De nada sirve tener la nariz perfecta si no te llamas Livia.
Es cierto que esta afirmación suena un tanto categórica, pero no por ello podría dejar de ser cierta. Tampoco es suficiente este poco habitual hecho (el de tener la nariz perfecta) si eres una estatua de mármol.
En este segundo caso, el problema suele surgir con el paso del tiempo: mientras el resto de tu cuerpo tiene muchas posibilidades de resistir intacto a través de los años e, incluso, de los siglos, la nariz suele desaparecer de los rostros marmóreos de forma casi inevitable.
Pero, pese a ello, la nariz es importante. La tradición histórica asegura, por ejemplo, que si la nariz de Cleopatra hubiese sido un centímetro más corta, el devenir del entonces futuro Imperio Romano habría sido distinto. Yo lo dudo, porque no soy capaz de discernir la diferencia entre las reacciones de César y Antonio con respecto a la reina de Egipto, en función de esos diez hipotéticos milímetros.
El caso de la protagonista de nuestra historia, Livia, es distinto. Y lo es porque Livia, en contra de lo que (según dicen) le sucedía a Cleopatra, sí tenía la nariz perfecta.
Era, eso sí, lo único que tenía perfecto. El resto no lo era, aunque presentaba un conjunto muy atractivo a los ojos de la mayoría de los hombres. Algo, tal vez, sorprendente, si se tiene en cuenta que, por separado, cada detalle de su cara o de su cuerpo podrían haber desmerecido un todo que ofrecía, sin embargo, una aparente belleza que casi nadie discutía. El mundo no se daba cuenta de que esa armonía era exclusiva consecuencia de su nariz perfecta. Ella misma lo ignoraba y, si bien era más consciente de sus defectos que los demás, atribuía su éxito a otras virtudes (algunas de ellas alejadas casi un metro de su impecable apéndice nasal).
Livia siempre fue orgullosa, insensible, fría y soberbia. Su alma era blanca y dura (se decía que de Carrara), lo que nada tiene de positivo, ya que los espíritus buenos suelen ser cálidos, azules y, por supuesto, carentes de cualquier tipo de dureza mineral, por muy de Carrara que sea.
Tampoco debe afirmarse, categóricamente, que Livia fuese mala. La maldad tiene, sin duda, algunos componentes objetivos, pero los criterios subjetivos suelen prevalecer en estos juicios de valor y resultan, cuando menos, comprometidos.
¡Cómo hubiese envidiado Cleopatra su nariz! Y puede que también envidiase la de la otra Livia. ¡Dos narices femeninas, enfrentadas por la lucha entre Antonio y Octavio!
Y, ahora, cambiemos el rumbo de estos comentarios porque nos podrían llevar a escribir una historia de narices, cuando, en realidad, deberíamos centrarnos en una sola nariz. Una nariz singular, divina... capaz de nublar la vista (y los demás sentidos) de quienes la miraban, hasta el punto de hacerles ver un espejismo, de inducirles a creer en lo imposible.
No era una nariz superlativa, como la que cantaba Quevedo, sino exacta, con las dimensiones justas y poseedora de esa proporción áurea que es expresión estética de la belleza más absoluta.
Livia vivió (no sin sobresaltos) bien de su nariz durante muchos años, hasta que el destino decidió que no era justo que alguien tuviera un salvoconducto permanente por el mero hecho de tener una nariz tan especial. Hubo otros, antes que Livia, que también quisieron disfrutar eternamente de las ventajas que su nariz les proporcionaba. Pinocho, Cyrano o la protagonista de 'Embrujada' habían abusado de su privilegio durante décadas o siglos, pero en algún momento, se les había terminado el crédito nasal. Livia no podía ser más que ellos.
Así, no se sabe bien si por la fuerza del destino o por la de la miopía, Livia empezó un día a usar gafas. No se buscó unas gafas discretas, no, sino que eligió un modelo de gruesa montura, que, en otro tiempo, hubiese considerado absolutamente impropio. Y, de esta manera, su perfecta nariz adquirió una nueva utilidad: la de contrarrestar el efecto de la fuerza de la gravedad. Newton fue incapaz de rebatir la decisión de Livia y, en consecuencia, las gafas se mantuvieron firmes en la parte más visible de su rostro. Con ello, Livia consiguió desviar la atención del mundo, provocando una nueva percepción de su presunta personalidad, más acorde con el papel que había ya obtenido en la sempiterna comedia humana, esa en la que ella nunca había dejado de actuar. Ya no quería parecer atractiva y, merced a este pequeño disfraz, su perfecta nariz dejaba de hechizar a quienes pululaban a su alrededor.
Por nuestra parte, pensamos que la inspiración para este habilidoso cambio le vino, con toda probabilidad, del ejemplo de Clark Kent, cuyas simples gafas (muy similares a las de Livia) habían sido, durante muchos años, eficaz engaño para que nadie pudiera reconocer en él al intrépido y generoso superhéroe del planeta Krypton (Luisa Lane sospechaba, pero nunca pudo demostrarlo).
Sea como fuere, yo no llegué a conocer a Livia, aunque me han hablado tanto de ella que casi la considero de la familia. Por eso, me afano en visitar con frecuencia a la otra Livia, la que está en el Museo Arqueológico, esa que nos mira desde su trono de diosa con grandes ojos y perfecto peinado, cubierta por un manto de elegantes pliegues. Es, con permiso de la Dama de Elche, la pieza más bella del museo y, desde sus dos mil años de divinidad, nos contempla (hoy en Madrid, ayer en Paestum) y nos habla de lo efímero de la vida. Ella, la primera emperatriz de Roma, conoce todas las debilidades humanas, sabe que el orgullo muere, que el poder decae y los placeres se extinguen. Y, también, que la soberbia es patrimonio de quienes usurpan la verdad y escarnecen la virtud. Ella lo sabe todo.
Lástima que haya perdido su nariz.
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