martes, 23 de junio de 2020

Llanto de dragón

Todo aquel que conozca bien a los dragones sabe que lloran.
No lo hacen frecuentemente, desde luego, pero no son inmunes a la tristeza ni al llanto.
El dragón es valiente por naturaleza, fuerte y sabio. Está dotado como nadie para luchar contra las adversidades y para resistir, con una serenidad inigualable, cuantas dificultades le presente el destino. No odia a la humanidad, pero sabe que es molesta, inculta, chillona y caprichosa, por eso suele evitar el contacto con la multitud siempre que es posible. Si se ve en la necesidad de conducir a las masas, las conduce, aunque lo hace con esa calma indescriptible que surge de su milenaria sabiduría, perfecta conocedora de la condición humana.
Y, sin embargo, ninguna de estas excepcionales cualidades le impiden exteriorizar sus sentimientos, cuando se dan las circunstancias que lo justifican. Son ocasiones raras, es cierto, pero llegan a producirse.
Una de ellas es la traición. El dragón es extremadamente sensible a la traición. Es algo que pocas veces sucede (no hablamos del mundo, que hace de la deslealtad norma habitual de conducta, sino del reducidísimo grupo que enarbola el estandarte del honor como su principal e irrenunciable divisa), pero que, cuando llega, le produce un dolor profundo, un dolor intenso que no tiene cura.
La segunda causa es peor, porque, si la traición le hace daño, esta otra le destroza por dentro, debilitándole hasta un punto extremo. Le deja sin capacidad de recuperación. Y le hace llorar. Con esas lágrimas tan características suyas, que una vez derramadas, permanecen unidas a sus ojos para siempre... para toda la eternidad.

Una gran parte de la legendaria fuerza del dragón reside en sus cuatro poderosas patas. Si una desaparece, las otras tres pierden la entereza de su espíritu y apenas son capaces de sostener en pie a esa fabulosa energía, casi sobrenatural, que, durante tanto tiempo mantuvo viva la luz de la libertad y nos iluminó hasta en los momentos más difíciles.

Pues eso es lo que dicen que ha sucedido. Claro que yo me niego a aceptarlo. Con toda sinceridad, no me parece posible. Fui a cerciorarme de que era cierto lo que me dijeron... y no lo vi. Solo me encontré con un lugar desierto, abandonado hasta por los muertos (que son quienes suelen frecuentarlo). Allí solo había soledad. Ni siquiera sentí que hubiera pena o duelo. No había nada. 
Un funcionario con aspecto de figurante de teleserie me condujo, mientras se ponía con desgana la chaqueta, a la parte trasera del edificio. Entré en un lugar desconcertante, pequeño, extraño. El funcionario dijo que había tenido suerte, que era el número tres. Una pared de cristal me separaba de un ataúd grande, de aspecto sólido, más alto de lo normal. Parecía fabricado en otro planeta, tal vez en Ganímedes (que no es un planeta, sino un satélite). Estaba colocado sobre un ingenio de metal, hecho, quizá, con piezas de un Meccano gigante. A los pocos minutos, el artificio se puso en marcha y sus poco sofisticados engranajes, situados a la vista de cualquiera que estuviese observando la escena desde mi lado del cristal, comenzaron a moverse. Me resultó inevitable pensar en aquella frase de nuestra 'Noche de Ánimas', una narración terrorífica escrita hace años: «Eran las doce de la noche. Las losas de las tumbas comenzaron a girar sobre sus goznes». Cuando escribimos esa historia sabíamos, como lo sabe todo el mundo, que las losas de las tumbas no tienen goznes, pero la palabra nos gustaba. Hay que reconocer que es ideal para ser utilizada en un relato de miedo.
Pero, en esta ocasión, no eran las doce de la noche, sino la una del mediodía. Por el contrario, sí había goznes. Una puerta metálica cuadrada, de apenas una yarda de lado, se abrió para dejar paso hacia su ignoto destino a ese poliedro de Ganímedes, accionado por un mecanismo elemental y un tanto primitivo. Sin embargo, nada sabemos, en realidad, de lo que allí sucedía, aparte de la evidencia de estar asistiendo a una escena surrealista, con tintes patéticos.

Nunca nadie tuvo noticia de lo que sucedió después. 

¿Estaba una de las cuatro patas del dragón dentro de aquel deslavazado cubículo que, según el despreocupado funcionario, era nada menos que el 'afortunado' número tres?
Yo no lo sé. Y, como al dragón, me produce intranquilidad, desazón y tristeza.
Por eso llora el dragón. Y por eso mismo, lloramos todos: porque la vida se ha convertido en una perplejidad constante, en una ficción, en un espejismo... porque la vida se nos ha terminado, ya no nos sirve.
 

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