martes, 30 de enero de 2024

A medio camino de las nubes

Hay caminos despiadadamente largos.

Son esos que (a todos nos ha tocado recorrerlos alguna vez) parecen no tener fin, aquellos que cuando esperamos que nuestra meta se encuentre detrás de la siguiente loma, surge ante nosotros, al remontarla, un nuevo y lejano horizonte a cuyos límites apenas alcanza la vista.
Muchos de ellos se abandonan. Unos por cansancio, otros por desánimo... y, los más, por olvido.
No es difícil olvidar para un caminante. Todo lo contrario: el olvido surge en cada cruce, en cada curva, y, sobre todo, en esas rectas interminables que se endurecen bajo el castigo del sol implacable que, con tantos pasos encadenados sin apenas pausa, llega a provocar espejismos e ilusiones engañosas que perturban nuestra memoria, llevándola al límite de sus fuerzas.

Para quien, estimulado por la fantasía creada por su espíritu, tiene como punto fijado de destino algo tan intangible como las nubes, ese camino acaba haciéndose eterno.
Sin embargo, son muchos los que siguen sendas así de improbables, algunas de las cuales pueden llegar a ser tan escarpadas como desalentadoras. Moverse por esos senderos imaginarios no es nada extraño.

El caso de mi amigo S.F. es el que mejor conozco entre las innumerables historias que he escuchado sobre estos legendarios caminantes.
Debo referirme a él como S.F. (sus iniciales) porque sé que no le gustaría que diera a conocer su nombre. Y no es por timidez, sino porque sigue sin renunciar a alcanzar sus nubes y, claro, cree que no mantener su anonimato podría traerle mala suerte. Ya se sabe que eso pasa con frecuencia.

S.F. tuvo el valor (otros lo llamarían osadía) de pretender alcanzar las nubes, conociendo la dificultad del empeño. Como buen estoico, sabía que solo debía dejarse influir por aquello que le incumbía personalmente. Todo lo que estaba fuera de su control no tenía que ser considerado si quería lograr su objetivo. Con esa firme actitud y convencimiento emprendió su viaje.
Cierto es que sus nubes eran unas nubes muy particulares. Cada uno de nosotros tenemos las nuestras. Y la verdad es que no nos gusta compartirlas con los demás. Porque, aunque la mayoría vuelen por el cielo (las que están a ras de suelo se llaman de diferente manera), no todos las vemos igual. Ni tienen el mismo significado.

El camino era estrecho y blanco. Seguirlo era de su incumbencia (así lo diría Epicteto), pero fuera de él todo era ajeno a su voluntad. Si permitía que la ansiedad provocada por una verdad imaginaria ocupase el lugar de la realidad, estaría perdido. Y S.F. no lo permitió: durante casi veinte años mantuvo, firme, su marcha, sin abandonar el sendero que se había marcado. Pese a ello, en todo ese tiempo no le pareció que las nubes hacia las que avanzaba llegasen a estar más cerca de él...

Cuando, según sus propios cálculos, se encontraba a mitad de su camino, tropezó con un inmenso árbol que se alzaba frente a él. Era un ejemplar extraordinario que, sin llegar a impedir el paso, tenía capacidad para desviar hacia su enorme copa la atención de cualquier caminante. Un árbol frondoso, inmenso, cuya sombra invitaba a reposar, dando la impresión de poseer el poder de refrescar el pensamiento y aligerar el alma.

Pese a las apariencias, el alma de S.F. no se aligeró. El árbol, una abellida tomeas de tronco esbelto, cuya fina corteza, de suave color canela pálido, tenía marcadas siete delicadas señales oscuras... tan graciosamente distribuidas que parecían replicar la disposición de las estrellas que conforman la Osa Mayor en el firmamento.
El murmullo de sus hojas, mecidas por el viento de la duda, susurraba al oído del accidental viajero melodías propias de una partitura de Mascagni, interpretada por celestiales violines. La música era tan bella que el caminante se detuvo. Y en ese mismo lugar se quedó, a medio camino de las nubes.

Creo que sigue allí, esperando a que la abellida tomeas haga un gesto que él interprete como una señal de que el calendario vuelve a ponerse en marcha, de que la vida sigue... de que, tal vez, tras otros veinte años de andar, andar y andar sea posible alcanzar las nubes.

A fin de cuentas, ¿qué son las nubes sino la espuma que se desborda del cáliz de la esperanza?

jueves, 18 de enero de 2024

Subir, subir...

No sé si esa parte del libreto de la zarzuela ‘Luisa Fernanda’ la escribió Guillermo Fernández Shaw o Federico Romero, pero, sea quien sea el autor de esos versos, es un dúo que me apasiona. Claro está que la música de Moreno Torroba juega un papel fundamental en el efecto que producen los personajes de Luisa Fernanda y Javier cuando los cantan, ya en el tercer acto de la obra, qué duda cabe de eso. Sin embargo, a mí me impresiona más la letra y, muy en particular, su parte final, en la que cada uno de los dos personajes canta media estrofa de su estribillo, creando una nueva con la que acaba el dúo: 

“Subir, subir… y luego caer…” (Javier).

“Y venir el amor… cuando no puede ser” (Luisa Fernanda).

 

Lo que más me gusta de esta fórmula tan sencilla es que ambos están expresando lo que, verdaderamente, más les preocupa del asunto… sin dejar de mantener una conversación que parece conservar su sentido original, cuando, en realidad, son dos monólogos con apariencia de diálogo.


 

Un buen amigo me contó hace unos años haber asistido a un episodio muy similar, pero con los papeles invertidos (el hombre pensaba como Luisa Fernanda y la mujer como Javier).

Porque también hay mujeres cegadas por el deseo de subir, así como hay hombres a quienes les preocupan más los sentimientos que el éxito a cualquier precio.

 

Aquella (la que conoció mi amigo) era implacable a la hora de trepar por la larga escalera de su desorbitado amor propio. No se dejaba ayudar a subir más allá de lo que ella consideraba estrictamente necesario, eso es cierto, pero su ambición estaba cimentada en la agilidad que le confería su liviano peso y la esbeltez de su figura. 

Resuelto ese pequeño contratiempo pectoral que inquietó su ánimo durante sus años juveniles, consideró que su indiscutible atractivo físico era una herramienta más en su proceso de escalada, herramienta que nunca dejó de utilizar para ascender con mayor ligereza.

 

—¡Subir!, ¡subir! —se arengaba a sí misma cada mañana mientras se contemplaba reflejada en el espejo de su cuarto de baño, con su gran toalla blanca ajustada a la cintura y otra, más pequeña, enroscada en su cabeza a modo de turbante. 

 

Y, obediente, todos los días subía unos cuantos peldaños más, con el corazón (si es que lo tenía, como la protagonista del cuadro de Simonet) henchido de orgullo.

Nunca le faltó el apoyo de su Javier de turno (me refiero al de la zarzuela, porque el otro –tenía otro, sí– era un carota de escándalo que, al primer descuido, hipotecaba hasta la escala por la que ella trepaba). 

Ese Javier escénico (que, más adelante, cantaría su parte de la estrofa, intercambiando su papel original) sujetaba la interminable y frágil escalera a la que ella se encaramaba sin mirar hacia abajo… para evitar el vértigo que, pese a su disimulo, amenazaba su espíritu.

 

Y así siguió durante muchos años: subiendo y subiendo…

 

Hasta que un día, por algún motivo que nunca quedó esclarecido del todo, la ambiciosa Luisa Fernanda (así llamamos a la conocida de mi amigo para mantener la conexión dramática de la zarzuela con la historia real) empezó a mover la escalera desde las alturas. 

Lo hizo con extrema violencia, con la decidida intención de que Javier dejase de sujetarla. Como él (consciente de que, si dejaba de hacerlo, sería imposible evitar una catástrofe) no la soltaba, le gritó:

—¡Suéltame Javier! ¡Necesito estar sola aquí arriba! ¡No te preocupes, que será nada más por unos meses! ¡Tengo que resolver un asunto!

Él, pensando que, "a esas alturas ya no había nada soluble" (que cada lector interprete el pensamiento de Javier como prefiera) no soltó la base de la inestable escalera. Antes bien, la sujetó con más firmeza.

—¡Suelta!, ¡suelta! —insistió ella, con los nervios a flor de piel—. Después podrás volver a sujetarme… incluso podrás subir hasta donde yo estoy ahora…

 

Y siguió balanceando la escala con inusitada temeridad. Por primera vez, miró hacia abajo… y sintió vértigo: todo empezó a darle vueltas.

 

La caída fue inevitable.

 

Dice mi amigo que Javier, con sus manos aferradas a la base de la desproporcionada y endeble escalera, cuyo otro extremo se perdía entre las nubes que sobrevolaban su cabeza, oyó las palabras de su Luisa Fernanda como si fuesen una ráfaga de viento que, gélido y vertical, pasaba junto a su oído:

—Subir, subir… y luego caer…

 

No pudo evitar completar la estrofa, con la frase que surgía de su agitado corazón:

—Y venir el amor… cuando no puede ser.