miércoles, 5 de noviembre de 2014

White Gemini

El blanco suena un poco a silencio. A nieve, incluso a Procol Harum... pero claro, en 16 mm hasta Nelson se tambalea.
El tiempo, a veces, se detiene. Nos encarga cosas que no sabemos hacer, por ejemplo, volver a pensar lo que ya hemos pensado un montón de veces. Entonces, lo pensamos, y lo normal es que volvamos a pensarlo mal.
Da igual que todo sea evidente, que nos lo digan y demuestren, de forma consistente, durante décadas: lo volvemos a pensar mal. ¿Por qué? Pues, normalmente, por miedo, por por pereza y por cansancio... depende de la edad. Los más jóvenes suelen tener miedo (aunque es raro que lo reconozcan), los de edad mediana, pereza (solo se lo dicen a ellos mismos), y los mayores (en este caso da igual que traten de ocultarlo, porque se les nota), por cansancio.

Llega un momento en el que la mayoría de los rostros empiezan a ser casi iguales, pareados (cuando no adosados) y es habitual colocarlos de dos en dos en las alacenas, en los armarios, en los trasteros... sobre todo, en los trasteros.
Porque los trasteros son utilísimos, sirven para guardar en ellos, de forma temporal, todo aquello que nunca más recuperaremos. No porque no podamos hacerlo ni porque no queramos, no. Es porque tenemos miedo, pereza... o cansancio.

El blanco tiene tacto de satén. Es un tacto suave, sedoso... pero siempre nos produce esa extraña sensación de que estamos tocando algo que se puede estropear con facilidad, que se mancha, que se arruga... que tiene una imagen de París al fondo.
Es como un espejo, en el que se ve reflejada la cara del otro como si fuera la nuestra. Un rostro bello, dulce, sin expresión alguna. 
Ni siquiera parece mármol, porque no es duro o frío. Parece escayola. Una escayola limpia y pura, perfecta, repetida sobre sí misma y contraria a sus propios deseos.

El blanco esconde la verdad tras su nitidez impoluta. Es eterno, atemporal, infinito e imposible. Su pureza (doble, en este caso) es prueba fehaciente de que no es real, de que nunca ha existido.
No hay que confundir la blancura con la transparencia. Son dos cosas bien distintas, casi opuestas. La blancura es opaca y tiene una suavidad que no está reñida con esa especie de dolor aséptico que produce su contacto. Un dolor inmóvil que, al mismo tiempo, se nos presenta difuminado y concreto, etéreo y material, de una plasticidad tan imaginaria como la luz que lleva atrapada dentro. Esa luz que, presa del pánico que produce la nada, se divide en dos partes iguales y contrarias, enfrentándose al vacío de un recuerdo que no existe porque ha sido desprogramado de antemano...

Y ya no nos queda otro remedio que seguir esperando a que la estatua de sal recupere la vida. Así sea.

No hay comentarios: