martes, 23 de agosto de 2016

Tres mejor que uno

En aquella casa era normal que durmieran tres en la misma cama. Pero no es ahora el momento de contar esta historia (más antigua y, sin embargo, de escritura no permitida aún, por motivos de seguridad). 

Por eso, hablaremos de un caso parecido (no idéntico, desde luego), acontecido varios años más tarde en un país lejano, cuyo nombre es tan difícil de pronunciar que parece sacado de uno de esos cuentos que tanta popularidad alcanzaron en el Cáucaso a mediados del siglo XIX.

Bakar, Deeba y Durkhanay dormían siempre juntos. Bakar lo hacía en el centro, con Deeba a su derecha y Durkhanay a su izquierda.
En las noches de invierno (y, con frecuencia, en muchas de verano), Bakar se giraba a la derecha, donde rozaba con su cuerpo la piel suave y tibia de Deeba, cuyo nombre definía a la perfección esa virtud tan singular de su epidermis, que ayudaba a conciliar el más feliz de los sueños.
Durkhanay también tenía suave la piel, si bien su tacto era algo más frío que la de Deeba, pero su dulce perfume se mantenía vivo durante toda la noche, lo que provocaba que, incluso dormido, Bakar se volviera para respirarlo varias veces, antes de que llegase la madrugada.
Por su parte, Bakar irradiaba una sensación de calma y seguridad que permitía el más reposado y placentero descanso a las dos mujeres que yacían con él.

Por supuesto, los tres dormían desnudos, pero el sexo carecía de importancia en su relación nocturna, pues es de todos sabido que los espíritus más sofisticados no lo necesitan para que los sentidos menos desarrollados en los humanos más vulgares (el tacto y el olfato, cuando son sutiles) alcancen el punto más perfecto y elevado en el subconsciente de los dioses.

Durkhanay se levantaba antes que Deeba y lo hacía, claro está, por el lado izquierdo de la cama y sin mirar más allá de Bakar. Primero posaba su pie izquierdo sobre la alfombra y, a continuación, el derecho. Nunca dejaba de practicar este ritual, que ella consideraba casi sagrado.
Media hora después se despertaba Deeba, saliendo de la cama por el lado derecho y sin preocuparse de qué pie colocaba antes en el suelo. Ella no miraba a Bakar y se limitaba a pasar sus manos, con los dedos abiertos, entre su abundante y ondulada cabellera rubia.

Así, cuando el día amanecía para Bakar, ninguna de sus compañeras estaba ya junto a él, pero entre las sábanas de fino hilo permanecía el aroma de Durkhanay y podía sentirse en ellas la suavidad con la que fueron acariciadas por la piel de Deeba.

Lo que sucedía a lo largo del resto del día no merece la pena ser reseñado aquí, porque carece de relevancia para esta crónica de una época comprimida, ahora, por el largo transcurso del tiempo. 
Es difícil relatar lo sucedido cuando los años se han ocupado de alimentar la leyenda, puliendo sus asperezas menos románticas, pero así me contaron que sucedió.
Deeba, Bakar y Durkhanay, la historia de una reina, un sueño y una princesa, unidos eternamente en contra de su destino por la fuerza más colosal que se conoce: el poder de lo imposible.

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