lunes, 10 de noviembre de 2014

Luka, Lucas y San Lucas

Llevaba dando vueltas varias horas. Por algún motivo, esa mañana fría y un poco lluviosa no le había quitado las ganas de salir a la calle a dar un paseo. Era una costumbre nueva que estaba adoptando desde unas semanas atrás. Todavía estaba convaleciente de aquella crisis de ansiedad y había comprobado que andar durante un buen rato por las mañanas le sentaba bien. Además, le gustaba.
Pero ya empezaba a estar un poco cansado y algo destemplado, así que pensó en hacer un alto en el camino y tomarse una taza de té bien caliente, para recuperar fuerzas.
Pasó junto a la alta verja de un sorprendente jardín con altas palmeras que apareció, de repente, a su lado, frente a la austera fachada lateral de una iglesia que parecía ser mucho más importante por dentro que por fuera, y giró a su derecha por la primera calle. 

Lucas no pudo evitar detenerse un momento, al ver el letrero azul que anunciaba el nombre de la calle, que dejaba muy claro que estaba dedicada a su santo patrón, el evangelista de Antioquía.
Tras pasar por la puerta principal del palacio cuyo jardín acababa de ver antes de doblar la esquina, vio, en la otra acera, una banderola con un cartel: "El Huerto de Lucas". 
Cruzó la calle y atravesó el umbral de la entrada. Se encontró con un luminoso patio acristalado, rodeado de pequeñas tiendas de productos comestibles de distinta índole, pero similar naturaleza, en el que unas cuantas mesas y sillas de madera y metal acogían a unos pocos clientes. Por encima de sus cabezas, colgando del techo transparente, múltiples macetas sujetas por redes completaban un ambiente acogedor y, desde luego, inesperado en una calle tan estrecha, recoleta y antigua.
Lucas pidió un té Darjeeling y se sentó cerca de una columna de hierro, alta y esbelta.

Ella estaba en la mesa de al lado. Advirtió su silenciosa presencia mientras, distraído, esperaba el té.
Estaba muy seria y atenta a las explicaciones que recibía sobre una ONG de un chico al que Lucas no podía ver la cara. Sobre la mesa, un folleto con la Declaración Universal de los Derechos Humanos que él había sacado de una cartera y ella hojeó, sin leer el texto. Su pelo moreno, recogido en una cola de caballo, contrastaba con unos ojos verdes que solo dejaban de mirar a la pantalla del ordenador portátil que tenía delante para dirigirse a un cuaderno de espiral enorme, en cuyas páginas, de vez en cuando, apuntaba algunas notas con un bolígrafo BIC. Un dragón, enroscado sobre sí mismo, estaba tatuado en la parte posterior de su hombro derecho.

De pronto, la música de ambiente cambió de melodía y empezó a sonar la voz de Suzanne Vega: "My name is Luka...".
Lucas ya estaba tomando su taza de té y sintió como una leve sensación de mareo ayudaba a sus pensamientos a dirigirse hacia un lugar lejano y pretérito, cuya relación con lo que estaba viviendo le resultaba familiar, aunque le resultaba imposible de precisar.
Volvió a mirar a la mesa vecina y lo vio todo como a través de un monitor antiguo de televisión, con sus 625 líneas claramente marcadas. Pese a la clara luz que iluminaba el patio, Lucas percibía una escena monocromática, en la que aquella joven morena que estaba sentada frente a él no dejaba de tomar notas con un ejemplar del célebre modelo de bolígrafo que inventase Marcel Bich en 1950, bautizándolo con una acertadísima versión acortada de su propio nombre.

Lucas había abandonado el raro y confuso mundo real en el que se encontraba inmerso para adentrarse en otro difícil de definir, inconcreto y onírico. La música de Suzanne Vega seguía sonando de fondo. Lucas tuvo la impresión de que la canción se repetía constantemente.
Y ella, inclinada siempre sobre su cuaderno de espiral fina y grande, escribía signos incomprensibles en el cuaderno, mientras el dragón de su hombro giraba sobre un punto central imaginario.

En ese momento, mareado y perdido, cuando las notas del estribillo de Vega sonaban en su cabeza por quinta o sexta vez consecutiva, Lucas recordó que él también vivía en un segundo piso...
Fuera, la lluvia, ajena a todas las pequeñeces de la vida, seguía cayendo con monótona suavidad sobre la vieja calle de San Lucas.

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