martes, 23 de enero de 2018

El aroma de las mimosas

A ella le gustaba mucho el aroma de las mimosas. Seguramente porque eran las primeras en florecer y, sobre todo, porque lo hacían en pleno invierno.
Las flores que nacen en invierno son las mejores, pensaba. No hacía falta esperar hasta la remolona primavera para disfrutarlas. Y, además, le fascinaba su color. Ese amarillo tan intenso (que a ella le parecía idéntico al de los oros de la baraja española). Porque los oros le encantaban. Odiaba los bastos, ignoraba las espadas y solo disfrutaba de las copas a escondidas, pero los oros eran otra cosa: ni verdes, ni azules, ni rojos... Intensos, luminosos y con ese olor a mimosas (porque ella sostenía que el oro, el verdadero oro, olía a mimosas) tan poderoso y dulce.

Las mimosas eran, para ella, el antídoto de los claveles. Desde un lejano día de junio tenía clavados, en ese lugar del espíritu donde otras personas llevan los sentimientos, cincuenta y cinco claveles de color naranja. Tal vez fuera esa inapropiada tonalidad la que soliviantó a aquel incómodo personaje con nombre de cantante mexicano, a quien un par de cocidos madrileños, simultáneamente aliñados, produjeron una indigestión de proporciones cósmicas.
Pero también es posible que nada tuvieran que ver los claveles con las mimosas y que su fervor por estas tempranas flores viniera, tan solo, de su inclinación por el brillo del oro de las barajas de Heraclio Fournier.

Ella, la amante de las mimosas, tenía complejo de Alicia. Siempre quería estar en un país de eternas maravillas, aunque para ello fuese preciso perseguir a un conejo blanco (o de cualquier otro pelaje) a través de agujeros de todo tipo, caer al vacío por el hueco del viejo tronco de un árbol o, incluso, tomar todas las tardes el té con algún sombrerero loco.

A veces soñaba con rosas rojas, pintadas con la sangre de muchachas que se aventuraban a cruzar el espejo que las separaba del reino de corazones, pero el suyo siempre estaba a salvo, gracias a su inveterada costumbre de no llevarlo nunca en el pecho. Una medida, sin duda, de extraordinaria prudencia.

En enero, llegaba a ella el aroma dulzón de las mimosas. Y eso le funcionaba como una droga, que se iba convirtiendo en adicción con el paso de los años. Su cuerpo se llenaba de una sensación tibia, suave y delicada, capaz de adormecer los sentidos. Muchas tardes, a última hora, embriagada por la invisible polución de esas flores amarillas, leía a Juan Ramón: "El dormir es como un puente que va del hoy al mañana. Por debajo, como un sueño, pasa el agua, pasa el alma".

Pero claro, olvidaba que ella no tenía alma. Y menos en el mes de enero.

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