viernes, 14 de noviembre de 2014

The woman in the window

Edward G. Robinson es uno de mis actores preferidos. Y, también, me gustan los escaparates. No solo los de cristal, que hay uno con nieve en invierno en el que aprendí a esquiar por el que, como es lógico, siento un gran afecto, pese a que ya no sea recomendable acercarse al puerto de Navacerrada en invierno.

Claro que los de cristal tienen un atractivo especial que, como en el caso de mi admirado Robinson, combinados con el retrato al óleo de Joan Bennett y la mano maestra de Fritz Lang, son susceptibles de producir reacciones en cadena de consecuencias bastante imprevisibles.

Hollywood tuvo un arte especial para manejar el blanco y negro que nunca llegó a igualar con la aparición del color, aunque debo reconocer que el Technicolor fue capaz de producir matices muy notables, nunca superados (en mi particular opinión) por otros procesos posteriores utilizados para impresionar negativos en color.
Además, parece que en este formato de pantalla y gracias al dramatismo del blanco y negro, se transmiten mejor ciertos mensajes.
En la excelente película de Fritz Lang, se nos muestra cómo una serie de pequeños errores que, en sí mismos, no parecen entrañar mayores riesgos y que son asumidos por quienes los cometen con cierta reticencia y una actitud relativamente cuidadosa, pueden desembocar en trágicos e imprevisibles sucesos que, bajo la amenaza de una intangible presión social a la que el comportamiento humano está sometido sin remedio, se convierten en la materialización de un destino fatal contra al que parece ocioso enfrentarse.

El sorprendente final de la película no hace sino confirmar la tesis del argumento central del guión y de la novela Once Off Guard, de J.H. Wallis, en la que está basado. Por cierto que, si bien los títulos de la película (tanto el original como el algo menos sugerente en español, no por impreciso, sino porque desvía el foco de la idea central) son correctos, es mucho mejor el de la novela, ya que resume en fondo filosófico de su discurso. Tampoco es una casualidad la profesión del personaje de Robinson, ni la de sus dos amigos.

Con independencia de las cualidades cinematográficas de una película poco recordada en nuestros días, es preciso reflexionar acerca de lo que plantea la historia. 
No, necesariamente, para evitar riesgos, sino para entender que afrontarlos nos pone a salvo de muchos tipos de chantaje, a veces sorprendentes, que no siempre son tan simples como los descritos en la obra de Lang/Wallis. 
De igual modo, la mayoría de los resúmenes que he leído (en los que se trata de explicar en pocas líneas, la trama de la película) no reflejan, en absoluto, su verdadero espíritu, que va mucho más allá de lo que se cuenta en ellos.
Y, desde luego, a mí me parece irrelevante el mensaje ultraconservador que subyace en el guión (resuelto con simpatía, en cualquier caso), ya que lo importante no es la postura que se tome ante la vida, sino la forma en la que la naturaleza humana está sujeta a las, llamemos, 'inclemencias' del destino. Un destino al que, sin duda, contribuimos pero que no nos pregunta en cada una de las tiradas de su ruleta.

O sea que, como diría Antonio Guijarro (con música de Augusto Algueró, eso sí), la vida es una tómbola. Aunque, en ocasiones, juguemos a través del cristal de un escaparate... o de un sueño.

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