martes, 13 de septiembre de 2016

Tea for two... hundred!

El principal problema del té es el de la masificación. Sí, amigos, que nadie se extrañe de esta afirmación, porque es muy cierta y encierra un peligro no por sorprendente, menos terrible.
Cuando Marco Polo nos trajo esta infusión desde los remotos confines del lejano oriente (supongo que algo de té vendría en el amplio equipaje con el que regresó de sus viajes) desconocía por completo las implicaciones que saldrían a la luz unos cuantos siglos más tarde.  

La ceremonia del té se realiza, en algunos países, siguiendo un ritual tan delicado y concienzudo que parece más propia de una liturgia religiosa que trivialidad pasajera o liviana para el espíritu, generalmente ni tan siquiera recordada por quien la ejecuta en estos lares.
Un problema muy repetido, del que hablan los miembros de la Royal Philosophical and Tea Society, fundada en Londres hace un par de siglos, es, precisamente, el de la masificación despiadada de esta ceremonia.
La mencionada RPTS, cuyo dragón chino símbolo de la sociedad aún puede verse en la fachada de un viejo edificio próximo a Hyde Park, trató durante mucho tiempo de preservar el carácter filosófico de una cultura íntima que trascendía la mera degustación de una u otra variedad de té.

Cuentan, por ejemplo, el célebre caso del maharajah de Kanauj quien, tras compartir el té todas las tardes con lady Marleigh durante la larga estancia de esta famosa dama en Uttar Pradesh, recibió una nota del Alto Comisionado Británico en la que se le comunicaba que ella no volvería a visitarle ya que debía trasladarse con urgencia a Mumbai por motivos familiares. Poco después, el maharajah descubría que lady Marleigh se dedicaba a tomar el té con media India, desde Mysore a Cachemira.

Algo peor le ocurrió al general Yen con Barbara Stanwyck, ya que el amargo té que tuvo que tomar contenía veneno suficiente como para acabar con su vida...
Incluso en casos más cómicos, como el protagonizado por Donald en el brillante corto de Walt Disney, producido en 1948, un romántico, solitario y relajado té puede convertirse en un suplicio por culpa de la multitud.

Todo té se transforma en un completo desastre cuando el número de tazas se multiplica. O sin tazas, porque lo de menos es el hecho en sí, sino el significado que las cosas tienen para unos y para otros. De ahí la desolación de los sufridos miembros de la Royal Philosophical and Tea Society londinense. Ellos opinan (y no sin razón) que ya nada volverá a ser como antes. Para la RPTS, aquellos viejos tiempos en los que tomar el té (el té nunca se bebe, se toma) era una forma de enfrentarse a la vida con nobleza y lealtad, han pasado. Hoy en día, dicen, tomar una taza de té es un acto que carece de fidelidad hacia esa mezcla de Flowery Pekoe de Ceilán, con una nota de Assam, que tanto gustó a Eduardo VII en el verano de 1902. 
Cuando, además, resulta obvio que quien lo toma olvida más que recuerda, muy probablemente para no tener que desgranar en su memoria la relación innumerable de tazas que han pasado por sus labios, el valor del té cae hasta cotas ínfimas, insignificantes y, sobre todo, impropias de los exigentes estándares de la Royal Philosophical and Tea Society de la City of Westminster. Ni siquiera serían aceptados por su menos estricta delegación de Kensington and Chelsea, tan criticada por mantener un código de conducta más permisivo que el de la sede central.

Y es que en esto del té, pasa como en casi todos los órdenes de la vida: dos es compañía, tres multitud... y doscientos o más, la marabunta.

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