lunes, 28 de noviembre de 2016

Enemigos íntimos

"Tengo pocos enemigos, pero los que tengo son excelentes", afirmaba un conocido poeta romántico.
Y es que también hay que esmerarse en la elección de los enemigos. Tener enemigos notables y encarnizados siempre ha sido, además de un signo de clase, una medida responsable, elegante... muy conveniente para moverse con soltura y prestigio en los círculos sociales.
"Tiene muy buenos enemigos", solía decirse de alguien cuya aureola personal brillaba por encima de la generalidad.
Sin embargo, no es fácil conservar enemistades de nivel a lo largo del tiempo. Unos se van muriendo y los más van perdiendo el interés que tuvieron por nosotros en épocas pretéritas, algo que sucede muchas veces por dejadez nuestra.

Mantener vivas las buenas enemistades es una tarea ardua. En primer lugar, suele ser preciso encontrar motivos que justifiquen su duración a lo largo de los años, lo que resulta complicado teniendo en cuenta lo cansado que es, así como la escasez de razones serias que nuestros enemigos nos ofrecen de forma continuada. Las buenas enemistades, esas que dan categoría y contribuyen a asentar nuestra notoriedad ante el mundo, hay que cultivarlas con esmero, casi a diario.
Antes era más sencillo, claro, pero la vida actual es tan intensa, monótona y absorbente que no nos deja tiempo para centrarnos en nuestros enemigos.

Por si todo ello fuera poco, surgen por doquier ese otro tipo de rufianes, indignos de nuestra enemistad, que ofrecen su bajeza moral como cebo para atraer nuestra atención y acceder a una condición para la que, evidentemente, no están cualificados.
Mientras tanto, al contrario que estos molestos advenedizos, nuestros enemigos más íntimos (movidos, tal vez, por ese ánimo altivo y un tanto soberbio que todo enemigo que se precie debe tener) dejan de atendernos como es debido y se centran en otras actividades, menos nobles y mucho más prosaicas, las cuales tienen, con gran frecuencia, una relación directa con asuntos económicos, bastante más productivos para ellos que nuestra leal y poco lucrativa enemistad.

La consecuencia inevitable de esta circunstancia que acabamos de señalar es que recae sobre nuestras espaldas la pesadísima labor de conservar encendida la llama de la enemistad. Un objetivo que no siempre logramos y que se tiene que sustuir por una forzada actitud, teñida de sensaciones nostálgicas, que llega a confundir nuestros lejanos sentimientos originales.

Como resultado de todo ello, nos acercamos a la última etapa de nuestra vida con la amenaza de acabarla huérfanos de verdaderos enemigos, corriendo el riesgo, incluso, de llegar a dudar de haberlos tenido. Una realidad que, de confirmarse, nos obligaría a cuestionar demasiadas cosas sobre las que hemos ido construyendo nuestras relaciones con los demás...

Cuidemos, pues, a nuestros mejores enemigos. Si no lo hacemos, puede que al morir digan de nosotros algo así como: "Era un don nadie, ni siquiera tenía enemigos".

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Simonetta versus Giovanna

Cuando dos mujeres llegan a enfrentarse cara a cara es porque la situación (la que sea) ha llegado a un punto en el que se hace difícilmente sostenible.
Los hombres, sin embargo, son más proclives al combate fugaz, irrelevante. Y lo hacen como recurso instintivo, que libera energía y evita alcanzar niveles de conflicto más complejos. Todo indica que la sabiduría de la naturaleza provoca esta mayor facilidad para exteriorizar una confrontación que, de no hacerlo con signos de aparente agresividad, podría llegar a crear complicaciones peligrosas a los miembros de un sexo, el masculino, menos preparado psicológicamente para resistir presiones a largo plazo. Una vez liberada la tensión acumulada (muy relativa, casi siempre) el mecanismo interno se sitúa, de nuevo, en posición de marcha y todo vuelve a funcionar dentro de las pautas normales.
Las mujeres (al menos, algunas de ellas) tienen una mayor facilidad para no conceder importancia a cosas que no la tienen, mientras que, por el contrario, les resulta menos sencillo abrir esa vávula de escape que permite despresurizar la 'cabina' en la que viajan sus problemas, por lo que su 'manómetro' personal suele indicar un número de pascales, bares o atmósferas de tendencia creciente, más o menos sostenida.

Pero siendo todas estas disquisiciones fruto de una nada científica generalización (plagada de honrosísimas excepciones), nos sirve para recordar el enfrentamiento que tuvo lugar en la Florencia del Quattrocento, entre dos de las jóvenes más bellas que vivieron en aquellos años de esplendor renacentista: Simonetta Vespucci y Giovanna Tornabuoni.

Vespucci y Tornabuoni (de solteras, Cattaneo y Degli Albizzi) compitieron en belleza en la corte de los Medici. Bien es cierto que (según nos cuentan) existió una pequeña diferencia de edad entre ambas, pero, bajo la perspectiva de más de cinco siglos de historia, ese leve desfase se difumina.
Simonetta era quince años mayor que Giovanna y como murió muy joven (con apenas veintitrés), solo coincidieron ocho en carne y hueso... pero siguen eternamente próximas (y con nosotros) gracias a los grandes artistas del Renacimiento florentino.

La niña Giovanna degli Albizzi asistió, con seguridad, a los festejos de La Giostra de 1475, como lo hizo toda Florencia, y allí pudo presenciar la proclamación de Simonetta como reina absoluta de la belleza, viendo como era adorada por nobles, cortesanos, plebeyos y artistas. Yo creo que aquel día, el 28 de enero de 1475 (fecha –sin duda, no casual– del vigésimo segundo aniversario de Vespucci), esa jovencísima Giovanna decidió que, en unos años, el trono de la belleza florentina sería para ella.
Pero si llegó a lograrlo (que no está claro), fue porque Simonetta murió muy pronto, el 26 de abril de 1476, víctima de una fatal tuberculosis. 
Pese a ello, la Albizzi nunca alcanzó a su rival. Y tampoco dispuso de mucho tiempo para conseguirlo, ya que falleció aún más joven que ella, a los diecinueve años, durante el parto del segundo de sus hijos.

Para Botticelli, la Vespucci fue una diosa, mientras que a Tornabuoni se limitó a pintarla (muy guapa, por cierto), como también lo hizo Domenico Ghirlandaio, tal vez con mayor realismo.
El paso de los siglos ha sido, en mi opinión, más generoso con Giovanna que con Simonetta, en especial, gracias al sereno perfil que nos muestra Ghirlandaio en su retrato póstumo, acompañado de una disculpa (en los versos del poeta latino Marcial) más lisonjera que veraz.
Sandro Botticelli siguió pintando la belleza de Simonetta durante toda su vida. De hecho sus obras mejores las realizó muchos años después de la muerte de su musa y eterna modelo, a los pies de cuya sepultura reposan los restos del artista, en una iglesia de Florencia.

Hoy las dos, Simonetta y Giovanna, siguen cara a cara, ya para siempre, disputándose una fama que ambas tienen bien ganada.
Y, en mi opinión, al igual la merecen (sin poder disfrutarla) tantas otras mujeres que hacen frente cada día a la adversidad que las desafía y ante la que no se arredran... aunque, en ocasiones, tenga, como ellas, rostro femenino. 
La gloria de Vespucci y Tornabuoni también es suya.

sábado, 5 de noviembre de 2016

La Rochefoucauld

Decía François de La Rochefoucauld (no estoy seguro de que fuese él quien lo dijo, pero es el personaje con nombre más extravagante que se me ha ocurrido) que una pareja no deja nunca de serlo mientras uno de los dos siga durmiendo arropado por las mismas sábanas.
Años después, otro escritor, más radical que el duque, afirmaba que las rupturas no existen cuando han tenido una base sentimental sólida. Y, aunque aceptaba su posible evolución, descartaba por completo que una separación (ya sea de una persona, un animal, un objeto o un lugar) pudiera llegar a producir una disolución emocional, siempre que la relación hubiera estado sustentada en raíces auténticas.

Ni uno ni otro se referían a las relaciones contractuales (por ejemplo, el matrimonio), sino a las afectivas, que también, claro está, pueden darse dentro del vínculo matrimonial, tenga este acuerdo carácter civil o religioso.
El fondo de la cuestión está en si tenemos o no capacidad para separarnos de nosotros mismos. Y parece que la respuesta razonable a esta cuestión es negativa, salvo en los casos de doble (o múltiple) personalidad, que pertenecen al proceloso mundo de la patología psiquiátrica.

Todo lo que hemos sentido es parte de nosotros, a pesar de que vivamos con la tendencia natural de pretender que solo somos el presente, algo que es recomendable como mecanismo de defensa ante la adversidad, sin que deje de ser una mentira piadosa que nos contamos a nosotros mismos pues, como también dijo el duque de La Rochefoucauld (esto sí que lo dejó escrito), la filosofía triunfa con facilidad sobre las desventuras pasadas y futuras, pero las desventuras presentes triunfan sobre la filosofía.

Luchar a pecho descubierto contra el pasado (y contra los pronósticos futuros poco favorables) es un trabajo propio de Hércules que, sin embargo, casi todos afrontamos en mayor o menor medida, si bien no deja de ser una renuncia a una parte de nuestra realidad. Como estamos tan acostumbrados a disfrazarnos ante los demás, acabamos haciéndolo ante nosotros mismos con suma facilidad (otra frase de La Rochefoucauld, incluida en sus famosas 'Máximas').

La sensatez (tan poco frecuente) recomienda no recortar esas partes de nuestra vida pasada que ahora creemos que no nos gustan. Y digo 'creemos' porque esa disposición del ánimo es más voluntarista que real, dado que el hecho de no agradarnos viene provocado por su inconveniencia o deficiente compatibilidad con determinadas situaciones o compromisos del presente. 
De esa manera, cuantas más rebanadas del pan de nuestra siempre compleja verdad vayamos eliminando, menos sustancia nos quedará y cada vez nos iremos enfrentando con menos fuerzas a los vericuetos de una vida que es difícil de manejar en plenitud emocional si hemos cercenado sin piedad nuestro patrimonio sentimental.

Los sentimientos que hemos tenido siguen siendo de nuestra propiedad y, si eran auténticos, nos enriquecen, por muy políticamente incorrectos que puedan parecer en una circunstancia concreta (que también será pretérita en cuanto nos descuidemos). 
No renunciemos a ellos, porque eso es renegar de nuestra propia identidad.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Platero y ella

Fueron inseparables, pero se separaban con mucha frecuencia.
–Imposible venir mañana. Besos todos –escribió ella un día. 
Otras veces, se lo decía a su diario:
– ¡Increíble!
Pero no había que creérselo mucho. Juan Ramón Jiménez siempre lo supo, aunque lo guardó en su interior (allí sucedió), dada su reconocida e imprescindible discreción.
Hubo, también, una vieja patrona (probablemente borracha y, desde luego, extranjera). Ni Platero ni ella llegaron nunca a conocerla. Y fue mejor así. Platero se hubiese preocupado. Y ella... ¡quién sabe!

Dejando a un lado a la excéntrica patrona y volviendo a nuestros dos protagonistas, seguimos preguntándonos si Juan Ramón Jiménez apreció alguna similitud entre Platero y ella. ¿El trotecillo? Sí, pero hay que reconocer que el de Platero era más alegre, mientras que el de ella era un tanto mecánico, eficaz y tirando a profesional. Alegre no era, desde luego, sino que, por el contrario, deberíamos calificarlo de serio... casi aséptico.
Estaba claro que a ella no le gustaba nada que Juan Ramón Jiménez conociera sus secretos más íntimos, pero tenía que aguantarse. Ella lo que quería era hacer lo contrario que la del refrán: repicar sin ir a misa. Por eso le incomodaba que Juan Ramón supiese de ella más que de Platero. ¿Por qué no se conformaría con su burrito, tan suave, blando y peludo? 

Para los demás la cosa era evidente. Menos para la patrona borracha, cuyo único interés era cobrar el alquiler de Juan Ramón Jiménez, a través de quien fuese (que siempre solía ser el mismo). Tres de los cuatro no estaban contentos con la situación. El otro, el amigo de Platero, sí. Ella, por su parte, tendría que llevar esa cruz, la de su íntima relación con el famoso y laureado borriquito, durante toda su vida...

Ya han pasado muchos años desde que Juan Ramón Jiménez fuera el protagonista pasivo de aquellos acontecimientos y, sin embargo, alguno de sus versos parece seguir flotando en el ambiente:

¡No corras. Ve despacio,
que adonde tienes que ir
es a ti solo!

Pero ella corría, cada vez más, en busca de una locura nueva diaria, de las que ya había vivido... o de su propia supervivencia en mitad de un mundo complicado, que ella había trenzado con sus propias manos.

Si vas despacio,
el tiempo irá detrás de ti,
como un buey manso.

Y eso era, precisamente, lo que no quería: bueyes mansos que fuesen tras ella. Ni bueyes mansos ni burritos adorables con ojos como espejos de azabache. Quería toros bravos, alazanes desbocados... incluso machos cabríos y faunos provistos de buenas flautas de Pan (o de otro tipo).

'Platero y ella' pudo ser el título de una gran obra de Juan Ramón Jiménez (que hubiese pasado a la historia con el número 28), pero no lo fue. Y, al pensar en ello, siempre me viene a la memoria este bello poema de Juan Ramón:

Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando,
y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.

Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.

Se morirán aquellos que me amaron,
y el pueblo se hará nuevo cada año,
y en el rincón de aquel mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará, nostálgico.

Y yo me iré, y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.