jueves, 21 de noviembre de 2019

Detrás de Notre-Dame

Aquel año, el invierno estaba llegando a París antes que otras veces.
Apenas había comenzado noviembre y ya había nieve en las calles. Y no es que a Pierre le importase mucho que así fuera, porque ya hacía mucho tiempo que no disfrutaba con las bondades de la primavera y casi prefería la temprana oscuridad de la noche otoñal a aquellas luminosas tardes de los meses templados o calurosos... ya perdidas en una memoria cada vez más perezosa.
Y es que la vida de Pierre cambió radicalmente un día de septiembre. Lo que le sucedió fue tan extraordinario, increíble y, sobre todo, triste, que ya nada pudo ser igual desde entonces.
Eso había ocurrido muchos años atrás, lo que no impedía que las costumbres cotidianas de Pierre siguieran siendo poco sociales, como consecuencia del incomprensible acontecimiento que tanto había influido en su opinión del mundo que le rodeaba. Ni siquiera le gustaba mucho salir de casa y, menos aún, hablar con extraños.

Sin embargo, esa temprana nevada de noviembre le había impulsado a salir y dar una vuelta por unas calles más solitarias de lo habitual. Y, paseando, llegó hasta ese pequeño café junto al parque que hay detrás de Notre-Dame, a pocos metros del puente que une la isla de la Cité con la de San Luis.
Dudó en entrar, entre otras cosas porque Pierre no se daba cuenta del frío húmedo que, a esas horas de la tarde, ya se dejaba sentir con fuerza cerca del río. Pero una figura femenina, envuelta en un largo abrigo de pelo de camello, se paró frente a él en la esquina y, tras una levísima vacilación, entró en el local.
Veinte largos y pesados años cayeron de golpe sobre los hombros de Pierre: ¡Era ella! 
Las dudas de Pierre se disiparon y fueron sustituidas por el recuerdo instantáneo de esa canción que estaba tan de moda en esos días... la de Nicola di Bari.
Así que, acelerando el paso, se encaminó hacia la calle del Cloître Notre-Dame para emprender el camino de vuelta a su casa. No quería volver a verla. 

Un minuto después, Pierre estaba dentro del pequeño café. Alguna extraña fuerza le había impulsado a entrar. Ella estaba sentada en una mesa del fondo, de espaldas a él y mirando hacia el exterior por la ventana que tenía delante. 

—¿Qué le sucede, señor? —le preguntó el camarero—. Tiene la frente manchada de sangre.

Pierre se llevó la mano a la frente y así era: estaba sangrando.
Desconcertado, fue al lavabo y se miró al espejo. Se limpió y comprobó que, aparentemente, no tenía herida alguna. No comprendía de dónde había salido esa sangre.

Al volver a la sala, ella ya no estaba. Sobre la mesa vio un billete de cien francos. En su borde podía leerse: "A cuenta de la vida que te debo". Era su letra, no había duda. Pierre cogió el billete y se lanzó a la calle. 

—¡Marie! —gritó—. ¡Marie!

Pero la calle estaba vacía. Un solitario coche, aparcado junto a la acera, y, enfrente, un poco más abajo, una hilera de otros vehículos estacionados. Miró hacia atrás y el puente también estaba desierto. Todo estaba igual que antes de entrar al café. La única diferencia era que ahora Pierre sí sentía frío, mucho frío.

Bajó, andando sin prisa, por la calle del Cloître Notre-Dame y, al llegar a la altura de la catedral, se cruzó con una mujer de rasgos gitanos que sujetaba un bebé en sus brazos. Pierre no esperó a que le pidiese nada, ni siquiera a que extendiese su mano solicitando alguna limosna. Fue él quien le ofreció el billete de cien francos y senza mai guardarla negli occhi, se alejó cantando para sí:

Il cuore è uno zingaro e va...

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