lunes, 5 de septiembre de 2016

Vieja juventud

La contraposición de vejez y juventud es un tema clásico, tratado por novelistas, poetas y filósofos de todas las épocas. Es un asunto que da para mucho y, precisamente por ello, se ha abordado desde un sin fin de perspectivas. Entre otras muy famosas están la de Dorian Gray (que, por algún extraño motivo, a mí me recuerda a Kafka), la de Fausto o la del feliz y utópico mundo de Huxley.

Tantos son los puntos de vista desde los que se ha analizado la vejez que parece imposible encontrar uno nuevo o, al menos, no excesivamente trillado. A mí, me apetece comentarlo desde la perspectiva vegetal, ya que veo muchas similitudes con la de sus primos los humanos, tan dependientes de las plantas.

A diferencia del hombre, los vegetales sufren de una parcialidad en la relación juventud-vejez mucho más acusada. Quiero decir que, así como el humano suele envejecer de forma relativamente homogénea en sus diferentes partes (cabeza, cuerpo, órganos y extremidades), no sucede lo mismo en la mayoría de las plantas.
Hay árboles, por ejemplo, que llegan a vivir más de mil años, pero si lo han conseguido ha sido gracias a la renovación constante de una buena parte de ellos mismos, que ha tenido una vejez (incluso una muerte) mucho más prematura. Habrá quien me diga (no sin razón) que también envejecen, mueren y nacen muchas células de nuestro cuerpo a lo largo de la vida. Cierto es, pero lo que ocurre en muchos vegetales es algo más. No solo son sus células las que tienen su propio ciclo vital, sino que partes tan diferenciadas como hojas, ramas, flores y frutos tienen vidas propias (algunas efímeras), aunque, eso sí, ligadas a un tronco común.

Desde luego no pretendo dar aquí una clase de botánica (entre otras cosas porque carezco de los conocimientos suficientes para ello). Más bien es mi propósito reflexionar acerca de la evolución de algunas partes de nosotros mismos, menos visibles y, sin embargo, consustanciales a nuestra existencia. La mayoría de esas partes están en la mente.
Voluntad, ambición, deseo, imaginación, espíritu de aventura, ganas de aprender... y un montón de cosas más (que diría Mala Estrella), todas ellas presentes en nuestro ánimo.
Lo curioso de estas potencias del alma es que tienen una edad de todo punto independiente de la del cuerpo, lo que puede provocar serios desajustes emocionales, algunos de muy mala solución.

¡Cuántas veces nos hemos encontrado con niños que parecían viejos por su forma de pensar, adultos con mentalidad de infantes o ancianos cuya juventud interna chocaba con su deterioro físico externo!
Algo que rara vez (puede que haya casos, pero yo no los conozco) sucede en las plantas. En ellas, no nacen hojas viejas ni suelen morir las que gozan de una lozanía poderosa y un verdor envidiable. Pero en las personas sí. Incluso en el terreno de los sentimientos.

Tal vez sea culpa de la sociedad, que educa a los niños para que piensen como adultos y llega a confundirles en lo más íntimo. 
Lo más grave (en mi opinión) lo encontramos en esos casos de vejez juvenil, tan tristes.
El amor interesado, sin ir más lejos, cuando se da en la juventud, es, en verdad, lamentable. Y se produce con frecuencia.

Tantas son las hojas prematuramente caídas del árbol de la juventud que podría decirse que existe gente que se salta la primavera (y, en ocasiones, también el verano) de la vida, para vivir en un constante otoño con vocación invernal. A ellos, cuando les llega la vejez,  les resulta familiar, porque la llevan viviendo eternamente...
Por suerte, hay otros a los que les brotan flores en todos los meses del año. Son los que me gustan más.

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