martes, 28 de octubre de 2014

No hay prisa

Para las cosas buenas no hay que tener nunca prisa. Hay que dejarlas llegar, cuando quieran, sin precipitar la parte favorable del destino, para que no se estropeen... para que no se rocen con nada.
Es preciso tener en cuenta que lo bueno es delicado. Y si, además, viene por un sendero difícil, tras un viaje largo, complicado y lleno de dificultades, aún es más frágil.
Matizando (otra vez) a Gracián, diríamos que lo bueno, si lento, dos veces bueno.
Porque, como decía el poeta (mi madre, que sabía bastante más que el poeta, lo expresaba de una forma más radical), lo mejor del camino no es llegar, lo mejor es la fe de caminar.
Los últimos pasos son los mejores, los más importantes. Hay que recorrerlos despacio, igual que cuando lo hicimos la primera vez, acercándonos a lo que ya presumíamos extraordinario. Mucha gente se acelera al final y, entonces, es fácil tropezar...  y hasta caerse, por el apresuramiento, la emoción y los sentimientos que se cruzan delante de nosotros, todavía alborotados y confundidos. Sin embargo, el que avanza despacio, llega seguro.
Después de tanto esperar, no tiene sentido correr el riesgo de estropearlo por no permitir a la vida que haga bien su trabajo.
Nada importa que sepamos que ya está claro y decidido. Todo tiene su tempo. Es como querer acabar el Adagietto de Mahler en menos de diez minutos. Sería una falta de respeto hacia las maltrechas emociones de los demás. Llegar así, con prisas, no merece la pena. 
La omnipresente laguna nos espera, como lo hará la muerte en su momento, con los brazos abiertos, dispuesta a recoger nuestros dolores, nuestras angustias, nuestros sufrimientos... y devolvérnoslos teñidos de una feliz nostalgia que tendrá síntomas de eternidad disfrazada de sueño.
Al hacerlo de esta forma reposada es probable que veamos en el horizonte un viejo vapor que se aleja, perdiéndose entre la niebla. Es la parte equivocada de nuestro pasado que se marcha, por fin, de una playa que no necesita estar soleada para que nos sintamos inmersos en una serenidad que venía faltándonos desde los tiempos del cólera... desde que, como le pasaba al coronel, no teníamos quien nos escribiese.

No hay prisa. Ni dudas. Entreguemos, si hace falta, nuestro tributo a Cronos. Es una ofrenda que él nos reclama por habernos perdido en un bosque que se estaba haciendo demasiado espeso y profundo, que no permitía a los ojos alcanzar una luz que se escapaba, sin remedio, atrapada entre el verano y el invierno.

Pero el castigo del tiempo ya se ha recibido y la condena está cumplida. Tampoco es necesario convertirla en perpetua. Por eso, aunque no haya prisa, hay que dejar que fluya la vida. Suave, tranquila... sin resistirse. 
Tardes azules, jardines de mimosas y lilas, escondidos en la memoria, detrás de emociones convulsas y sueños olvidados en septiembres interminables. Dante y Petrarca los veían llegar despacio hasta los Campos Elíseos, sin necesitar más luz que la de la verdad, esa estrella que nunca se apaga y que, tarde o temprano, vuelve a brillar en la noche. 
En una noche que, por estar ahogada en el diluvio, pareció no tener fin. 

Ya solo nos queda el último esfuerzo, el que nos ayudará a traspasar el umbral protector de la melancolía para vencer a la dulce y perezosa tristeza... que tanto nos consuela cuando contemplamos nuestros muchos errores desde el interior de la distancia silenciosa que nos separa de nosotros mismos.

Todas las cortinas están rasgadas. No hay prisa para volver a izar la bandera.

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