viernes, 13 de abril de 2018

Six&Siesta

Me llamó mucho la atención el curioso nombre de aquel local londinense. No recuerdo muy bien si estaba en Mayfair o en Knightsbridge, pero este detalle no es demasiado relevante en esta historia. O, tal vez, sí.
El rótulo que presidía el viejo portón destartalado seguía manteniendo un cierto aire de actualidad, a pesar del inexorable paso del tiempo, que se apreciaba a primera vista.

–Fue un salón de té –dijo el conserje de un edificio próximo mientras limpiaba los cristales de su portal–. Cerró hace años.

Hice unas cuantas preguntas más, pero mi improvisado interlocutor se limitó a encogerse de hombros, sin apartar la mirada de su trabajo, en el que estaba, al menos en apariencia, absolutamente enfrascado.
Pero tanto me había intrigado el singular aspecto del rótulo que volví a insistir:
–¿Hay alguna forma de poder verlo por dentro?
–Por detrás –respondió–. La tapia del patio trasero está medio rota. 

Di la vuelta por una estrecha bocacalle y, girando a la derecha, me encontré con un pequeño paso, paralelo a la valla que había mencionado mi poco expresivo informador.
Efectivamente, una destartalada tapia protegía un minúsculo patio al que daban un par de ventanas y una puerta. Desde esta nueva perspectiva me pareció que nada especial se escondía tras ellas, por lo que estuve tentado de suspender mi proyecto de investigación.
Sin embargo, cuando ya giraba sobre mis talones para regresar a otras actividades menos emocionantes, me pareció ver algo que despertó mi curiosidad.
A través de una de las ventanas, algo brillaba de forma intermitente. Con timidez, como si solo quisiera atraer la atención de alguien en concreto, mientras su señal pasaba desapercibida para todos los demás. Creo que ese pensamiento (y, en especial, la remota posibilidad de que yo fuese el elegido destinatario del mensaje luminoso) fue lo que me hizo saltar al patio y acercarme a la puerta. 

Aquella entrada posterior, lógicamente, estaba cerrada. Pero una de las ventanas tenía un cristal roto. No fue difícil introducir por él mi mano y abrir el pestillo desde dentro. Una vez abierta, fue muy sencillo pasar al interior.

Lo que, en penumbra, apareció ante mis ojos fue algo más que una sorpresa. El lugar estaba abandonado, sí, pero por todas partes había señales de actividad reciente.
Un gran espejo era la causa del destello que había visto desde fuera. Frente a él, el trípode de una máquina fotográfica daba la impresión de haber sido utilizado para captar una imagen frontal del propio espejo. Al fondo, un viejo piano polvoriento, con una partitura en el atril, en la que, sobre las notas, podía leerse: "Cavalleria Rusticana - Intermezzo (P. Mascagni)".

Sillas rotas, alguna mesa, restos de vajillas de porcelana... ¡y una tetera humeante! 
Este último descubrimiento me asustó. ¿Habría alguien en aquel local abandonado? Nada, aparte del vapor que desprendía la tetera, parecía indicarlo. Tuve un instante de vacilación, pero, movido por un misterioso impulso y con la sensación de conocer aquel extraño lugar, seguí husmeando.

Una escalera me ofreció la posibilidad de elegir entre bajar al sótano o subir al primer piso. En la pared, medio borrados por la humedad y el paso del tiempo, dos letreros. El que señalaba el camino del subsuelo, rezaba: "Six". En el otro, que marcaba el ascenso al piso superior, se leía: "Siesta". Me asomé al hueco de la escalera y me dio la sensación de escuchar la voz de Leonard Cohen. No sé si cantaba 'Take this waltz' o 'Dance me to the end of love', por lo que me aventuré a bajar unos pocos escalones y traté de prestar atención. No tuve éxito. Ya no se oía nada.

Del piso de arriba bajaba un aroma que podríamos definir como giorgiano, mientras que la voz (también se percibían los acordes lejanos de una canción) recordaba a la de Pavarotti entonando una composición de Lucio Dalla. De todas formas, al igual que había sucedido unos momentos antes con la otra melodía, pronto dejó de sonar.

No tuve valor para subir o bajar. Ya estaba decidido a marcharme cuanto antes de allí, cuando me fijé en una hoja que, arrancada de un libro, reposaba sobre el primer peldaño del tramo ascendente de la escalera. Era un poema:

I hide myself within my flower,
That wearing on your breast,
You, unsuspecting, wear me too
And angels know the rest.

I hide myself within my flower,
That, fading from your vase,
You, unsuspecting, feel for me
Almost a loneliness.

Yo lo conocía. Estaba seguro de ello, pese a no ser capaz, en ese instante, de recordar dónde o cuándo lo había leído...
De pronto, el reloj de una torre cercana dio seis campanadas. Miré mi reloj: eran las siete. El leve perfume giorgiano llegó, de nuevo, hasta mí. Y yo escapé, precipitándome en mi huida hacia la blanda y adormecida niebla que empezaba a inundar la tarde londinense.

Nunca más volví.