Hablemos del tiempo. No del meteorológico, que para eso ya están los ascensores... y los noticiarios de televisión cuando hay pocas cosas que contar porque estamos en pleno verano, en mitad de una ola de calor (de las de toda la vida, pero que ahora achacamos al cambio climático), sino del otro, del cronológico.
Yo vengo defendiendo la teoría de la elasticidad del tiempo desde que era niño, pero hace poco me dejó muy confundido un viejo amigo, con quien me encontré, casualmente, en plena calle, después de un montón de años sin habernos visto.
—¿Y a qué te dedicas? —le pregunté, tras los saludos y abrazos de rigor.
—Bueno... no sé muy bien cómo definirlo —respondió dubitativo—. Podríamos decir que soy fabricante de tiempo.
Mi tradicional y bien asentada seguridad en el tema, basada en esa antes mencionada postura personal sobre las muy flexibles dimensiones del tiempo, se tambaleó ante la respuesta de mi amigo.
No me atreví a manifestar, de forma inmediata, mi absoluta incomprensión del significado de sus palabras, así que me limité a comentar:
—Pues eso debe ser un gran negocio.
—No te creas —negó él, sin apenas inmutarse—. Yo fabrico tiempo, pero no sé cómo venderlo, así que solo puedo utilizarlo para mi consumo personal.
En cuestión de segundos, pasaron por mi cabeza, a la velocidad del rayo, múltiples pensamientos vinculados con la relatividad del tiempo, su inmaterialidad física, y otras diversas consideraciones relacionadas con la arbitrariedad de diferentes conceptos, incluido el del espacio, con el que, por algún motivo inconcreto, solemos asociarlo.
—Bueno —volví a la carga, con las debidas precauciones argumentativas—... parece más difícil fabricarlo que venderlo.
—Nada de eso —fue su contundente réplica—. Como sucede con casi todo lo intangible, es muy complicado ponerlo en valor.
—Pero ¿cómo se fabrica? —interrogué abiertamente, dejando a un lado mi cautela anterior.
—Es sencillo: igual que se fabrica el espacio.
Si fabricar tiempo me parecía complicado, fabricar espacio (así, de forma abstracta) me resultaba casi inimaginable.
—El espacio no se puede fabricar —traté de replicar—. Está ahí. Como mucho, se puede acotar, rellenar, medir...
—No. El espacio está en constante movimiento. Por lo menos, el espacio en el que nosotros nos encontramos. Todos los movimientos, además, son relativos con respecto a algo. Y hay que tener en cuenta que ese algo, sea lo que sea, también se mueve, aparte de ser alterable, desde luego.
—Sí... claro, eso es muy cierto —medio razoné, sin estar muy convencido de mis propias palabras—, visto así...
—No hay otra forma de verlo. O, mejor dicho, de pensarlo. Einstein se quedó muy corto al expresar su teoría —fue la categórica conclusión de mi amigo.
Que el tiempo es una magnitud relativa me parece indiscutible. Siempre, en mis frecuentes discusiones sobre estos asuntos, he puesto el ejemplo de cómo en la antigüedad, cuando la vida de los seres humanos era mucho más corta, el tiempo se percibía más duradero, mientras que en nuestros días, disfrutando de vidas más extensas, nos falta tiempo para todo.
Expuse estas consideraciones a mi interlocutor, quien las aceptó sin la menor sombra de duda.
—Es que ahora tenemos demasiadas cosas —sentenció.
No supe qué añadir, por lo que él siguió con su explicación:
—Todo tipo de cosas. Cosas materiales, cosas que hacer, cosas imaginarias... unas y otras perjudican gravemente a nuestra percepción del tiempo.
Empecé a entender algo de lo que estaba diciendo.
—Entonces, ¿el problema es lo que nosotros percibimos? —me atreví a decir.
—Absolutamente. Lo que se percibe es mucho más importante que la realidad.
Y completó así su razonamiento:
—De hecho, nuestra realidad es lo que percibimos. A eso es a lo que yo me dedico.
—¿A qué? —pregunté, confundido de nuevo.
—A cambiar mis percepciones. Y, ahora, perdóname, tengo muchísima prisa y me he despistado con la alegría de encontrarte después de tantos años.
Me sorprendió que pudiera tener tanta prisa alguien que se dedicaba a fabricar tiempo, pero fue solo un pensamiento fugaz.
—Es verdad, muchos años —intervine—. ¿Cuántos han sido? ¿Quince? ¿Veinte?
—Depende —contestó—. Tal vez quince para ti y veinte para mí.
Y se marchó.
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