Todos conocemos bien la gran canción de Lucio Dalla que inmortalizó Pavarotti con su magistral y poderosa versión. En ella se resumía la historia del famoso tenor Enrico Caruso, de una forma sencilla y, a la vez, extraordinaria:
Su una vecchia terrazza, davanti al golfo di Surriento, un uomo abbraccia una ragazza...
Yo la escucho una y otra vez, sin recurrir a Dalla ni a Pavarotti. La tengo grabada tan profundamente que me basta con cerrar los ojos para oírla.
Pero aquella elegante señora que, sentada a la mesa de un restaurante con vistas privilegiadas, esperaba la llegada de un desconocido, mientras observaba esa bahía infinita que se extiende de Nápoles a Sorrento, con la difusa silueta del Vesubio como telón de fondo... no conocía esa canción. Y no la conocía porque aún no había sido escrita.
Lo que sí conocía (y muy bien, por cierto) era la forma triangular de esas velas latinas que abundaban en esa parte del Tirreno. Y, en ese preciso momento, su vista, protegida por la inmensa pamela que cubría su cabeza, se estaba fijando en una pequeña embarcación que cruzaba frente a ella, dejando tras sí una leve estela plateada. Como la bianca scia di un'elica que viera Caruso al final de sus días.
Aquella vela latina le recordó a su padre, un modesto pescador de Ischia que solía faenar en aquellas aguas cuando ella solo era una niña ambiciosa. Una niña pobre y guapa, que consiguió su sueño de volar alto gracias a un hombre rico y feo.
Ahora, de regreso a Nápoles tras sus años en América, era una mujer bien introducida en la sociedad neoyorquina, con muchos amigos importantes y unas pocas amigas envidiosas.
No quiso volver a Ischia, sin embargo, sí deseaba dominar a la otrora poderosa Nápoles desde su nueva y dorada atalaya. Por eso, apenas llegada a la ciudad, había aceptado la invitación de un desconocido para comer en aquel lugar tan especial, quizá el más exclusivo de Sorrento.
Pensaba en su padre, sí. No podía evitarlo, con esa blanquísima vela latina cruzando el golfo orgullosa, sin temor a las sirenas. A aquellas viejas sirenas que, según le contaron, se habían llevado a su padre al fondo de los mares cuando ella no había cumplido los diez. Su madre, todavía joven, se había vuelto a casar con un hombre también rico y feo (hay costumbres que se heredan). Así empezó todo. Una historia que ella ya había borrado de su memoria y que no quería recuperar. Y lo que menos quería recordar era a su padre. Un padre que, pese a sus esfuerzos por evitarlo, no podía eliminar de sus sueños...
Ya se estaba haciendo tarde y el desconocido con quien había quedado no acudía a la cita. Había sido una estúpida al aceptar, pensó, con rabia mal contenida.
Y fue en ese momento, cuando el maître se acercó con una nota en la mano.
—Madame —dijo con una leve reverencia, entregando el mensaje.
Era tan breve que ella no necesitó más que una mirada fugaz para leerlo.
—Sírvame el menú, por favor —pidió, sin vacilar un instante—. El menú completo. Con champagne.
El sol estaba ya en todo lo alto y las sombras que proyectaba la pérgola dibujaban múltiples rombos en el ala de su sombrero, otorgando a la escena un aire cinematográfico que hubiese despertado los celos del mejor operador de Hollywood.
Tras el macchiato que puso fin a la comida, apuró el último sorbo de champagne, dejó unos cuantos billetes en la mesa y se marchó despacio de la terraza, sin olvidarse de lanzar una postrera e inexpresiva mirada a las serenas aguas del inmenso golfo que se extendía ante ella.
En la nota, arrugada sobre el mantel, podía leerse el texto escrito a mano: Senti il canto delle sirene...
Nadie supo nunca si la lágrima que, de forma casi imperceptible, se deslizó por su mejilla al alejarse era de tristeza o de soberbia.
Te voglio bene assai... se oía cantar, en la distancia, a Caruso.
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