domingo, 2 de noviembre de 2014

Noche de ánimas

Se había perdido. Y, con esa dichosa niebla que se había echado encima, era muy peligroso seguir conduciendo. ¿Por qué se le habría ocurrido improvisar un 'atajo' desconocido en una noche como aquella?
Terminó muy tarde su conferencia por empeñarse en aquel innecesario coloquio con los estudiantes. Tenía que haberse marchado nada más acabar, pero su vanidad, su condenada vanidad, se lo había impedido. 
Porque se había gustado a sí mismo delante de aquel auditorio entregado, desde el primer momento, a su convincente locuacidad y a su brillante forma de enfocar el tema de su charla: "El nuevo siglo de las luces". 
Ahora, perdido en mitad de una noche más apropiada para los lobos que para un joven escritor de éxito, se arrepentía de haberse dejado llevar por esos ojos tan abiertos, tras la cerrada ovación recibida al terminar su exposición, que le habían invitado a quedarse con aquel grupo, mayoritariamente juvenil y femenino, ansioso por conocer más detalles de sus elocuentes argumentos racionalistas, esos que tan pingües beneficios le estaban reportando con las ventas de su último libro... en el que fustigaba con severa violencia a cuantos se planteaban dudas existenciales ante preguntas cuyas respuestas no cabían en el riguroso territorio de la ortodoxia científica. 

Había parado el coche. No tenía sentido conducir. ¿Qué hora era? ¡Las once y media! ¡Qué idiota había sido! Todas aquellas dulces sonrisas estarían ahora en sus casas o en las de sus novios, tan felices, mientras él estaba dando vueltas por los montes de Galicia, en mitad de una niebla que se estaba haciendo más espesa por momentos.
Pero allí había una luz... una luz amarillenta y casi imperceptible que debía ser de alguna casa. No parecía lejos. Intentaría acercarse, despacio... para no salirse de la carretera o del camino, que ya no estaba muy seguro de lo que tenía debajo de las ruedas del coche.
La luz salía de la ventana de una pequeña caseta junto a una tapia. Llegó hasta ella, volvió a parar el coche y se bajó. Allí no había nadie. Una pobre y solitaria bombilla colgaba del techo, iluminando apenas un cuchitril con una vieja silla y una desvencijada y minúscula mesa. Se movió hacia su derecha, pegado a la tapia para no perderse, hasta que, unos cuantos pasos más allá, se encontró con una verja abierta. Era una puerta que daba a un jardín... o a un patio. Encendió la linterna de su teléfono móvil y vio un arco sobre la verja, con una pequeña cruz oxidada en su parte superior. A un lado, un cartel apenas legible decía: "Cementerio Viejo".

Hacía frío. Y la niebla cada vez era más densa. Lo mejor sería entrar en la pequeña caseta. Quien hubiese dejado la luz encendida tenía que estar por allí cerca, no podía tardar mucho en volver. Entró y se sentó en la silla. Sacó su móvil y comprobó lo que ya se temía: no había cobertura.
Pasaron los minutos y allí no aparecía nadie, así que acercó la silla al rincón más cercano y esperó, medio recostado sobre la pared y cruzando los brazos sobre la destartalada mesa. 

Un pequeño ruido, que no supo identificar, llamó su atención. Faltaba muy poco para la medianoche. Se levantó de la silla y trató de mirar por el ventanuco. No se veía nada, ni siquiera el coche, que estaba a un par de metros.
¡Maldita estupidez! ¿Qué se le había perdido a él en aquel rincón de Galicia, tan lejos de Barcelona?
Sonó un segundo ruido. Esta vez más agudo, más penetrante y largo...
Eran las doce de la noche. La bombilla se apagó de improviso. Todo quedó completamente a oscuras. ¿Dónde había dejado el móvil? No lo encontraba por ningún sitio. 
Entonces fue cuando lo oyó con claridad. Era como si una pesada piedra estuviese arrastrándose sobre otra, emitiendo un chirrido desagradable y siniestro... ¿O era un portón de hierro girando lentamente sobre sus herrumbrosos goznes? Algo se arrastraba junto a la caseta, acercándose despacio... muy despacio...

Dio un salto impulsivo hacia donde creía que estaba la puerta y se golpeó en la cabeza con algo que no vio. Se llevó la mano a la frente. Estaba sangrando. 
–¿Hay alguien? –gritó, nervioso. –¿Quién está ahí?
Un reflejo blanco cruzó la pequeña ventana. Su frente sangraba mucho, se mareaba...
La puerta de la caseta se abrió de golpe y se repitió el chirrido, esta vez más cerca. Una luz potente, difusa y transparente cayó sobre su cara desde el umbral de la entrada a la mísera caseta. La cabeza le daba vueltas... el suelo se reblandecía y se escapaba bajo sus zapatos...


*                    *                    *

El sol entraba con fuerza a través del cristal. Levantó sus ojos, incorporándose de la silla y miró por la ventana. Era un día espléndido. Los verdes prados se extendían tras la carretera, trepando por los montes entre bosques frondosos. Apenas unas pocas nubes se deslizaban con suavidad por un cielo azul y luminoso. 

Se tocó la frente. No había rastro de sangre ni de golpe alguno. En su mano izquierda estaba el teléfono, con su foto sonriente en la pantalla, apoyado en lo que parecía la borda de una embarcación deportiva. Salió despacio al exterior. Una tapia separaba las proximidades del arcén de aquella carretera secundaria del bonito huerto que se escondía detrás, en el que los manzanos se asomaban sobre el borde de la valla de piedra. Junto a la puerta que daba paso al huerto, escritas sobre un pequeño rectángulo de madera, se leían dos palabras: "Carpe Diem".

No lo pensó más. Se subió al coche y arrancó. La radio se conectó de inmediato:
–Muy buenos días. Hoy tenemos una mañana alegre y soleada. Desde su emisora favorita les deseamos que tengan un feliz dos de noviembre...
Aceleró con decisión, aunque no pudo evitar lanzar una mirada, de reojo, al retrovisor. Antes de tomar la curva que bordeaba el monte, pudo observar, por última vez, la pequeña caseta junto a la tapia. Y le pareció que... pero ya unos cuantos árboles le impidieron ver nada más. Ni siquiera le permitieron ver el bosque que se extendía, inmenso y poderoso, detrás del huerto. 

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