No parece probable que lleguemos a conocer el verdadero significado de 'Rosebud'. Y eso, a pesar de que casi todos tengamos algún rosebud escondido en nuestra niñez.
Ni Poe ni Welles quisieron descifrar sus mensajes más ocultos... pero nos dieron muchas pistas para ello. Cuervos que nos hablan en la noche o trineos perdidos en las nieves de un tiempo pretérito, son elementos habituales en esos sueños que confunden el final del invierno con el principio del otoño.
"Nevermore", se dijo a sí misma aquella serpiente emplumada que nunca quiso adentrarse en las ruinas de su fallida civilización. Y no es que el dios de la lluvia llorase sobre ella, no. Fue porque la fórmula de la ambición está repleta de complejas derivadas.
Ella aspiraba a un triunfo imposible, absoluto, que estuviese por encima del bien y del mal (sobre todo, del mal, ya que el bien lo consideraba parte indisoluble de su patrimonio vital).
Pero no podía ser: no es posible despreciar al destino, maltratando sin piedad cuanto nos ofrece. Y ella, claro está, aceptaba todo lo que venía edulcorado (no azucarado, desde luego, por motivos obvios) y lo destilaba para producir inestables efluvios delirantes.
Aquella quetzalcóatl de plumas nacaradas, hija de la oscuridad y lo invisible, no tenía más rosebud que su orgullo desmedido, fruto de su amor por la belleza efímera y la soberbia duradera.
Sostenía que era preciso odiar cuanto se quería, ya que solo odiando los propios deseos se alcanzaba esa ascética frialdad que permite, a quien la consigue, permanecer inmune a los sentimientos, fuente inagotable de las debilidades humanas.
Y, siguiendo fielmente estos principios, llegó a la cima. Desde allí, encaramada a esa cumbre desolada a la que Mussorgsky pusiera música, observó el aquelarre que le ofrecía la vida sobre la que había edificado su victoria.
Un lector inadvertido y bien intencionado, que hubiese llegado hasta este punto de la historia, podría suponer que estas líneas tratan de exponer el relato de una ambición incontrolada, con final triste para su protagonista. Sin embargo, estaría en un error, en un grave error.
Los orígenes se olvidan (como los sueños) con extrema facilidad. Y no solo se olvidan los malos, sino, también, los buenos. Olvidar los buenos orígenes produce unos efectos insospechados en el individuo. Así, que la memoria de un cuervo que fue alondra sea frágil tiene tanta utilidad como que las plumas de una quetzalcóatl no acepten reconocer que el cuerpo que cubren es el de una serpiente. Ambas fórmulas de olvido son eficaces.
En el caso que nos ocupa, sería razonable dejar a un lado esas ideas, un tanto trasnochadas, que nos inducen a pensar que, en última instancia, el bien acaba venciendo al mal. Del mismo modo, es conveniente revisar nuestros prejuicios sobre los límites de lo bueno y lo malo en el propio comportamiento humano. Y, ya no digamos, en todo lo que se refiere a la ética de las serpientes emplumadas. Este último aspecto es fundamental, pues cualquier experto en la cultura mexica nos hablará de la dualidad de esta deidad, una dualidad inherente, también, a la condición humana, limitada por las condiciones de su cuerpo (la serpiente) y dotada de elementos espirituales (las plumas).
No es de extrañar, pues, que la nuestra (humana, pese a lo que ella piense), se repita, una y otra vez: "¡Nevermore!". Es una forma, como otra cualquiera, de renunciar a la serpiente de su estilizado cuerpo e invocar, tácitamente, a esas plumas blancas que le otorgan valores divinos. Puede que una de esas plumas, la más sencilla y sedosa, sea su 'Rosebud'.
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