sábado, 27 de agosto de 2016

La tiranía del olfato

Ya en el siglo XVIII, el naturalista irlandés Linus Burtchaell publicó un interesante estudio sobre la desigualdad en el control de los sentidos. En sus trabajos, analizaba con detalle cómo cada uno de nuestros cinco sentidos mantiene una relación diferente con el entorno, adaptándose, de una u otra forma, a las reacciones instintivas del individuo y a su forma de interactuar con el nivel de satisfacción hacia lo percibido por una vía sensitiva determinada.

Yo soy un ferviente seguidor de Burtchaell y, sobre todo, de su particular aproximación al mundo de la sensibilidad física y emocional, gustándome especialmente su célebre descubrimiento de las funciones sensoriales del tacto, bajo unas circunstancias muy concretas, que, en su momento, fueron consideradas como una novedad revolucionaria, por lo que se mantuvieron en secreto durante varios años.
Pero no trataremos ahora en profundidad el tema del tacto (ya suficientemente explorado por Burtchaell), sino el de otro sentido, menos desarrollado en el ser humano y más vulnerable a los agentes externos descontrolados.

Cierto es que, desde ese punto de vista (el de la gestión eficaz del control de las intervenciones exteriores), podríamos catalogar a los sentidos en dos grupos.
En el primero, el de los que cuentan con una mayor capacidad de protección natural, se encontrarían los que podríamos catalogar como sentidos 'activos': vista, tacto y gusto. Los tres disponen de mecanismos automáticos de defensa, susceptibles de actuar sin ayuda artificial.
Un ejemplo sencillo de esto es la capacidad de la vista para no mirar algo desagradable, aunque lo tengamos justo delante de nuestros ojos. Para estar a salvo de esas imágenes no deseadas, bastaría con cerrarlos o dirigir nuestra mirada hacia otro lado. Ambas acciones se pueden ejecutar con éxito de forma casi instantánea (lo que da a la vista, a diferencia de los otros dos sentidos 'activos', una doble capacidad de reacción). Algo parecido, aunque con menos recursos, se podría aplicar al tacto y al gusto.

No ocurre lo mismo, sin embargo, con el oído y el olfato, sentidos mucho más expuestos a la indefensión ante la contaminación sensorial del ambiente.

El oído está algo menos atrofiado (con notables excepciones) en el animal humano que el olfato, pero esta mayor capacidad de percibir suele estar compensada con una superior resistencia a la adversidad acústica. Se oyen tantas tonterías y tal cantidad de sonidos y voces desagradables al cabo del día, que todos estamos más acostumbrados a superar con entereza los desmanes auditivos de la vida moderna (muy particularmente en los núcleos urbanos).
Por el contrario, el olfato, a cambio de estar bajo la protección de su falta de desarrollo, tiene pocos (por no decir ninguno) recursos naturales de defensa. Y, desde luego, esta desdicha se convierte en catástrofe si la madre naturaleza nos ha otorgado el don de un olfato canino.
A este grupo selecto de personas con gran capacidad de detectar y procesar los olores que nos acechan les cabría, no podemos negarlo, la posibilidad de ir por todas partes con una pinza en la nariz (las hay muy eficaces, como las que se usan en natación sincronizada), pero no estoy seguro de su idoneidad en la práctica.
Dejando a un lado su estética (hoy no desentonarían demasiado entre la avalancha de piercings y otros artilugios estrafalarios, tan a la moda), es indiscutible que, si bien evitarían riesgos, tendrían el inconveniente de impedir el buen uso de unas glándulas pituitarias tan excepcionales, en la parte positiva (que la hay) de lo que llega al cerebro a través del nervio olfatorio.

Ellos, ante la tiranía de su olfato privilegiado, tienen que enfrentarse eternamente a un dilema que podríamos calificar de shakespeariano: "To smell, or not to smell, that is the question". 
Y, los que se decidan por la segunda opción, deberían adoptar medidas drásticas, ya sean mecánicas (pinzas o tapones) o quirúrgicas (una especie de vasectomía olfativa).
Con toda sinceridad debo admitir que me apetece escribir una versión del monólogo de Hamlet:
–Oler o no oler, esa es la cuestión. ¿Qué es más sano para la nariz, sufrir los pestilentes hedores de la repugnante inmundicia o taponar nuestro apéndice nasal ante un mar de adversidades pestilentes y, cerrándolas el paso, encontrar el fin? Morir, dormir...

Pero no lo haré, la tiranía del olfato es un asunto demasiado serio como para tomárselo a broma.

No hay comentarios: