viernes, 24 de octubre de 2014

Noche buena

Hay noches que son mejores que otras. Y, aunque no sean perfectas, son buenas.
Son noches en las que se rompe el silencio. Por algo se empieza (en realidad no se empieza, se continúa, aunque la sensación sea de comienzo).
Se descubren muchas cosas en esas noches y, sobre todas ellas, una: las conciencias se muestran desnudas, pese a intentar cubrirlas con la forzada túnica de una sonrisa incongruente con las palabras. Yo lo encuentro lógico. Hay mucha tensión acumulada, muchos nervios difíciles de desenredar... y la máscara viene bien para mantenerlos a raya.

Sin embargo, tensión y nervios no parecen necesarios cuando se ha entregado la paz desde la sinceridad y la buena fe. Pero quien lleva demasiado tiempo sufriendo por los errores cometidos no lo entiende fácilmente. Quien tiene turbadas sus emociones precisa de explicaciones para justificarse ante sí mismo por no atreverse a poner en práctica la conducta que lleva años deseando acometer. 
Poco importa que tenga tendida una mano amiga que, sin acritud (como diría mi amigo Felipe González), le estén ofreciendo. Nadie pide explicaciones, nadie exige reparación por nada, solo se da la paz, como he visto que se hace en las misas modernas (yo las sigo llamando "modernas" porque me gustaban más las antiguas, en latín). Es fácil dar la paz al señor que se tiene al lado en la iglesia... y parece, por el contrario, complicado aceptarla, sin más, cuando crees que quien te la ofrece te va a reprochar algo.

Paz. Tres letras que incluyen el principio y el final del alfabeto de la vida y otra primera que hace las veces de remite. Se debe aceptar. Antes de que quien la ofrece tenga que ponerla sobre su propio epitafio (bueno, él no la pondrá, lo hará otro por él, claro).
Si no es el orgullo, tal vez sea la confusión de un tren descarrilado en una interminable recta, que busca en la velocidad la forma de evitar la catástrofe... no lo sé. Lo que sí me consta es que no hay que estar permanentemente buscando excusas para esconder el fuego debajo de la hoguera, en una constante huida hacia un futuro vacío.

Por lo menos, las excusas ya no sirven para atacar, para destruir, sino para esconderse y el daño que se causa es menor. Tampoco está quien utilizaba la fusta (hecha, con gran probabilidad, con gomas procedentes de carpetillas azules de cartón) para azotar una conciencia maltrecha y un espíritu agotado, por lo que es más sencillo retener al alazán de la ira y devolverlo a los campos de la vida, que siguen siendo verdes y grandes, como siempre lo fueron.

Pese a todas estas consideraciones, un tanto melancólicas y no exentas de tristeza, una noche buena no deja de serlo por pequeñeces de menor cuantía. 
Una noche vale más que mil silencios, como bien dice la tradición popular (puede que la frase original no fuese, exactamente, así, pero me parece más apropiada ante una ocasión que llegaba sin una imagen y con escasez de palabras previas). Y para que sea buena, debe tener su porcentaje de tristeza, no exenta, desde luego, de lo que guardan en su interior los que están dispuestos a luchar contra el tiempo y la frágil tozudez de quienes proyectan hacia otros el volátil resentimiento que almacenan contra ellos mismos.

La noche calma la ansiedad, aunque haya árboles que no dejen ver el bosque.

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