lunes, 2 de diciembre de 2024

La pipa de René

Nunca le dijeron por qué le pusieron ese nombre. En su familia, británica de pura cepa, no había ninguna conexión cultural con Francia, al menos, que él supiera. Cuando, de niño, se lo preguntaba a su madre, ella le respondía, con una dulce sonrisa: "Cosas de tu padre, hijo". 

El caso es que René siguió adelante por el sendero de la vida, llevando a sus espaldas un nombre francés sobre su indiscutible personalidad inglesa.
Desde muy joven se aficionó a la pipa. Más que el tabaco le gustaba el ritual. Y era así hasta el punto de que, la mayoría de las veces, llevaba la pipa entre los labios de forma automática, sin fumar. Para sus amigos, conocidos y vecinos resultaba imposible mencionar a René sin que viniese a sus mentes la imagen de una pipa.

René vivía en Fulham, ese barrio londinense tan especial, cuyos habitantes siempre llevan con orgullo pertenecer a él. 
Nunca dejó su casa natal, heredada de sus padres, a la que regresaba cada tarde, al terminar su trabajo en la City, paseando desde la pintoresca estación de Putney Bridge. Una parada obligatoria para hojear algún libro antiguo en Hurlingham Books, tal vez la más extraordinaria librería de Londres, y una taza de té en The Eight Bells eran obligatorias para René antes del breve paseo hasta su domicilio, bordeando la valla de la Iglesia de Todos los Santos.

—Me recuerdas mucho a otro René —le dijo un día Lisbeth, una misteriosa joven sueca a la que conocía de verla con frecuencia en la librería que tanto frecuentaba.

René quedó muy sorprendido, no ya de la afirmación de Lisbeth, sino de que alguien en su barrio conociese a otra persona con un nombre tan singular como el suyo.

—Nunca imaginé que hubiese otro René por aquí —respondió, confundido.
—No —dijo Lisbeth con una sonrisa—, no es de aquí. Es un pintor belga. Se parece mucho a ti. Y siempre lleva un sombrero como el tuyo.

Al día siguiente, una vez hubo comprobado que Lisbeth no se encontraba en la librería, preguntó a Ray, el dueño de Hurlingham Books, por libros de pintura.
—Puede que mi pregunta sea una tontería, Ray, pero quisiera saber si tienes algún libro de un pintor belga que se llame como yo.
—Dudo mucho que haya ningún pintor belga con tu apellido —reaccionó el librero, un tanto desconcertado.
—No, no me refiero a mi apellido. Me refiero a mi nombre: René.
—¿René? Puede que sí... mira, aquí lo tienes.

Y, como por arte de magia, en la mano de Ray apareció un libro ilustrado, con la imagen de una gran pipa en la portada, y sobre ella, escrito en grandes letras, 'Magritte'.
René devoró su contenido con avidez, reparando en el retrato de un hombre con bombín, cuya cara estaba tapada por una manzana verde. Las demás ilustraciones, todas ellas de corte surrealista, le llamaron menos la atención. Sin embargo, en las páginas finales, aparecía una fotografía en blanco y negro de Magritte ('René Magritte', ponía sobre una breve reseña biografíca del célebre pintor belga). René la observó con cuidado y era evidente que no tenía el menor parecido con él. Ademas, el artista fotografiado no llevaba sombrero alguno.

Unos días más tarde, volvió a tropezarse con Lisbeth. Esta vez, en Bishop's Park Road.

—No me encuentro ningún parecido con ese pintor belga —dijo, nada más ver a Lisbeth.
—Menos en la manzana, eres idéntico —afirmó ella, sin el menor titubeo.

A la mañana siguiente, cuando salía de su casa rumbo a la oficina, René encontró una manzana verde sobre el escalón de su puerta. La manzana tenía un tallo que se diría recién cortado del árbol, del que, aparte de la fruta, pendían cinco espléndidas hojas. A su lado, como todos los días, una botella de leche y un ejemplar de The Times.

No volvió a encontrarse con Lisbeth, pese a que ningún día dejó de hacer su habitual parada en Hurlingham Books, y siempre daba un leve rodeo para pasar por Bishop's Park Road, tanto por las mañanas como al regresar a casa por las tardes.
Tras dos semanas de ausencia continuada de la misteriosa Lisbeth, René se decidió a preguntar a Ray, el librero.

—Hace mucho que no me encuentro con esa chica... creo que se llama Lisbeth. ¿Sabes algo de ella?
—Sí, se marchó. Creo que a Noruega... o a Suecia, no me acuerdo bien. Se despidió de mí. Por cierto, me compró el libro de Magritte que estuviste viendo hace unos días. Dijo que era para un regalo.

Camino de su casa, René cargó la pipa con gran parsimonia, la encendió y, sin dejar de dar profundas bocanadas mientras andaba, se desvió ligeramente para pasar por Bishop's Park Road. 
Al llegar al final del parque, se sentó en un banco, pensativo y algo desorientado. Se quitó el bombín y lo dejó junto a él, sobre el banco. En ese momento, de algún sitio, apareció una paloma blanca y revoloteó alrededor del sombrero. Luego se echó a volar y René la perdió de vista cuando pasaba por encima de aquella vieja encina que, con sus más de cinco siglos de vida, era, es y será, por mucho tiempo más, el símbolo inequívoco de los recónditos jardines de Fulham Palace. 

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