martes, 14 de octubre de 2014

Volar bajo

Hoy en día se puede volar de muchas maneras. 
Antes, si no eras un pájaro o pertenecías a alguna especie de insectos voladores, lo tenías más difícil. Claro está que siempre ha habido intentos de volar, aunque solo fuera con la imaginación, que es tan poderosa. Por cierto, comentar esto me recuerda que el pensamiento, siendo tan intangible, es más fuerte que cualquier otra realidad. Y lo digo así, porque pensar también es un hecho auténtico y físico (pese a que sea habitual considerarlo de otra naturaleza), como lo son los movimientos mecánicos, por ejemplo.

Cuando se vuela, se observa el panorama desde una perspectiva diferente, muchas veces nueva. Eso ayuda a ver las cosas con un horizonte más amplio, evitando la sensación de que el mundo termina a pocos metros de uno mismo.
Esta reflexión no es mía, desde luego, sino que es un lugar común que todos hemos visitado con frecuencia. 

Sin embargo, hay muchos que prefieren volar a ras de suelo.
Haciéndolo se obtiene una visión muy rara del mundo. No se tienen los pies en la tierra, pero tampoco conseguimos la altura necesaria para que nuestros ojos y entendimiento alcancen una visión de conjunto, imprescindible para entender lo que sucede más allá de lo que tenemos justo al lado.
Es algo así como vivir en el primer piso de un rascacielos. Sé muy bien lo que es esto porque yo trabajé, cuando todavía estaba haciendo la carrera, en una agencia que tenía sus oficinas en la primera planta de la Torre de Madrid, el edificio más alto de España por aquel entonces. Al mes me marché y volví a mi querida Valeriano Pérez, pues, en primer lugar, estaba harto de esta conversación, repetida varias veces al día:

–¿Dónde trabajas? –me preguntaban.
–En la Torre de Madrid –respondía yo, temiéndome lo que, indefectiblemente, iba a seguir.
–¡No me digas! ¡Qué suerte! ¿En qué piso? –continuaba, con gran expectación, mi interlocutor.
–En el primero...

Normalmente, ahí terminaba la charla, tras una contenida sonrisa de guasa del otro, contestada con una mirada de pocos amigos por mi parte.
Bien es cierto que el segundo motivo por el que me fui era más importante para mí, ya que en Valeriano me insistían en el regreso y el Sr. García-Braga (así se llamaba el consejero delegado de la agencia de la Torre de Madrid) me ayudó a tomar la decisión de volver, al pretender que fuera todos los días a trabajar con traje y corbata, algo que estaba dispuesto a hacer cuando me pareciera oportuno, pero no bajo la exigencia impuesta de una condición que consideraba (creo que con razón) irrelevante y trasnochada.


Los que vuelan bajo pueden tener sus razones para hacerlo, como los grajos (cuyo vuelo rasante suele estar motivado por un frío malsonante y popularmente repetido), pero la mayor parte de las veces está causado por el interés de estos bajovoladores en nadar (volar) entre dos aguas (aires) para tomar tierra cuando les convenga y, luego, retornar (tan pronto como sea recomendable para conseguir sus fines) a los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles que, como pompas de jabón, les permitan verlos pintarse de sol y grana... que diría el bueno de Machado.

Así que ya saben lo que tienen que hacer quienes ansíen elevarse hacia el cielo azul que flota sobre sus cabezas, invitándoles a soñar y perseguir un futuro mejor, para no correr el riesgo de verlo temblar súbitamente y quebrarse... lo más práctico es volar bajo. 
Como los grajos cuando se produce un súbito descenso de la temperatura ambiente.


Nota del autor: Al poco tiempo de marcharme yo de aquella agencia (que, todo hay que decirlo, contaba con un equipo de excelentes profesionales), abandonaron las oficinas de la primera planta de la Torre de Madrid. Una decisión acertada.

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