Hay caminos despiadadamente largos.
Son esos que (a todos nos ha tocado recorrerlos alguna vez) parecen no tener fin, aquellos que cuando esperamos que nuestra meta se encuentre detrás de la siguiente loma, surge ante nosotros, al remontarla, un nuevo y lejano horizonte a cuyos límites apenas alcanza la vista.
Muchos de ellos se abandonan. Unos por cansancio, otros por desánimo... y, los más, por olvido.
No es difícil olvidar para un caminante. Todo lo contrario: el olvido surge en cada cruce, en cada curva, y, sobre todo, en esas rectas interminables que se endurecen bajo el castigo del sol implacable que, con tantos pasos encadenados sin apenas pausa, llega a provocar espejismos e ilusiones engañosas que perturban nuestra memoria, llevándola al límite de sus fuerzas.
Para quien, estimulado por la fantasía creada por su espíritu, tiene como punto fijado de destino algo tan intangible como las nubes, ese camino acaba haciéndose eterno.
Sin embargo, son muchos los que siguen sendas así de improbables, algunas de las cuales pueden llegar a ser tan escarpadas como desalentadoras. Moverse por esos senderos imaginarios no es nada extraño.
El caso de mi amigo S.F. es el que mejor conozco entre las innumerables historias que he escuchado sobre estos legendarios caminantes.
Debo referirme a él como S.F. (sus iniciales) porque sé que no le gustaría que diera a conocer su nombre. Y no es por timidez, sino porque sigue sin renunciar a alcanzar sus nubes y, claro, cree que no mantener su anonimato podría traerle mala suerte. Ya se sabe que eso pasa con frecuencia.
S.F. tuvo el valor (otros lo llamarían osadía) de pretender alcanzar las nubes, conociendo la dificultad del empeño. Como buen estoico, sabía que solo debía dejarse influir por aquello que le incumbía personalmente. Todo lo que estaba fuera de su control no tenía que ser considerado si quería lograr su objetivo. Con esa firme actitud y convencimiento emprendió su viaje.
Cierto es que sus nubes eran unas nubes muy particulares. Cada uno de nosotros tenemos las nuestras. Y la verdad es que no nos gusta compartirlas con los demás. Porque, aunque la mayoría vuelen por el cielo (las que están a ras de suelo se llaman de diferente manera), no todos las vemos igual. Ni tienen el mismo significado.
El camino era estrecho y blanco. Seguirlo era de su incumbencia (así lo diría Epicteto), pero fuera de él todo era ajeno a su voluntad. Si permitía que la ansiedad provocada por una verdad imaginaria ocupase el lugar de la realidad, estaría perdido. Y S.F. no lo permitió: durante casi veinte años mantuvo, firme, su marcha, sin abandonar el sendero que se había marcado. Pese a ello, en todo ese tiempo no le pareció que las nubes hacia las que avanzaba llegasen a estar más cerca de él...
Cuando, según sus propios cálculos, se encontraba a mitad de su camino, tropezó con un inmenso árbol que se alzaba frente a él. Era un ejemplar extraordinario que, sin llegar a impedir el paso, tenía capacidad para desviar hacia su enorme copa la atención de cualquier caminante. Un árbol frondoso, inmenso, cuya sombra invitaba a reposar, dando la impresión de poseer el poder de refrescar el pensamiento y aligerar el alma.
Pese a las apariencias, el alma de S.F. no se aligeró. El árbol, una abellida tomeas de tronco esbelto, cuya fina corteza, de suave color canela pálido, tenía marcadas siete delicadas señales oscuras... tan graciosamente distribuidas que parecían replicar la disposición de las estrellas que conforman la Osa Mayor en el firmamento.
El murmullo de sus hojas, mecidas por el viento de la duda, susurraba al oído del accidental viajero melodías propias de una partitura de Mascagni, interpretada por celestiales violines. La música era tan bella que el caminante se detuvo. Y en ese mismo lugar se quedó, a medio camino de las nubes.
Creo que sigue allí, esperando a que la abellida tomeas haga un gesto que él interprete como una señal de que el calendario vuelve a ponerse en marcha, de que la vida sigue... de que, tal vez, tras otros veinte años de andar, andar y andar sea posible alcanzar las nubes.
A fin de cuentas, ¿qué son las nubes sino la espuma que se desborda del cáliz de la esperanza?
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