viernes, 5 de agosto de 2016

No podía ser

–Lo nuestro no podía ser –dijo ella, muy seria.
–Y, además, era imposible –apostilló él, tratando de rebajar, aunque de forma muy contenida, el dramatismo de la conversación.
Ella no se inmutó ni pareció apreciar esa levísima concesión al humor.
–Ya, pero, sobre todo, no podía ser –insistió, repitiendo expresión y tono de voz.

Cuando una mujer va por ese camino, no da la más mínima concesión a lo literario, salvo que sea castiza hasta la médula. Y no era el caso.
Lo único que quería era dejar constancia de que, pese a los años transcurridos, era inútil cualquier acto de contricción por ninguna de las dos partes. También quería ratificar que carecía de propósito alguno de la enmienda.

–Bueno –volvió él a la carga, sin mucha convicción, en su argumento–, viene a ser lo mismo...
–Nada de eso. Lo imposible cambia, pero lo que no puede ser, no puede ser.

Él evitó, con buen juicio, rematar la frase que ella le había servido en bandeja. No era momento de adornarse dialécticamente, reiterando sus primeras palabras, para, continuando las que ella acababa de pronunciar, completar la célebre sentencia de 'Guerrita'. Detuvo el gesto que había iniciado con la mano para remarcarlo, cerró sus labios, ya entreabiertos, y se quedó callado.
En realidad, él no pretendía polemizar. Le daba igual. Aunque nunca había llegado a comprenderlo del todo. Y le parecía una tontería eso de que "lo suyo no podía ser", ya que, no solo podía, sino que, de hecho, "había sido" durante un cuarto de siglo.

–¿Por qué hiciste todo lo que hiciste? –preguntó ella con cierta teatralidad.

No esperaba una respuesta. Solo había lanzado al aire una pregunta retórica para que quedara constancia de que estaba cargada de razón.

–Yo no hice nada... Mejor dicho, sí, hice muchas cosas, pero todas buenas para nosotros –se atrevió a decir él.

Ella suspiró profundamente.
–Ya sé que nunca me lo vas a decir. No volveré a preguntártelo –mintió ella, con impasible descaro.

Era un monólogo con dos personajes. Una conversación del todo inútil para él, pero imprescindible para ella.
Fue entonces cuando él se dio cuenta de que en algún sitio estaba sonando el 'Adagietto' de Mahler. Ella no reparó en semejante circunstancia. En cualquier caso, en esos momentos no estaba dispuesta a oír otra cosa que no fuese lo que ella misma decía.

–Será mejor que me vaya –espetó, de pronto, con aire de ser una mujer generosa y condescendiente, pese a sentirse justamente ofendida–. Todo esto es una pérdida de tiempo.

Él miró a través de la ventana del café. Llovía. Suavemente, pero llovía. Con esa tristeza infinita con la que solo llueve en el Lido durante el invierno. Sí, era mejor que ella se fuese. Tal vez no había sido una buena idea quedar allí, en Venecia, después de estar casi treinta años sin verse.
Ella se levantó despacio, se puso el abrigo y el sombrero y se dirigió a la puerta. Muy lentamente... como esperando a que él tratase de impedir su marcha.
Pero él no se movió. Apenas, una vez que ella ya hubo salido, lo justo para levantar su copa de spritz y brindar, en silencio, con una gaviota que se acababa de posar sobre el cartel de la parada del vaporetto.

Volvió a mirar por la ventana. El agua de la laguna parecía reflejar extraños colores. Y el 'Adagietto' de Mahler seguía sonando en algún sitio.

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