Asistía al espectáculo desde la última fila del tercer piso. La distancia al escenario y la perspectiva de su punto de vista contribuían, sin duda, a esa percepción de irrealidad que suele acompañar a quienes observan la luna a través de un telescopio. Pero no era solo eso. Algo había dentro de él que le hacía sentirse ajeno a lo que sucedía allí abajo.
Y cuando ella salió a escena, esa sensación se hizo aún más fuerte. Allí estaba Ruth: sonriendo mecánicamente a su público; saludando al mundo con la mano; insinuando, incluso, un ligero baile...
Su cada vez más rubia media melena apenas se movía, pese al balanceo; y sus gafas de atrezzo (de marca cara, pero atrezzo, al fin y al cabo) protegían su mirada del riesgo de esa contaminación visual que siempre temen algunas mujeres que se consideran divinas o, cuando menos, estupendas.
Paul, desde su butaca de la última fila del tercer piso, la miraba, con intención de sentir algo, una mínima emoción, cualquier cosa digna de ser tenida en cuenta. Pero solo notó una ausencia difusa, apenas sensible. Y es que, a veces, no se siente ni el vacío.
¿Cómo era posible eso?, se preguntó Paul. Sin embargo, la segunda vez que Ruth subió al escenario, comprendió que la veía con la enajenación anímica de quien mira a un maniquí de escaparate. Esa misma tarde, Paul se había detenido ante la gran vitrina de una exclusiva tienda de Bond Street y esas elegantes y delgadísimas muñecas, cada vez más estilizadas y andrógenas, que decoran las principales calles en las que se concentra la moda de lujo, le habían generado la misma leve desazón que ahora parecía ocupar su pecho. Ni siquiera sentía nada.
Es normal, por tanto, que Paul estuviese preocupado (no muy preocupado, claro, pero sí un poco preocupado). No sentir nada cuando ves a una persona que, supuestamente, ha tenido un papel significativo en tu vida tiene, al menos, algo de reconfortante ("Antes la odiaba, pero ya no siento nada por ella" o "La quise mucho y ya no significa nada en mi vida", son alternativas razonables que suelen ayudar mucho a estabilizar anímicamente a quienes así lo experimentan). Por el contrario, tener una sensación de enajenación sensitiva es un tanto alarmante.
Analizándolo (sin ningún entusiasmo, por cierto), llegó a la conclusión de que se había puesto triste al ver a Ruth actuando en una dimensión diferente a la suya, perteneciendo a una clase de la que él mismo fue parte y que ya no era la suya. Este razonamiento le tranquilizó un poco (no mucho, la verdad), pero su teoría se vino abajo cuando al salir del teatro (lo único que Paul tenía claro era que todo aquello era una gran comedia humana, de la que él ya no quería formar parte) se encontró con Juana, con Eva, con Esther... y charló animadamente con ellas, sin que su imaginaria melancolía hiciese acto de presencia en ningún momento. No, Paul no tenía tristeza alguna. Habló con unos cuantos amigos más, con la normalidad de siempre, y se fue a casa dando un tranquilo paseo.
Ruth, en su empeño por triunfar sobre la vida, sobre el tiempo y sobre sus propias emociones, se había convertido en una muñeca de cera. Una de esas que cantan, sin la música que Gainsbourg regaló (es un decir), en su día, a France Gall. Cantan sin música, para que otras muñecas, sobre todo las de chiffon, bailen al ritmo que ellas les marcan.
Y danzan, como los malditos de Sydney Pollack, llevando sobre sus hombros el peso del mundo que a cada uno le ha tocado vivir (digo 'uno' y no 'una' porque, sin duda, hay tantos muñecos de chiffon como muñecas). Pero eso a Ruth no le pasa, a las de cera no les pasa.
Mientras tanto, Paul, sentado ya para siempre en su butaca de la última fila del tercer piso, seguirá sin saber por qué cada vez que vea a Ruth sonreír sobre un escenario no será capaz de sentir. Ni siquiera, de no sentir nada.
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