martes, 25 de noviembre de 2014

Plus

La gente sensata tiene muy clara la relatividad de la belleza. Sin embargo, pese a esta realidad racionalizada por casi todos (incluyendo a muchos no catalogados como integrantes de la cofradía de la sensatez), la belleza juega un papel decisivo en casi todos los aspectos de la vida.
Ahora bien, dentro del amplísimo espectro de las realidades subjetivas, es poco discutible que, precisamente, la belleza ocupa una de las posiciones más prominentes. Quiere esto decir que, así como hay otros conceptos en los que parece haber mayor consenso sobre unos criterios objetivos determinados, cuando se trata de juzgar la belleza, la subjetividad es lo que prima.

No me refiero solo a la supuesta belleza de las personas (temporal donde las haya, efímera y tan leve como el maullido de un gatito afónico), sino, también, a la que podríamos llamar 'belleza con mayúsculas' como, por ejemplo, la del arte. 
Hay otras bellezas menos subjetivas, tales como las florecillas del campo, los paisajes relamidos y los escenarios grandilocuentes, pues ni los cursis ni los cazurros suelen arriesgarse a discutir beldades tan arraigadas en el imaginario popular (y, sobre todo, tan intrascendentes para los intereses particulares de quien las juzga con el lógico desapego de importarle poco o nada la posible belleza de, digamos, una mariposilla revoloteando en una florida mañana de primavera).

Para opinar sobre la belleza del arte es necesaria una cierta cultura (a ser posible, ancestral) y, en mucha mayor dosis, una sensibilidad (que no sensiblería) profunda, ya sea innata o cultivada.
Esta sensibilidad debemos entenderla como una facultad de sentir y cualidad de los espíritus sensibles, pero, asimismo, como una capacidad de respuesta a pequeños estímulos o excitaciones.

Y, claro, la vida (no solo la moderna) no es propicia a que la mayoría de la gente lleve esta característica tan imprescindible hasta niveles altos de eficacia. La naturaleza tampoco favorece a que hombres y mujeres desarrollen condiciones ventajosas para conseguir una sensibilidad elevada. Eso sí, en unos y otros esta carencia suele estar motivada por causas diferentes. En el sexo masculino tiene orígenes arcaicos, relacionados con la brutalidad que, durante milenios, se ha considerado consustancial con su personalidad y estilo de vida secular. Podríamos decir, por tanto, que es algo recibido del exterior. 
Por el contrario, en el femenino tiene un origen que podríamos denominar interior, por ser, en buena medida, una reacción innata y colectiva a una educación, que también se pierde en la noche de los tiempos, y que ha pretendido encasillar a la mujer en un rol contra el que ellas han venido rebelándose desde un principio, por lógica y, desde luego, por justicia. Esto se ha traducido en un sentido práctico, con tintes de escepticismo académico, más próximo al mundo de la economía o al de la política que a los de la abstracción o la guerra, por poner un par de ejemplos muy generales que, como todos entendemos, admiten múltiples excepciones.

El caso es que, hombres y mujeres, no han tenido fácil su adaptación a la especial sensibilidad que requiere la apreciación de la belleza y, en consecuencia, se han mantenido en guardia ante algunas de sus manifestaciones. 
En otras, cuando la belleza ofrece un plus, la cosa ha sido distinta.

Un plus es lo que podríamos llamar un 'algo más'. Eso que eleva un grado la percepción del objeto juzgado, en función del valor añadido que representa para el interesado.
Es fácil de explicar. Por ejemplo, para un coleccionista de sellos, una estampilla valiosa tiene un plus que aumenta la percepción de su belleza real.
Lo mismo pasa con las personas. La juventud de un individuo determinado, su posición social o económica, su profesión, su personalidad y estilo o un tratamiento privilegiado por parte de los medios, le otorgan un plus que se añade, de forma automática y, a veces, inconsciente, a sus cualidades físicas objetivas.

Pero no siempre el plus es inconsciente. En frecuentes ocasiones, el plus es aplicado de forma premeditada y sin necesidad de autoconvicción. Son estos pluses convencionales los que animan a determinadas personas a modificar la belleza a su antojo y, claro está, siempre en la dirección y el sentido de su propio beneficio. Luego, cuando el momento ha sido superado y las circunstancias se han modificado, se retira el plus y la belleza percibida retrocede a su estado original. Es la 'belleza flexible', que llaman algunos. Una música practicada con esmero por los amantes (a veces, se autodefinen así en público) del acordeonismo emocional, que estira y encoge los sentimientos como si fueran las celebérrimas tripas del tal Jorge.

No son buenos tiempos para la poesía. En realidad, no lo han sido nunca. Salvo cuando rondaba en el ambiente algún plus que otro por ahí suelto.

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