martes, 7 de agosto de 2018

Flecos

Todas las tardes, a la misma hora, se sentaba unos minutos en su pequeña butaca, frente al balcón abierto sobre el lago y las montañas.
Llevaba tanto tiempo haciéndolo que ya había olvidado el origen de esa rutinaria costumbre, pero, pese a ello, un extraño impulso le guiaba a diario hacia su asiento vespertino. Ni siquiera lo hacía para relajarse, pues, apenas adoptaba esa, en apariencia, tranquila posición, su corazón empezaba a latir un poco más deprisa e, incluso, presentaba ciertos síntomas de una incipiente arritmia que hubiese puesto en guardia a cualquier persona que estuviese un poco preocupada por su salud.

Sin embargo, Eduardo Enrique Nicolás (esos eran los tres nombres de pila de nuestro solitario personaje) nunca prestó atención a su estado físico. Y a su estado mental, tampoco.
Cierto es que, desde su ya lejana niñez, no había visitado al médico. Jamás pisó un hospital y, por otra parte, su relación con el mundo de la psiquiatría era inexistente.

Eduardo Enrique Nicolás estaba casado. O, al menos, eso creía él, porque hacía muchos años que no veía a su mujer. Exactamente desde aquella tarde en la que ella se fue en el vaporetto que cruzaba el lago, cansada de todo. Y también creía tener hijos... aunque no le visitaban nunca. Antes iban a verle con regularidad, pero una vez convencidos de que Eduardo Enrique Nicolás no tenía intención de darles su herencia en vida, decidieron esperar a que hubiese muerto para volver. 

Hemos dicho antes que Eduardo Enrique Nicolás siempre se sentaba a la misma hora, pero es preciso especificar que nos referíamos a la solar. Es decir, se sentaba unos pocos minutos en su butaca, justo media hora antes de la puesta de sol. Y ni siquiera miraba por el balcón, sino que solía entretenerse jugando con los largos flecos que colgaban de la parte inferior del asiento. Tanto jugaba con esos flecos que ya se veían irregulares, habiendo dejado tiempo atrás la perfecta simetría que, en su día, buscó el tapicero al reparar con esmero la vetusta butaca que, a pesar del diario trasiego, conservaba la sobria y noble elegancia con la que había sido diseñada.

Lo que, en realidad, pensaba Eduardo Enrique Nicolás en ese repetido rato vespertino era en que la vida tenía, como la butaca, muchos flecos. Y que era imposible intentar abarcarlos todos. 
Trabajo, familia, sueños, amistades, ilusiones, finanzas, amores, recuerdos... Demasiados flecos como para manejarlos con acierto. Y él no quería renunciar a ninguno. Los malos se iban olvidando solos, eso sí, ¡pero eran tantos los buenos! Una y otra vez se paseaban por su mente, como fantasmas burlones e inclementes, constantemente dispuestos a lanzar sus dardos de nostalgia, a chantajearle emocionalmente o a coaccionar su voluntad. Eran faunos despiadados que bajaban cada tarde del antro Coricio para robarle las ninfas que habitaban en su memoria, mientras sembraban el pánico entre los dorados rebaños de sueños que todavía correteaban por las laderas de sus sentimientos.

Eduardo Enrique Nicolás estaba condenado a seguir unido a su butaca de por vida. Solo sería capaz de librarse de ella si, algún día, llegaban a desaparecer todos sus flecos. Pero los flecos de la vida son muy duraderos. Y se nos enredan en los dedos con una facilidad extraordinaria...

Es algo grave, sobre todo cuando apenas nos queda una hora de sol.

2 comentarios:

Eduardo Sánchez López dijo...

Siempre te enteras de los flecos que la vida tiene cuando ya se te han enredado en los dedos..., y además también suele ser tarde, cuando ya se esconde el sol y la vida se acaba.

Eduardo Sánchez López dijo...

Siempre te enteras de los flecos que la vida tiene cuando ya se te han enredado en los dedos..., y además también suele ser tarde, cuando ya se esconde el sol y la vida se acaba.