martes, 7 de octubre de 2014

Agent provocateur

Provocar, como el toreo, es un arte que encierra muchos peligros. Solo los profesionales avezados son capaces de lidiar con eficacia los múltiples riesgos que ambas actividades encierran.
Sin embargo, todo está mucho más controlado cuando las circunstancias se tienen dominadas. Por ejemplo, el toreo de salón es una actividad segura que sirve, incluso, de práctica para cuando llega la hora de la verdad. Y lo mismo ocurre con la provocación de salón que es más un 'ensayo general con todo' (cambiando, en este caso, la terminología taurina por la teatral, que también es muy apropiada), pero que surte efectos reales por estar todos los protagonistas en el escenario. 

Conviene provocar con lánguida elegancia y afectada naturalidad, que simule un afecto que no existe, aunque lo insinúe con gestos, más que con palabras, ya que los vocablos y expresiones utilizados, suelen estar perfectamente medidos.
La provocación así efectuada debe canalizarse por un medio adecuado, que sea lo suficientemente frío y despersonalizado para que solo deje un tibio rastro que se pierda a medio camino entre el interés y la correcta educación (algo que, desde luego, siempre deberá evidenciar el buen provocador de salón). 
El método suele consistir en esperar un acontecimiento o efemérides apropiados para, siempre de una forma breve y sintética, acercarse lo más telegráfica y electrónicamente posible, con el fin de evitar roces emocionales (y no digamos ya, físicos) que vayan más allá de lo que pueda transmitir un mensaje epigramático (que diría mi admirado Don Mendo).

Luego, el silencio. Da igual que el provocatario (palabra incorporada por mí al diccionario, sin el refrendo - por ahora - de la Real Academia y que es un adjetivo, que cuando es aplicado a personas se utiliza también como sustantivo, cuyo significado es "que recibe algún tipo de provocación", de la misma forma que "arrendatario" quiere decir que toma en arrendamiento algo) conteste o no. Silencio. Al menos, durante unos días, para aumentar la tensión y alimentar la provocación que, con esta displicente falta de seguimiento, sube del nivel "suave" al "medio", tal como estaba previsto por el habilidoso agent provocateur.

Si el provocatario reacciona de una forma sensata y contesta con normalidad, el provocador se disgusta un poco (un poco solo, que no hay que dar a las cosas más importancia de la que tienen), pero si aquél se confunde o pierde los nervios ante el estudiado y malicioso movimiento de ficha, el provocateur (queda más elegante en francés) disfruta de lo lindo y considera recompensada su astucia pues, retomando el símil taurino, las banderillas colocadas con gallardía, estilo y donaire, habrán surtido el efecto deseado y ya será oportuno pasar al último tercio de la lidia.

"Provoca, que algo queda", reza el tradicional dicho popular (no es exactamente así, pero, en este caso, valen tanto el original como la remozada versión que yo incorporo, a colación del tema de este artículo). Y suele quedar algo, sí. Como mínimo, pena y tristeza en quien comprende que, una vez más, todo estaba vacío: palabras huecas que ni expresan un sentimiento auténtico ni van encaminadas hacia la recuperación de la sensatez y la buena voluntad.

Es lo que tienen estos agentes provocadores, cuya lencería mental no precisa de los recursos comercializados por su homónimo empresarial, pues sabe muy bien que en lo que es patrimonio del espíritu, lo material es absolutamente inútil e ineficaz. Aunque es verdad que para ser un buen agente hay que dominar todas las técnicas.

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