domingo, 6 de enero de 2019

Hacia otros mundos

Lo habitual es dividir el mundo (en su sentido conceptual) en las ya tradicionales dos partes, que, en este caso, podríamos denominar 'real' e 'imaginario' (siendo esta segunda mitad susceptible de ser expresada en plural).
Los mundos imaginarios (usemos, directamente, el plural, pues casi todos los poseemos en este número) son dóciles con nuestros sentimientos, deseos, ilusiones, esperanzas, preocupaciones y miedos, por lo que nos relacionamos con ellos de una forma bastante bien organizada. Quiero decir con esto que nos alegramos cuando corresponde, nos emocionamos en el momento lógico y nos asustamos siempre que lo imaginado lo requiere. Son, por tanto, mundos sensibles a los estímulos adecuados.

No perturban mi ánimo los mundo imaginarios. Da igual que sean fabulosos, vulgares o surrealistas. La imaginación puede con todo y alcanza cualquier cota, por elevada o profunda que sea. El problema surge siempre con el mundo real. 

La imaginación debería servir, también, para hacerse una idea muy aproximada de cómo es este mundo (el real), pero no funciona con la eficacia que, en teoría, se le supone. Por alguna razón que yo no alcanzo a comprender, me cuesta mucho más trabajo interpretar el mundo real que cualquiera de los imaginarios, por muy estrafalarios que puedan llegar a ser en nuestras elucubraciones.
Tal vez solo me ocurra a mí, pero no hay día en el que no me encuentre inmerso en alguna situación cotidiana a la que no me sienta ajeno. Yo, claro está, me resisto a aceptar que soy el único espécimen humano al que le sucede esto, pero no descarto esta posibilidad. Sobre todo, ante la naturalidad con la que mis congéneres se desenvuelven en situaciones que a mí me resultan extrañas.

Pongamos un par de ejemplos.

Salgo a la calle con la intención de hacer unas compras de determinados productos (digamos, unos regalos) y sucesivas pesquisas me van llevando, de tienda en tienda, por unas calles no muy alejadas del centro. De pronto, me doy cuenta (como aquellos chicos que, tiempo atrás, se adentraron en un barrio sombrío, lleno de cieno y muy frío) de que nada de lo que me rodea parece posible en un entorno razonable...
Las calles están relativamente oscuras y poca gente circula por ellas. Veo fruterías que no parecen estar en el sitio adecuado; bares/cafés de corte posmoderno con pocos parroquianos; tiendas repletas de libros japoneses y peluquerías herméticamente selladas, cuyos cierres metálicos presentan académicos grafitis. Entre estos y otros comercios, de confusa percepción para mí (todos ellos tienen un halo de irrealidad controlada), se mueven mínimos grupos, más o menos dispersos, de personas demasiado normales como para andar por un barrio que resulta extraño hasta por su falta de rarezas: familias con niños de distintas edades; tipos sencillos mezclados con otros que bien podrían haber sido reclutados hace años para figurantes de una versión españolizada de La noche de los muertos vivientes; jóvenes sin ambición en la mirada y personajes automatizados que mezclan la prisa del futuro con la pausa de lo ya vivido.
Tras unas pocas ventanas, luces amarillas sugieren presencias inimaginables. A mí me dan la impresión de ser habitaciones vacías, de las que salió alguien que no supo apagar la luz, mientras que las demás, esas otras, mayoritarias y oscuras, que llenan las fachadas de los edificios, no parecen haber sido nunca encendidas.
Me siento atrapado en un submundo ajeno, que sería bien descrito por Galdós, si viviera en nuestros días.

En otra ocasión, aparecí, solitario, en una fiesta. Una banda de aficionados veteranos daba un concierto para un público entregado. Todos eran (o eso supuse yo) familiares o amigos. Eran muchos, y se conocían, no había duda a la vista de cómo se relacionaban entre sí. Coreaban las canciones y movían sus cabezas al ritmo de una música que, pese a no ser desconocida para mí, me resultaba imposible de identificar. Jóvenes y mayores se fundían en un correctísimo y moderado éxtasis que recordaba un tiempo pasado que nunca existió, pero del que cuantos allí se habían reunido participaban con prudente entrega y alegre algarabía colectiva. ¿Era verdad lo que allí sucedía? Podría serlo, aunque mi memoria me transportaba hacia los modestos decorados de Escala en hi-fi. 
Yo me repetía a mí mismo que ese mundo real no lo era... no podía serlo. Sin embargo, era más probable que yo fuese el irreal. Abandoné el lugar y anduve, sin rumbo fijo, por calles anchas y bien iluminadas. Me pareció oír a Adamo cantar en la distancia, pero era el viento, que soplaba con rachas intermitentes en aquella noche de otoño.


–¿Cómo es el mundo real? –me pregunto con frecuencia.
Y no sé responder a mi propia pregunta. Creía que el mundo real era otra cosa: el Ramiro de Maeztu, la piscina del Canal, Alhama de Aragón, una sociedad secreta, la calle de Fuencarral, mi familia, Villaverde de Trucíos (por Bilbao), la música de Françoise Hardy y Silvie Vartan, unos amigos eternamente jóvenes, Valeriano Pérez, un campo de fútbol embarrado, la voz del Sr. Pellico gritando tres veces por el patio "¡Pues que me oigan!"...

Pero estoy equivocado por completo. El mundo real no existe. O, si existe, es algo que no sé describir ni explicar, que no entiendo ni me parece que, verdaderamente, sea real. Es una calle rara, al anochecer, por la que extrañas personas deambulan en busca de algo desconocido para mí (y que, posiblemente, también lo sea para ellos). Algo que nunca encuentran y, por eso, no dejan de buscarlo.

Entretanto, sumido en mi persistente irrealidad, yo creo estar escuchando a Gigliola Cinquetti cantar en italiano 'La Bohême'.

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