunciar un "¿Qué?", digno de Guillermo Brown tras la mayor de sus fechorías...

El trágico dragón griego entró y salió como solo pueden hacerlo los seres mitológicos: manifestando una presencia que no es posible confirmar por nadie que no cuente con el favor de los dioses, y manteniéndose perceptible, sin más, para el resto.

Con el paso de los años, ventanas, somieres, vagones de tren y hasta terrazas compitieron con el armario, pero nunca alcanzaron su nivel. Y es comprensible, pues un armario con dragón pertenece a una categoría indiscutiblemente superior. 
Yo recomiendo a todo el mundo que tenga uno. No son caros (de hecho, suelen heredarse), aunque tampoco son fáciles de conseguir.
¿Qué cuáles son sus ventajas? Múltiples y muy variadas. Pero la principal de ellas es la seguridad de que, pasado el tiempo, y muertos todos los humanos que hayan tenido algo que ver con él, el dragón seguirá presente en el armario y no permitirá que la sórdida vulgaridad de lo cotidiano triunfe sobre lo que allí fue prodigioso, si es que algo llegó a serlo. 
Otra de sus habituales características (no sé si definirla como ventaja) es que su espejo (es muy conveniente que lo tenga en el exterior) reflejará, de vez en cuando, imágenes que sucedieron ante él. Eso ocurre porque los espejos de los armarios con dragón tienen memoria y, aunque hay que reconocer que unos la tienen mejor y otros peor, casi todos guardan recuerdos que nos son mostrados fugaz y esporádicamente, incluso en la oscuridad. Creo que fue Louis Daguerre quien dijo que determinados tipos de azogue poseían cualidades similares a las de las primitivas cámaras oscuras fotográficas. Si no recuerdo mal, su teoría estaba basada en que esos particularísimos espejos habían sido fabricados con un mercurio tratado con fósforo. Al parecer, todos los que están instalados en armarios con dragón tienen esa particular composición y, en consecuencia, esta mencionada propiedad.
Nada ven, por el contrario esos tristes espejos colocados en el interior, sumidos siempre en una deprimente carencia de luz.

Yo estoy encantado con mi armario con dragón. No lo cambiaría por nada.

sábado, 25 de agosto de 2018

Usurpadores de nubes

Desde los Rolling Stones hasta los ángeles, lo piensan.
Y es que es irritante. Uno se evade, se coloca allí arriba, en su nube, ajeno a lo divino (con perdón, en el caso de los ángeles) y a lo humano, y ¡zas!, en cuanto nos descuidamos un instante, se nos planta al lado un pelma inoportuno que nos roba nuestra soledad.
Da igual que el pelma sea un bendito (peor, claro, si es un plasta contumaz), el caso es que invaden nuestro espacio jurisdiccional imaginario y se establecen en él como ocupas (me niego a escribirlo con k) legitimados por la falaz presunción de que los territorios intangibles son de propiedad colectiva.

La soledad espiritual es uno de los mayores bienes privados del ser humano. Y debería ser inviolable. Sin embargo, por desgracia (y por costumbre) se ve constantemente amenazada, cuando no atacada sin miramientos por la insensibilidad de esa mayoría que considera (espero que erróneamente) que el derecho a la impertinencia esta recogido, como inalienable, en buena parte de las constituciones modernas.

A veces, los agresores no son conscientes de que usurpan nuestro derecho fundamental a la soledad, sino que se consideran almas caritativas que vienen a librarnos de un supuesto mal. Un mal (un estado anímico, en realidad) que tiene pésima prensa entre la sociedad actual, que vierte sobre quienes buscan un poco de paz expresivos binomios, tales como 'bicho raro', 'lobo solitario', 'muerto viviente', 'loco peligroso' y otras lindezas similares.
Y lo malo no es que piensen así, sino que muchos se ven obligados a aplicarnos (me incluyo entre quienes buscan con frecuencia el refugio reconfortante de la soledad) una terapia agresivo-invasiva, de efectos devastadores para la salud mental de quien la sufre.

¿Tan difícil es entender que, casi siempre, quien se aísla del mundanal ruido lo hace para disfrutar de su soledad? ¿O darse cuenta de que el ensimismamiento de alguien en presencia de la grosera multitud es, en sí mismo, un goce (tal vez incompleto, por no poder difuminar del todo la cercanía física de los demás) para su espíritu?
– ¡Se acabó la tranquilidad! –suele exclamar mi nieta Manuela (y lo hace desde que tenía tres años de edad) cuando entra alguien en el recinto de la piscina, habitualmente solitaria, en la que pasa algunas mañanas durante sus vacaciones escolares.

La felicidad de flotar en una nube propia, alejado del bullicio mundano, es un placer que rejuvenece y renueva nuestras energías, como ya decía, hace casi tres siglos, Luc de Clapiers: "La soledad es al espíritu lo que la dieta al cuerpo".

No son pocos los sabios, escritores y filósofos que han cantado las excelencias morales (yo diría que, también, físicas) de la soledad. Fray Luis de León, Baltasar Gracián, el propio Platón... y hasta don Juan Tenorio ("¡Cuán gritan esos malditos"!) han insistido en ello. Pero de poco ha servido, la indocumentada y mediocre masa vulgar que hoy domina el mundo sigue empeñada en usurpar nuestra particular nube y arrebatarnos lo poco que nos queda de íntima soledad.

Ya sabemos que la humanidad es molesta (viejo dicho de Taiwan Bird), pero, ya que hemos renunciado a librarnos de ella en tierra firme... ¡que, al menos, nos dejen volar felices por nuestras maravillosas y blancas nubes!

miércoles, 22 de agosto de 2018

Un leopardo en la terraza

Juventino Pertejo Fidalgo era un hombre serio, prudente y leal. Siempre me pareció una buena persona. Era el hombre de confianza del presidente de la compañía y no cabía duda de que dirigía la empresa con sobriedad y haciendo gala de la formalidad y honradez que requería una familia respetable, como la que era propietaria de aquel solvente y bien gestionado grupo empresarial.

Ir a visitarle era siempre una buena oportunidad para reafirmar la evidencia de que las cosas no son, en todas las ocasiones, como la tradición nos ha enseñado. Por ejemplo, que la mayor empresa fabricante de aceite de España tuviera su sede en León y por marca un apellido vasco insólitamente acentuado... o que su director general respondiese a esa curiosa y nada frecuente combinación de nombre y apellidos.

Tal vez por eso no debería habernos sorprendido tanto el hallazgo que hicimos aquella noche. Pero sí nos sorprendió. Y mucho.
No sé si en aquellos tiempos todas las habitaciones del Hostal San Marcos eran tan impresionantes como las nuestras. Si lo eran, la categoría de cualquier establecimiento hotelero de los que hoy consideramos 'de lujo' debería ser puesta en tela de juicio.

En cualquier caso, nada de lo hasta ahora dicho justifica que en la terraza de la habitación contigua hubiese un leopardo. 
Por un momento, llegamos a pensar que todas las habitaciones venían con leopardo incorporado, pero no era así. Tras una concienzuda inspección de las tres que nos habían sido asignadas, pudimos constatar que ninguna de ellas tenía entre sus enseres felino alguno. 
Cierto es que este hecho nos produjo, en un principio, un ligero desánimo, ya que, en nuestro fuero interno, lo tomamos como un desprecio hacia nosotros, aunque era justo reconocer que esa inferior categoría de alojamiento que se nos había asignado eliminaba, indiscutiblemente, la incomodidad de vernos obligados a reconocer que ignorábamos cómo manejarnos con soltura en una habitación con leopardo.

Algo que, sin duda, nuestro vecino había solventado con la resolución propia de un viajero más experimentado: colocando al leopardo en la terraza con naturalidad y desapego emocional, tal como solemos hacer los demás mortales cuando guardamos en el altillo del armario esas colchas grandilocuentes y pasadas de moda con las que algunos establecimientos hoteleros tratan de compensar (sin mucho éxito) otras carencias más relevantes para el huésped. 

Puestas así las cosas, nos pareció prudente cerrar a conciencia nuestras respectivas terrazas y encomendarnos a Morfeo, en la medida de nuestras algo alteradas posibilidades.

A la mañana siguiente nadie quería hablar del leopardo, ya que todos temíamos haberlo imaginado y provocar la burla o, al menos, la hilaridad de nuestros compañeros. Pero el leopardo era real, así que empezó a tomar cuerpo una nueva teoría: el animal no estaba incluido en la habitación, sino que viajaba con su dueño, de ciudad en ciudad, de hotel en hotel. Era tan inverosímil como la que suponía al leopardo una extravagancia 'daliniana' del Hostal San Marcos, pero en el capítulo de animales de compañía aún no estaba todo dicho, dado que el Trivial Pursuit todavía no había sido inventado.


Un poco más tarde ya estábamos reunidos con don Juventino Pertejo Fidalgo, discutiendo con él los pormenores del diseño de las nuevas etiquetas y hablando del próximo lanzamiento publicitario del aceite de girasol de la compañía.

Por diversos motivos (no todos abordados en este somero resumen), a nuestro regreso no se comentó con casi nadie el incidente nocturno. Quizá fue porque quienes se quedaron en Madrid, en aquel lejano 1972, no estaban en condiciones de asumir el hecho de que los leopardos pueden estar escondidos donde menos te lo esperas, y, quienes sabíamos que la fiera estaba agazapada esperando que alguien le abriese una puerta, jugábamos con una ventaja de la que nunca quisimos presumir. 

Eso sí, a don Juventino Pertejo Fidalgo le seguimos recordando con sincero cariño.

martes, 21 de agosto de 2018

La lluvia que no(s) une

Hubo un tiempo en el que la lluvia unía. Lo recuerdo muy bien.
Empezaba a llover y el paraguas acogía bajo su protectora cúpula a quienes anhelaban amparo y compañía. Era una época feliz. La gente buscaba la lluvia desesperadamente. Sobre todo, en aquel lejano lugar en el que la soledad y la sequía consumían en silencio las almas y los corazones.
–¡Llueve! –gritaban. Y todos corrían a refugiarse juntos, huyendo de esa habitual tristeza que, de un modo u otro, les perseguía durante el día y les atrapaba cada noche.

La lluvia liberaba los sueños y empapaba las penas hasta disolverlas con su acompasado murmullo de esperanza. Un murmullo que camuflaba las lágrimas y provocaba fugaces destellos en unas miradas que, a veces, llegaban a empañarse con una pátina de alegría.

Daba igual que se tratase de un simple sirimiri o de una feroz tormenta. Siempre unía. Ni siquiera nos parecía agua lo que caía del cielo. Casi pensábamos que se trataba de una emulsión dulce y adhesiva, que resbalaba por la piel, pero se pegaba al espíritu.
Cuando llovía, las emociones se buscaban unas a otras y hacían que nos sintiésemos mejores, más felices, más próximos.

No llovía café, como diría Juan Luis Guerra, sino perfume. Un perfume suave, con un intenso olor a tierra o con un leve aroma de jazmines frescos. En ocasiones tenía, incluso, ese intenso acento que desprenden los limones de Praiano... o el, aún más dulce, de los verdes higos que maduran en el valle del torrente Dragone.

–Cuando llueve vida, los sentimientos crecen –aseguraba un viejo amigo que solo se enamoraba en los días lluviosos.
Y tenía razón: mirabas a tu alrededor y la melancolía florecía, trepando, alegre y colorida por las vallas, como si fuera la buganvilla que inunda la Via Tragara cuando llega el verano a Capri.


Ahora ya no es así. La lluvia de hoy desune. Hace que cada uno se esconda bajo su propio paraguas y solo vea su silueta reflejada en la calzada mojada. Los cuerpos se separan, los pensamientos se alejan y ni las sombras quieren juntarse en el suelo, empapado por un olvido en el que se diluye lo que queda de unas ilusiones encogidas, débiles e irreversiblemente enfermas.
Es curioso comprobar cómo dos personas apenas alejadas unos centímetros y que se mueven en la misma dirección, avanzan sin mirarse, olvidando que ayer, cuando la lluvia unía, caminaban juntas y eran más fuertes, más felices, más audaces...

–Si, al menos, lloviese solo por la noche –suspiraba una voz.
–Si saliera el arco iris una tarde –susurraba otra.

Pero aquellos días del arcobaleno se habían ido para no volver y el corazón ya nada tenía de gitano. La lluvia, la despiadada lluvia nos había condenado a seguir bajando por la interminable cuesta del otoño, sin dejarnos mirar a quien ayer se apresuraba a abrazarnos cuando las nubes destilaban sus caricias sobre nuestro espíritu. La lluvia ya no une. Nos separa.

martes, 7 de agosto de 2018

Flecos

Todas las tardes, a la misma hora, se sentaba unos minutos en su pequeña butaca, frente al balcón abierto sobre el lago y las montañas.
Llevaba tanto tiempo haciéndolo que ya había olvidado el origen de esa rutinaria costumbre, pero, pese a ello, un extraño impulso le guiaba a diario hacia su asiento vespertino. Ni siquiera lo hacía para relajarse, pues, apenas adoptaba esa, en apariencia, tranquila posición, su corazón empezaba a latir un poco más deprisa e, incluso, presentaba ciertos síntomas de una incipiente arritmia que hubiese puesto en guardia a cualquier persona que estuviese un poco preocupada por su salud.

Sin embargo, Eduardo Enrique Nicolás (esos eran los tres nombres de pila de nuestro solitario personaje) nunca prestó atención a su estado físico. Y a su estado mental, tampoco.
Cierto es que, desde su ya lejana niñez, no había visitado al médico. Jamás pisó un hospital y, por otra parte, su relación con el mundo de la psiquiatría era inexistente.

Eduardo Enrique Nicolás estaba casado. O, al menos, eso creía él, porque hacía muchos años que no veía a su mujer. Exactamente desde aquella tarde en la que ella se fue en el vaporetto que cruzaba el lago, cansada de todo. Y también creía tener hijos... aunque no le visitaban nunca. Antes iban a verle con regularidad, pero una vez convencidos de que Eduardo Enrique Nicolás no tenía intención de darles su herencia en vida, decidieron esperar a que hubiese muerto para volver. 

Hemos dicho antes que Eduardo Enrique Nicolás siempre se sentaba a la misma hora, pero es preciso especificar que nos referíamos a la solar. Es decir, se sentaba unos pocos minutos en su butaca, justo media hora antes de la puesta de sol. Y ni siquiera miraba por el balcón, sino que solía entretenerse jugando con los largos flecos que colgaban de la parte inferior del asiento. Tanto jugaba con esos flecos que ya se veían irregulares, habiendo dejado tiempo atrás la perfecta simetría que, en su día, buscó el tapicero al reparar con esmero la vetusta butaca que, a pesar del diario trasiego, conservaba la sobria y noble elegancia con la que había sido diseñada.

Lo que, en realidad, pensaba Eduardo Enrique Nicolás en ese repetido rato vespertino era en que la vida tenía, como la butaca, muchos flecos. Y que era imposible intentar abarcarlos todos. 
Trabajo, familia, sueños, amistades, ilusiones, finanzas, amores, recuerdos... Demasiados flecos como para manejarlos con acierto. Y él no quería renunciar a ninguno. Los malos se iban olvidando solos, eso sí, ¡pero eran tantos los buenos! Una y otra vez se paseaban por su mente, como fantasmas burlones e inclementes, constantemente dispuestos a lanzar sus dardos de nostalgia, a chantajearle emocionalmente o a coaccionar su voluntad. Eran faunos despiadados que bajaban cada tarde del antro Coricio para robarle las ninfas que habitaban en su memoria, mientras sembraban el pánico entre los dorados rebaños de sueños que todavía correteaban por las laderas de sus sentimientos.

Eduardo Enrique Nicolás estaba condenado a seguir unido a su butaca de por vida. Solo sería capaz de librarse de ella si, algún día, llegaban a desaparecer todos sus flecos. Pero los flecos de la vida son muy duraderos. Y se nos enredan en los dedos con una facilidad extraordinaria...

Es algo grave, sobre todo cuando apenas nos queda una hora de sol.

lunes, 28 de mayo de 2018

Bailes de salón

Mala Estrella se quejaba de que siempre le tocaba bailar con la más fea. Y, la verdad, es que era lo habitual... aunque no fue así todas las veces. 
En cualquier caso, no es lo más grave que puede ocurrir en lo que a bailes se refiere. Hay, por ejemplo, una famosa micro-novela que habla de ello:

–Que nos quiten lo 'bailao' –dijo él.
Y ella se lo quitó.

La novela es corta en texto escrito, sí, pero cuenta, con poquísimas palabras, una historia muy larga. Y, más allá del relato, recoge un hecho espantoso, aparentemente insólito, pero posible.
Al protagonista le robaron de tal forma que no le dejaron ni los recuerdos. No fue un problema de olvido, sino que todo lo bueno de su pasado se diluyó como un terrón de azúcar en un vaso de agua. Eso sí, dejando, además, un sabor amargo en lugar de dulce.
¿Es difícil hacerlo? Sí, lo es. Solo los consumados especialistas son capaces de lograrlo. Para ello es imprescindible una combinación de técnicas (muy sofisticadas, desde luego), aplicadas con precisión de expertísimo neurocirujano. 

Creo que la micro-novela se llamaba 'Bailes de salón'. Si estoy en lo cierto (por suerte mi memoria no es muy buena), hemos de convenir que el título es acertado. El de salón suele modificar la naturaleza original de lo que describe. Así ocurre, sin ir más lejos, con el toreo, ya que cuando alguien lo practica en esa modalidad, lo hace eliminando el principal elemento de la auténtica lidia: el toro.
El caso del baile es distinto. Tiene un doble sentido. El original, habla de un tipo de danza realizada por parejas en locales cerrados y siguiendo pautas convencionales (con independencia de que el ritmo seguido sea más o menos moderno). En su otra acepción, sin embargo, se refiere a parejas distorsionadas por una realidad engañosa, en la que uno de los participantes evoluciona con excepcional arte y soltura alrededor de su partenaire (lo pongo en cursiva pese a estar aceptado por la RAE), consiguiendo con sus movimientos un efecto aparente que nada tiene que ver con el objetivo de sus contoneos.

Es indiscutible que nunca han faltado en el mundo formas rítmicas (muy populares algunas) de cortejar, marear perdices e, incluso, de hacer política, pero esos bailes de salón suelen estar basados en pautas bien aceptadas y sobradamente conocidas por casi todos. El robo retroactivo de 'bailes' vividos es otra cosa. 
Salomé bailó para estar en condiciones de exigirle a Herodes la cabeza de Juan, pero no osó borrar de la historia la labor del Bautista. Fue un baile de salón, claro, pero nadie pudo quitarle lo por él 'bailao' a orillas del Jordán.

Por el contrario, al personaje de la micro-novela (Él) no le quitaron la cabeza, sino todo lo danzado, a lo largo de su vida con Ella. El método (digámoslo ya, de una vez) consiste en destruir, machacar, ennegrecer y descuartizar cuanto forme parte de un pasado que parezca (solo parezca) haber merecido la pena. No basta con volatilizar el futuro. Hay que masacrar el pasado, triturarlo, emponzoñarlo... 
Para quitar lo 'bailao' hay que vaciar el alma y envenenar los sentimientos del viejo partenaire, para evitar que pueda seguir alimentándose de ellos.

Y es que, a veces, en los bailes de salón de la vida, hay cosas mucho peores que las que le solían pasar a Mala Estrella.

viernes, 13 de abril de 2018

Six&Siesta

Me llamó mucho la atención el curioso nombre de aquel local londinense. No recuerdo muy bien si estaba en Mayfair o en Knightsbridge, pero este detalle no es demasiado relevante en esta historia. O, tal vez, sí.
El rótulo que presidía el viejo portón destartalado seguía manteniendo un cierto aire de actualidad, a pesar del inexorable paso del tiempo, que se apreciaba a primera vista.

–Fue un salón de té –dijo el conserje de un edificio próximo mientras limpiaba los cristales de su portal–. Cerró hace años.

Hice unas cuantas preguntas más, pero mi improvisado interlocutor se limitó a encogerse de hombros, sin apartar la mirada de su trabajo, en el que estaba, al menos en apariencia, absolutamente enfrascado.
Pero tanto me había intrigado el singular aspecto del rótulo que volví a insistir:
–¿Hay alguna forma de poder verlo por dentro?
–Por detrás –respondió–. La tapia del patio trasero está medio rota. 

Di la vuelta por una estrecha bocacalle y, girando a la derecha, me encontré con un pequeño paso, paralelo a la valla que había mencionado mi poco expresivo informador.
Efectivamente, una destartalada tapia protegía un minúsculo patio al que daban un par de ventanas y una puerta. Desde esta nueva perspectiva me pareció que nada especial se escondía tras ellas, por lo que estuve tentado de suspender mi proyecto de investigación.
Sin embargo, cuando ya giraba sobre mis talones para regresar a otras actividades menos emocionantes, me pareció ver algo que despertó mi curiosidad.
A través de una de las ventanas, algo brillaba de forma intermitente. Con timidez, como si solo quisiera atraer la atención de alguien en concreto, mientras su señal pasaba desapercibida para todos los demás. Creo que ese pensamiento (y, en especial, la remota posibilidad de que yo fuese el elegido destinatario del mensaje luminoso) fue lo que me hizo saltar al patio y acercarme a la puerta. 

Aquella entrada posterior, lógicamente, estaba cerrada. Pero una de las ventanas tenía un cristal roto. No fue difícil introducir por él mi mano y abrir el pestillo desde dentro. Una vez abierta, fue muy sencillo pasar al interior.

Lo que, en penumbra, apareció ante mis ojos fue algo más que una sorpresa. El lugar estaba abandonado, sí, pero por todas partes había señales de actividad reciente.
Un gran espejo era la causa del destello que había visto desde fuera. Frente a él, el trípode de una máquina fotográfica daba la impresión de haber sido utilizado para captar una imagen frontal del propio espejo. Al fondo, un viejo piano polvoriento, con una partitura en el atril, en la que, sobre las notas, podía leerse: "Cavalleria Rusticana - Intermezzo (P. Mascagni)".

Sillas rotas, alguna mesa, restos de vajillas de porcelana... ¡y una tetera humeante! 
Este último descubrimiento me asustó. ¿Habría alguien en aquel local abandonado? Nada, aparte del vapor que desprendía la tetera, parecía indicarlo. Tuve un instante de vacilación, pero, movido por un misterioso impulso y con la sensación de conocer aquel extraño lugar, seguí husmeando.

Una escalera me ofreció la posibilidad de elegir entre bajar al sótano o subir al primer piso. En la pared, medio borrados por la humedad y el paso del tiempo, dos letreros. El que señalaba el camino del subsuelo, rezaba: "Six". En el otro, que marcaba el ascenso al piso superior, se leía: "Siesta". Me asomé al hueco de la escalera y me dio la sensación de escuchar la voz de Leonard Cohen. No sé si cantaba 'Take this waltz' o 'Dance me to the end of love', por lo que me aventuré a bajar unos pocos escalones y traté de prestar atención. No tuve éxito. Ya no se oía nada.

Del piso de arriba bajaba un aroma que podríamos definir como giorgiano, mientras que la voz (también se percibían los acordes lejanos de una canción) recordaba a la de Pavarotti entonando una composición de Lucio Dalla. De todas formas, al igual que había sucedido unos momentos antes con la otra melodía, pronto dejó de sonar.

No tuve valor para subir o bajar. Ya estaba decidido a marcharme cuanto antes de allí, cuando me fijé en una hoja que, arrancada de un libro, reposaba sobre el primer peldaño del tramo ascendente de la escalera. Era un poema:

I hide myself within my flower,
That wearing on your breast,
You, unsuspecting, wear me too
And angels know the rest.

I hide myself within my flower,
That, fading from your vase,
You, unsuspecting, feel for me
Almost a loneliness.

Yo lo conocía. Estaba seguro de ello, pese a no ser capaz, en ese instante, de recordar dónde o cuándo lo había leído...
De pronto, el reloj de una torre cercana dio seis campanadas. Miré mi reloj: eran las siete. El leve perfume giorgiano llegó, de nuevo, hasta mí. Y yo escapé, precipitándome en mi huida hacia la blanda y adormecida niebla que empezaba a inundar la tarde londinense.

Nunca más volví.


martes, 30 de enero de 2018

Por 'sport'

Silvia practicaba el sexo como otros practican el tennis: por sport.
Obsérvese que he escrito 'tennis' y no 'tenis'. De igual forma, he dicho 'por sport' y no 'como deporte'. En ninguno de los dos casos han sido lapsus lingüísticos ni afectados anglicismos, sino, por el contrario, precisiones pertinentes al matiz que trato de resaltar al referirme al comportamiento sexual de Silvia.

La mayoría de quienes son aficionados al tenis, lo juegan con el propósito de ejercitar una actividad sana y divertida, recomendable, además, para mantener un satisfactorio tono físico
Sin embargo, hubo una época en la que se practicaba el tennis más como expresión de una actitud social y lúdica, no exenta de ser considerada como signo externo de un determinado estilo de vida. Para entenderlo mejor, basta con dar un vistazo a la escena de Helena Bonham Carter y Julian Sands jugándolo en 'Una habitación con vistas' (la magnífica película de James Ivory), mientras Daniel Day-Lewis lee 'Under a Loggia'.
Pues así practicaba Silvia el sexo: con un cierto desenfado, ligero hastío y una relajada displicencia. Lo hacía por sport. Ni siquiera como deporte.

Durante muchos años mantuvo su costumbre. De forma automática, natural, sin apenas dramatismo ni entusiasmo. Tampoco tenía necesidad ni deseo particular alguno de buscar acompañantes específicos para hacerlo; simplemente elegía entre los que iba encontrando.
Y lo hacía como en el tennis (o en el tenis, que aquí da lo mismo): siempre con una red de por medio.
Para Silvia, la práctica del sexo exigía de una red protectora. Daba igual que la pista fuese de hierba, ceniza, arena o, incluso, cemento (estas últimas le gustaban menos, desde luego). La red era innegociable, ya que Silvia no se consideraba a sí misma una seguidora de la gran Pinito del Oro y, por lo tanto, el riesgo no era una opción.
No nos referimos, claro está, a peligros de tipo físico (para los que la red hubiese resultado un método de nula eficacia), sino a las connotaciones emocionales, sentimentales o psicológicas que muchas personas (no todas) consideran inherentes a las relaciones sexuales.

Es de justicia señalar que la práctica de Silvia era amateur (esta vez el galicismo también es oportuno, pues podría inducir a error manifestar que era 'aficionada' al sexo). Silvia era una excelente amatrice, lo que quiere decir que, sin pretender vivir de ello, nunca renunciaba a los beneficios colaterales que se derivaban de la materialización de lo que amaba.
Porque una amatrice (femenino en desuso de amateur) es, desde el punto de vista etimológico, 'aquella que ama'.
En cualquier caso, el comportamiento sexual de Silvia carece de importancia más allá de servir como detalle ilustrativo de su personalidad. 

Superada su turbulenta juventud, Silvia pasó por el resto de su vida haciendo alarde de un equilibrio extraño e inestable, tratando de mantenerse erguida mientras deambulaba por esa estrechísima línea verde (que no roja) que apenas separa la ambición del orgullo.
Las crónicas no dejaron constancia de su éxito o fracaso, pero sí mencionan que, pese a todo, alguien la quiso. Sin duda fue un amor unilateral, independiente... tal vez republicano.
Años después (nadie sabe, a ciencia cierta, cuántos), Silvia murió. No se produjo este luctuoso acontecimiento en circunstancias tan trágicas como las que nos describe Espronceda en su bello Canto a Teresa, pero en cierto modo lo recuerda, aunque parece que alguien depositó un ramo de rosas sobre su ataúd. 

Transcurrido mucho tiempo, fue preciso exhumar sus restos por un problema con el estado de conservación de su sepultura. Lo que ocurrió ese día nos lo cuenta mejor este poema:

Delicada y poderosa
fue la respuesta del tiempo.
Al abrir aquella tumba,
estaban frescas las rosas 
y marchitos los recuerdos.

En la lápida rezaba,
grabado sobre el granito,
el epitafio maldito
que cinceló con sus versos:
No me esperes ni me nombres
que mi amor fue solo viento...

martes, 23 de enero de 2018

El aroma de las mimosas

A ella le gustaba mucho el aroma de las mimosas. Seguramente porque eran las primeras en florecer y, sobre todo, porque lo hacían en pleno invierno.
Las flores que nacen en invierno son las mejores, pensaba. No hacía falta esperar hasta la remolona primavera para disfrutarlas. Y, además, le fascinaba su color. Ese amarillo tan intenso (que a ella le parecía idéntico al de los oros de la baraja española). Porque los oros le encantaban. Odiaba los bastos, ignoraba las espadas y solo disfrutaba de las copas a escondidas, pero los oros eran otra cosa: ni verdes, ni azules, ni rojos... Intensos, luminosos y con ese olor a mimosas (porque ella sostenía que el oro, el verdadero oro, olía a mimosas) tan poderoso y dulce.

Las mimosas eran, para ella, el antídoto de los claveles. Desde un lejano día de junio tenía clavados, en ese lugar del espíritu donde otras personas llevan los sentimientos, cincuenta y cinco claveles de color naranja. Tal vez fuera esa inapropiada tonalidad la que soliviantó a aquel incómodo personaje con nombre de cantante mexicano, a quien un par de cocidos madrileños, simultáneamente aliñados, produjeron una indigestión de proporciones cósmicas.
Pero también es posible que nada tuvieran que ver los claveles con las mimosas y que su fervor por estas tempranas flores viniera, tan solo, de su inclinación por el brillo del oro de las barajas de Heraclio Fournier.

Ella, la amante de las mimosas, tenía complejo de Alicia. Siempre quería estar en un país de eternas maravillas, aunque para ello fuese preciso perseguir a un conejo blanco (o de cualquier otro pelaje) a través de agujeros de todo tipo, caer al vacío por el hueco del viejo tronco de un árbol o, incluso, tomar todas las tardes el té con algún sombrerero loco.

A veces soñaba con rosas rojas, pintadas con la sangre de muchachas que se aventuraban a cruzar el espejo que las separaba del reino de corazones, pero el suyo siempre estaba a salvo, gracias a su inveterada costumbre de no llevarlo nunca en el pecho. Una medida, sin duda, de extraordinaria prudencia.

En enero, llegaba a ella el aroma dulzón de las mimosas. Y eso le funcionaba como una droga, que se iba convirtiendo en adicción con el paso de los años. Su cuerpo se llenaba de una sensación tibia, suave y delicada, capaz de adormecer los sentidos. Muchas tardes, a última hora, embriagada por la invisible polución de esas flores amarillas, leía a Juan Ramón: "El dormir es como un puente que va del hoy al mañana. Por debajo, como un sueño, pasa el agua, pasa el alma".

Pero claro, olvidaba que ella no tenía alma. Y menos en el mes de enero.