viernes, 19 de agosto de 2016

Concerto all'alba

Chiara Monteverdi había sentido inclinación por la música desde muy pequeña.
Una afición que no tenía antecedentes familiares y que, tal vez por ello, había sido causa de algún que otro problema en sus inicios. Ahora, con veinticinco años cumplidos, ya nadie dudaba de que la música clásica era su destino profesional. 
Chiara había estudiado mucho y nunca dejó de trabajar para conseguir lo que deseaba. Al menos, para lograrlo en parte, porque ella aspiraba a más. Ser uno de los doce primeros violines de la Orchestra Filarmonica Salernitana no estaba nada mal para su edad, pero ella siempre había creído que si hubiese tomado la decisión de salir de su Salerno natal, podría haber llegado más lejos.
Tal vez fue un error haber aceptado ese noviazgo, ya largo, con su eterno amigo y vecino Claudio. Eso la tenía medio atada a su ciudad y complicaba mucho sus posibilidades de volar más alto. Porque Chiara soñaba con Milán, Berlín, Viena... incluso con Nueva York.

Sin embargo, ese año se había producido un hecho especial. Su orquesta había sido seleccionada por el Festival de Ravello para actuar en su famoso Concerto all'alba. Una ocasión, sin duda, singular para ser parte de uno de esos acontecimientos musicales que siempre llevaban consigo un atractivo particular. Tocar en el Belvedere de Villa Rufolo a las cinco de la madrugada, mientras iba amaneciendo a su alrededor era para Chiara algo muy especial. Estaba convencida de que nunca olvidaría esa experiencia.

Se compró un vestido negro (demasiado escotado, según su novio) para estrenarlo en Ravello, acompañado de unos zapatos abiertos por delante (con un excesivo tacón, en opinión de Claudio). Pero Chiara no estaba dispuesta a aceptar censura alguna sobre su forma de vestir en el trabajo y, mucho menos, si venía de un novio cuyos celos se estaban empezando a volver muy incómodos para ella.
Así que, con su atuendo de estreno, Chiara ocupó su puesto en la formación de la orquesta, sentada dos filas detrás del concertino y en la primera línea del escenario, justo frente al público que se disponía a presenciar un espectáculo en el que música y naturaleza se funden para crear un conjunto difícil de superar en las artes escénicas modernas (ya que en la antigüedad clásica era frecuente que los teatros estuviesen construidos frente a panoramas  impresionantes).

Como es lógico, Chiara no solía fijarse en el público que tenía frente a ella. Todo profesional de la música que se precie centra su atención en el director, la partitura y en su personal involucración en la pieza que va a ejecutar.
Pese a ello, la poco habitual situación del auditorio de Villa Rufolo, prácticamente colgado sobre un paisaje infinito, que va surgiendo de las sombras a lo largo del concierto, hizo que Chiara (cuyo escotadísimo vestido negro y sus vertiginosos tacones habían pasado casi inadvertidos entre sus compañeros, pero no entre sus compañeras) mirase con curiosidad a los espectadores antes de que comenzase la obertura de 'Las Hébridas', una romántica composición de Mendelssohn muy apropiada para ser interpretada frente a las dramáticas vistas al mar de Ravello.

De pronto, los grandes ojos negros de Chiara se quedaron clavados en él. Era un hombre de pelo blanco, vestido con una chaqueta azul que contrastaba con su camisa, de una claridad tan intensa como la de su pelo. Chiara pensó que era un abogado de Milán. Junto a él, dos chicas jóvenes, una más rubia que otra, ocupaban sus respectivos asientos flanqueándole, como separándole de la posible contaminación del resto de los asistentes.

A partir de ese momento (es decir, en su totalidad) el concierto fue un desastre para Chiara o, al menos, así lo creyó ella, porque nadie más se dio cuenta.
No pudo concentrarse en Mendelssohn, ni en Grieg... ni en Sibelius. Fueron dos horas de lucha permanente contra la estática figura de pelo blanco que la miraba, fijamente, desde una de las primeras filas, distrayendo su atención de partitura, música y del propio director. Chiara tocó su violín de forma automática, sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Hubo muchos aplausos. El director salió varias veces al escenario a saludar, invitando a los componentes de la orquesta a levantarse y agradecer la ovación de unos asistentes que habían presenciado como el mar, las montañas, el cielo y la luz habían surgido ante sus ojos entre la música de la Sinfonia n.2 in re maggiore de Sibelius, cuyo Allegretto coincidió, precisamente, con los primeros rayos de sol del día.
El hombre de azul y blanco la aplaudía solo a ella (eso pensó Chiara, convencida de que había encontrado allí, en Ravello, a quien tanto esperó desde niña, sin saberlo). Puede que no fuera abogado, ni de Milán... tenía, más bien, aspecto de ser un poeta toscano. Las dos jóvenes debían ser sus hijas, pensó (aunque, por un momento, temió otra cosa, que alejó de su mente al instante). Eran dos mujeres (ahora, viéndolas un poco mejor, no fue capaz de considerarlas 'chicas') muy guapas, lo que, sin saber por qué, inquietaba su ánimo.

Chiara se volvió un instante a contemplar el fantástico panorama. Casi se llegaba a ver Salerno desde aquel incomparable belvedere... 
Era el momento de abandonar el escenario. Los demás miembros de la Filarmonica Salernitana ya habían empezado a desfilar por las escaleras laterales que parecían descender hacia la nada. Chiara se giró hacia el público para dirigir una última mirada a su hombre azul de pelo blanco. Se preguntaba si debía hacerle algún gesto, una señal que sugiriese un encuentro a la salida... Sí, un pequeño gesto con la cabeza sería suficiente, decidió. 
Pero ni él ni las dos bellezas estaban allí. Se habían esfumado. 

En vano le buscó por todas partes. Ni siquiera se cambió de zapatos para correr de un lado a otro de Villa Rufolo. Tampoco estaba en la plaza. La gente iba dispersándose, poco a poco, mientras la luz del día se iba apoderando de Ravello.
Sus compañeros llamaron su atención. Los autobuses estaban a punto de marcharse...
Abrazada a la funda de su violín, llegó a pensar que todo había sido fruto de su imaginación, una fantasía provocada por el mágico ambiente de una madrugada extraña, diferente y llena de sensaciones raras. Se sobresaltó con el aviso de un mensaje en su móvil. Era Claudio. Un comentario nada afortunado sobre el escote de su vestido y el sexo masculino. Su novio tan inoportuno como siempre. "Porca miseria", se dijo a sí misma, sin apenas separar los dientes.

Chiara subió al microbús. Era el último. Solo quedaba un asiento libre. 
Apretando el violín contra su pecho, iba a sentarse en él cuando advirtió la presencia de un pequeño papel, doblado en dos, con su nombre escrito en la parte exterior. Dentro solo dos palabras: "Ti amo". En el asiento de al lado, una compañera de la orquesta dormitaba con la cabeza apoyada en la ventanilla.
El minúsculo autobús comenzó a moverse, emprendiendo el descenso hacia Amalfi por esa endiablada carretera llena de curvas imposibles. Abajo, los rayos del sol empezaban a reflejarse ya sobre un mar en calma. Arriba, Ravello, los ecos del Concerto all'alba... y el cielo. Pálido, azul, inalcanzable para una joven violinista salernitana.

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