lunes, 24 de noviembre de 2014

Truenos y nazarenos

Leer a Machado es una costumbre muy sana. Algo que todos deberían practicar. Desde luego, mucho más saludable que la tan extendida de correr por las calles asfaltadas de las ciudades (o por sus aún más duras aceras).

En contra del endurecimiento muscular (aparte de alguna lesión que otra) que produce el llamado jogging, la lectura de Machado reblandece las zonas anquilosadas del espíritu y suaviza el comportamiento de una materia gris, que suele estar más o menos envilecida por el inevitable contagio causado por su roce permanente con la vida diaria.
Y, además, tiene la ventaja de ser una lectura que va mucho más allá del extraordinario valor poético de un estilo que es capaz de elevar lo sencillo y cotidiano a un nivel antes reservado para quienes manejaban la poesía desde unos parámetros alejados del lenguaje normal y llano.

Un buen ejemplo de que Machado va más allá de la poesía es el caso de don Guido. 
La historia que tan poéticamente, y con esa suave y hasta tierna ironía que suelen rezumar los versos del gran Antonio, nos relata una evolución que suele darse mucho en la raza humana.
Cuando don Guido asentó la cabeza, mediante un método de todo punto aspiracional, dio ese paso fundamental que separa a los truenos de los nazarenos (bueno, no a todos, la verdad). Es un salto que he visto dar muchas veces. Y no solo es propio de los hidalgos andaluces, como en el caso de las coplas de Machado, no. Es algo que sucede con bastante frecuencia. 
Lo clásico es lo de don Guido, claro. Es decir, pasar de ser un gran pagano a hacerse hermano de una santa cofradía y salir cada Jueves Santo con un cirio en la mano. Pero hay otras versiones más populares en nuestros días que, sin duda, son las que más abundan.
Son esas en las que no media una reconversión religiosa de por medio. Algo más próximo, quizás, a la dama de Cecilia. O de quienes malinterpretan (por su propio interés) aquellos versos que recita Nuño a su hija Magdalena, en los que la recuerda que su cuna es tan alta que "más que cuna, dijérase que es cama". Magdalena, como de todos es sabido, se lo venía tomando al pie de la letra desde hacía tiempo. 
Al igual que ella, deshonra de los Manso de Jarama, muchas otras personas buscan palabras antagónicas pero de dulce rima (a ser posible, consonante), tal como sucede entre trueno y nazareno.

Es algo así como lo que sucedía en ese magnífico juego de Crone llamado 'Turistas y Piratas', en el que, cuando un jugador estimaba que era el momento idóneo para sus intereses, gritaba "¡Todos piratas!" y los pacíficos turistas se convertían en feroces piratas, viéndose obligados a combatir entre sí para poder ganar la partida.
No es exactamente lo mismo, porque en el imaginario juego de truenos y nazarenos (que nunca fue editado por Crone, pero que yo estoy considerando muy seriamente lanzar al mercado) no todos los participantes se convierten en nazarenos, sino que solo lo hace el que ve más propicio para sus mermados intereses (como la riqueza de don Guido) dejar de ser trueno y convertirse en una especie de hermanita de la caridad, incapaz (en apariencia) de haber roto un plato en su vida.

Y funciona. Es un método que funciona. Unas buenas y bien visibles gafas para adoptar una apariencia más seria, un peinado más formal y un vestuario de colores más discretos son complementos indispensables para completar una metamorfosis que daría envidia, por lo bien conseguida, al propio Kafka.
Después, lo tradicional... "... a escándalos y amoríos poner tasa, sordina a sus desvaríos".

Tal vez así, alguien acabe escribiendo un postrer llanto a sus virtudes nazarenas, olvidando los muchos y sonoros truenos que las precedieron.

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